El domini del treball mort.(Grup Krisis)
1. El dominio del trabajo muerto
«Todos deben poder vivir de su trabajo, dice el principio planteado. Poder vivir está, por tanto, condicionado por el trabajo, y no existirá tal derecho, si no se cumple esta condición.»Johann Gottlieb Fichte, Fundamentos del derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia, 1797
Un cadáver domina la sociedad, el cadáver del trabajo. Todos los
poderes del planeta se han unido para la defensa de este dominio: el
Papa y el Banco Mundial, Tony Blair y Jörg Haider, los sindicatos y los
empresarios, los ecologistas alemanes y los socialistas franceses. Todos
conocen una única consigna: ¡trabajo, trabajo, trabajo!
A quien todavía no se haya olvidado de pensar, no le resultará
difícil darse cuenta de la inconsistencia de una posición semejante.
Pues la sociedad dominada por el trabajo no está pasando por una crisis
temporal, sino que está llegando a sus límites absolutos. La producción
de riquezas se está alejando cada vez más –en una medida que hasta hace
pocas décadas sólo era concebible en la ciencia-ficción– del uso de mano
de obra humana como consecuencia de la revolución microelectrónica.
Nadie puede afirmar seriamente que este proceso se vaya a parar o que
tenga marcha atrás. La venta de la mercancía mano de obra va a ser tan
prometedora en el siglo XXI como la de sillas de posta en el XX. Sin
embargo, en esta sociedad, a quien no puede vender su mano de obra se le
considera «excedente» y se le manda al vertedero social.
¡El que no trabaje, no come! Esta cínica fórmula todavía es válida, y
hoy en día incluso más, porque se vuelve irremisiblemente obsoleta. Es
absurdo: la sociedad nunca ha sido tan sociedad del trabajo como en un
momento en que el trabajo se está haciendo innecesario. Es precisamente
en el momento de su muerte cuando el trabajo se revela como un poder
totalitario que no admite otro dios a su lado. Determina el pensar y el
actuar hasta en los poros de la cotidianidad y la psique. No se ahorran
esfuerzos para prolongar artificialmente la vida del ídolo trabajo. El
grito paranoico de «empleo» justifica que se fuerce incluso la
destrucción, hace tiempo conocida, de los fundamentos de la naturaleza.
Cuando se abre la perspectiva de un par de miserables «puestos de
trabajo», se permite dejar de lado acríticamente los últimos obstáculos a
la comercialización total de todas las relaciones sociales. Y se ha
convertido en un acto de fe comúnmente exigido la idea de que es mejor
tener «cualquier» trabajo que ninguno.
Cuanto más patente es que la sociedad del trabajo está llegando a su
final definitivo, con tanta más violencia se oculta ese final a la
conciencia pública. Los métodos de ocultación pueden ser tan distintos
como se quiera, pero tienen un denominador común: el hecho mundial de
que el trabajo se evidencia como un fin absoluto irracional, que se ha
hecho obsoleto a sí mismo, es redefinido con la terquedad de un sistema
enloquecido como el fracaso personal o colectivo de individuos, empresas
o «enclaves». El límite objetivo del trabajo debe parecer, pues, un
problema subjetivo de los excluidos.
Si para unos el paro es el producto de pretensiones desmesuradas, de
falta de disposición a rendir y de flexibilidad; los demás le reprochan a
«sus» directivos y políticos incapacidad, corrupción, codicia o
traición a su enclave económico. Y al final todos acaban por coincidir
con el ex presidente federal alemán Roman Herzog: el país necesita de un
«empuje» que lo recorra de parte a parte, como si se tratase de un
problema de motivación de un equipo de fútbol o de una secta política.
Todos tienen que remar con fuerza «como sea», aun cuando haga tiempo que
se le hayan escapado los remos de las manos; y todos tienen que ponerse
manos a la obra «como sea», aun cuando no quede nada (o sólo
sinsentidos) que hacer. El trasfondo de este triste mensaje es
inequívoco: el que a pesar de todo no consiga la gracia del ídolo
trabajo, tendrá él mismo la culpa, y se le podrá prescribir y expulsar
sin problemas de conciencia.
Esta misma ley de la víctima humana tiene validez mundial. Las ruedas
del totalitarismo económico aplastan un país tras otro y demuestran así
siempre lo mismo: que éstos han contravenido las llamadas leyes del
mercado. Al que no se «adapte» incondicionalmente y sin considerar las
pérdidas al transcurso ciego de la competencia total, le castigará la
lógica de la rentabilidad. Las bases de la esperanza de hoy son la
basura económica de mañana. A pesar de esto, los psicópatas económicos
que nos dominan no se dejan perturbar lo más mínimo por lo que se
refiere a su explicación estrafalaria del mundo. Ya se ha declarado
deshechos sociales a tres cuartas partes, más o menos, de la población
mundial. Se hunde un enclave económico tras otro. Después de los
desastrosos «países en vías de desarrollo» del Sur y después de la
subdivisión de capitalismo de Estado de la sociedad mundial del trabajo
en el Este, han desaparecido asimismo en el infierno de la catástrofe
los alumnos ejemplares de la economía de mercado en el sudeste asiático.
En Europa también hace tiempo que se está extendiendo el pánico. Sin
embargo, los jinetes de la triste figura de la política y la dirección
empresarial continúan su cruzada en nombre del ídolo trabajo con tanto
más ahínco.
Grupo Krisis, Manifiesto contra el trabajo
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