No vivim en l'apoteosi del nihilisme modern (Gilles Lipovetsky)




Es grande la tentación de asimilar la cultura del posdeber al grado cero de los valores, a la apoteosis del nihilismo moderno. En la década de 1960, Castoriadis consideraba que las creencias comunes relativas al Bien y al Mal habían desaparecido, «la idea general es que se puede hacer cualquier cosa y que nada está mal con tal de salir bien parados de ello»

Un poco más tarde, Baudrillard analizaba la sociedad contemporánea como un sistema sin puntos de referencia en la que todos los valores se conmutan, en la que todo se intercambia en una circularidad sinfin. Aún más recientemente, Alian Bloom escribía que «ya no se es capaz de hablar con la menor convicción del bien y del mal», ya nadie cree verdaderamente en algo, «hay una crisis de valores una crisis de proporciones inauditas». 

Los ambientes intelectuales han permanecido largo tiempo fascinados por el escenario nihilista, son siempre el naufragio y el catastrofismo del «todo a hacer puñetas» los que dominan las lecturas de las nuevas democracias. Pero la realidad social sólo se parece de lejos a ese cuadro apocalíptico. Es falso asimilar el crepúsculo del deber al cinismo y al vacío de los valores: más allá de la erosión o la desestabilización innegable de cierto número de referentes, nuestras sociedades reafirman un núcleo estable de valores compartidos, se establecen en torno a un consenso de valores éticos de base. Sin duda, el conflicto ético es manifiesto en el tema del aborto, sin duda, numerosos problemas bioéticos abren una polémica de fondo, y sólo 1 europeo de cada 4 considera que dispone de principios claros para distinguir el bien del mal. Pero esto no justifica la constatación de depreciación generalizada de los valores. Sondeo tras sondeo se plebiscitan los derechos del hombre, la honestidad, la tolerancia, el rechazo de la violencia. Estamos lejos de la fluctuación integral de los valores; «Dios ha muerto», pero los criterios del bien y del mal no han sido erradicados del alma individualista, las ideologías globalizadoras han perdido su crédito, pero no lo han hecho las exigencias morales mínimas indispensables para la vida social y democrática. Los crímenes de sangre, la esclavitud, la crueldad, la expoliación, la humillación, las mutilaciones sexuales, la violación, las sevicias psicológicas y físicas, tantos otros crímenes que suscitan más que nunca la indignación colectiva: 9 franceses de cada 10 denunciarían a un vecino que martirizara a su hijo o al que provocara voluntariamente un incendio; 8 de cada 10 a un revendedor de droga o a niños que extorsionaran a sus compañeros. El ideal de abnegación ha perdido su antigua legitimidad, pero lo que afecta a la seguridad y la dignidad de las personas revuelve nuestras conciencias, al público le gusta consumir violencia en los media, pero la condena con extrema severidad en la realidad. Nuestras democracias no están abocadas al nihilismo, el desorden posmoralista está contenido por límites estrictos: sea cual sea el quebrantamiento histórico del «final del deber», la larga continuidad de la tradición moral prevalece sobre la discontinuidad, el sentido de indignación moral no ha muerto. La desaparición del fundamento metafísico de la moral no ha precipitado en absoluto su descrédito, en adelante no se la estigmatiza ya como mentira y estafa, no se piensa en superarla con la «transvalorización de los valores» o la revolución: los derechos del hombre se absolutizan. Cuanto menos se exhorta la obligación suprema, más se refuerza el ecumenismo de la ética democrática; cuanto más se cuestiona la ética, más se fortalece la legitimidad social del tronco común de los valores humanistas.

Hay que deshacerse de la idea caricaturesca de un mundo en el que todos los criterios se van a pique, en el que los hombres no estarían ya sujetos por ninguna creencia o disposición de naturaleza moral. La socialización del posdeber libera de la obligación de consagrarse a los demás, pero refuerza lo que Rousseau llamaba la «piedad», la repugnancia a ver y a hacer sufrir a un semejante. Y esto no por educación moral intensiva sino parajódicamente por la autoabsorción individualista y las normas para vivir mejor. Más allá de las estadísticas de la criminalidad, la «moralidad de las costumbres» progresa en lo que concierne al respeto a la vida: sociedad posmoralista no significa desaparición de todas las inhibiciones, sino continuidad de la moralización de los individuos por repulsión «sentimental», vivida,hacia las brutalidades, crueldades e inhumanidades. 

Gilles Lipovetski, El crepúsculo del deber, Barcelona, Editorial Anagrama 1994, págs. 146-149

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