Biopolítica i futur (Nikolas Rose).
La biopolítica contemporánea está impregnada de futuridad —preocupación por
el futuro, y por traer el futuro al presente y gestionarlo desde el presente en
nombre del futuro. En ninguna otra parte es esto más cierto que en el caso del
cerebro. Hace un par de años apareció publicado en Nature un artículo que
hablaba de la necesidad de maximizar el «capital mental». La expresión «capital
mental» no ha tenido mucha predicación, pero sí lo que ella conlleva: la idea
es que una nación no tiene solamente capital físico, humano o social, sino
también capital mental —el capital almacenado en las capacidades mentales o
cognitivas de los individuos humanos. Estamos, desde luego, en una economía
basada en el conocimiento y, ¿dónde se halla este conocimiento? En los
individuos humanos. ¿En qué parte de estos individuos? El capital mental es el
capital almacenado en la salud y la eficacia del cerebro humano. Y la salud y
la eficacia del cerebro humano determinan el buen funcionamiento de los seres
humanos en todo tipo de situaciones que requieren de su inteligencia, sus
habilidades, su flexibilidad y su eficiencia. Según este argumento, el capital
mental es crucial no sólo para cada individuo sino para la nación en su
conjunto. Para cada omnes et singulatim,
para decirlo con Foucault. El
artículo de la revista Nature presentaba un gráfico muy útil sobre el
desarrollo del capital mental a lo largo de una vida destacando todo aquello
que podía causar un incremento en dicho capital (progenitores adecuados, dieta
saludable, etc.) y todo lo que podía causar su disminución (tabaco, alcohol,
estrés, etc.). El argumento del artículo se resumía en una llamada a fomentar,
como sociedad, todos los aspectos que incrementan el capital mental y a reducir
todos aquellos que puedan causar su deterioro. Antes sugerí que la idea de la
apertura al futuro, que requiere a la vez acción en el presente para minimizar
lo malo y maximizar lo bueno, es un elemento central en la biopolítica
contemporánea. En ninguna otra parte se ve más claro que en relación con el
cerebro y, de forma particular, el cerebro de los niños. Porque, según afirman,
el cerebro de un niño en desarrollo es el recurso más importante en lo que
atañe al capital mental. Es cierto que el cerebro del niño se desarrolla a gran
escala durante los primeros cinco años de edad y que a continuación experimenta
otra transformación fundamental durante la pubertad. Cuando aparecieron los
primeros humanos en África la esperanza de vida era de 30 años. El Homo sapiens
alcanzaba la pubertad a los 13. Como ha señalado el neurocientífico francés Jean Pierre Changeux, los seres humanos
evolucionaron para pasar la mitad de sus vidas desarrollando el cerebro que les
acompañaría a través de la segunda parte de sus vidas. La idea de que el
cerebro se desarrolla segundo a segundo, momento a momento, a lo largo de la
vida del niño combinada con la idea del carácter abierto del cerebro, de la
neuro-plasticidad y la idea de que debemos hacer todo lo que esté en nuestras
manos para maximizar nuestro capital mental, genera la obligación de maximizar
los cerebros de los niños. Este imperativo parece aún más convincente a la luz
de las cifras de los costes de los trastornos mentales. Diez años atrás, un
informe de la Organización Mundial de la Salud predijo que en 2020, si se
mantenían las tendencias de aquel momento, la depresión pasaría a ser la
segunda causa de pérdida de años de trabajo por invalidez. Esta es una de las muchas
publicaciones que intentaban calcular el impacto futuro de lo que se viene a
llamar, hoy en día, «enfermedades del cerebro» —una expresión que ahora se
refiere a cualquier cosa entre un desajuste mínimo y el Alzheimer. Estos
trastornos, que incluyen las adicciones y la obesidad, son ahora concebidos
como enfermedades del cerebro lo cual es un síntoma que confirma la mutación de
estilos de pensamiento a la que me he estado refiriendo. Estos informes estiman
que en la Unión Europea, cada año, uno de cada cuatro adultos sufre algún
trastorno psiquiátrico diagnosticable y que un 50% sufre un trastorno de este
tipo a lo largo de su vida. El último informe señala un incremento en la
estimación y sugiere que, cada año, un 30% de la población europea sufrirá algún
trastorno psiquiátrico no diagnosticado. No se trata de pacientes en sanatorios
u hospitales psiquiátricos, sino de estimaciones sobre la incidencia de
trastornos no diagnosticados. A continuación, calculan los costes inmensos de
estos trastornos. Podemos suponer que lo dicho concierne a los economistas
sociales. Un artículo muy influyente de algunos de mis colegas del Instituto de
Psiquiatría del King’s College, calcula el coste económico del comportamiento
antisocial grave: cuando uno de los niños que ha manifestado comportamiento
antisocial grave en la escuela llegue a los 26 años el coste será diez veces
mayor del de aquellos que no lo han manifestado. Parece evidente que la
intervención está más que justificada. Hay que intervenir pronto, salvar grandes
cantidades de sufrimiento individual, familiar, costes sociales, cargas
económicas y las demás consecuencias nefastas. Ya no se trata de «vigilar y
castigar», a eso yo le llamo «identificar e intervenir». ¿Quién osaría
argumentar que un servicio de prevención de salud es algo malo? Durante
cincuenta años, los radicales hemos acusado a los servicios de salud del mundo
entero por ser servicios de enfermedad más que de salud. Por supuesto, un
auténtico servicio de salud no se limitaría a curar enfermedades, debería
intentar prevenir patologías y promover una buena salud. Esto es precisamente
lo que esta gente se propone: intervenir en el cerebro en nombre de la
minimización de los trastornos, en nombre de la salud. Pero tal vez debamos
tomar más en consideración las implicaciones que ello conlleva.
Identificar e intervenir pronto. Este es el lema. Intentar encontrar, lo
más temprano posible, síntomas de potenciales patologías y luego intervenir por
el posible riesgo, aun cuando no exista un diagnóstico real de la patología.
¿Por qué esperar a que los chicos muestren un comportamiento antisocial, o una
depresión, o un trastorno bipolar? Intentemos identificar los síntomas más
tempranos. Y puesto que se trata de trastornos cerebrales, estos síntomas deben
encontrarse en el cerebro. Busquemos pues biomarcadores cerebrales —a través de
la imagen y desde la codificación genética— que nos permitirán predecir, con
tiempo, si un niño es susceptible de desarrollar estos trastornos particulares
y entonces intervenir de antemano para evitar algo terriblemente indeseable.
Con este objetivo, mis colegas del Instituto de Psiquiatría investigan con
gemelos de ocho años de edad que han dado muestra de trastornos de conducta en
la escuela. Utilizan escáneres cerebrales y, en algunos de estos gemelos, han
identificado patrones de actividad cerebral que consideran similares a patrones
de adultos psicópatas. Han sometido los niños a diversos test y los resultados
son similares a los de los psicópatas adultos. Ciertamente, está bien poder
identificar con seguridad que un niño va a transformarse en alguien susceptible
de mostrar comportamiento antisocial grave porque la vida de este niño, si
nadie interviene, será una vida desgraciada. Tendrá problemas con la ley, será
mandado a un reformatorio, sus familias y sus vecinos serán desgraciados. Todos
van a pagar por ello. ¿Seguro que es correcto intervenir? Estos científicos son
humanistas. Su opinión es que esta es una herramienta muy importante para la
prevención de la desgracia individual y social. Insisten en que no se trata de
fatalismo, el cerebro es maleable y el propósito del tratamiento es la
prevención. Pero, ¿qué consecuencias puede tener identificar a un niño como
psicópata potencial a los ocho años? ¿Qué consecuencias tendrá informar a los
padres, a la escuela, a los médicos, a los trabajadores sociales y al propio
niño de que tiene un alto riesgo de desarrollar dicha condición? Cualquier
comportamiento extraño o problemático del niño será escrutado como un signo
potencial del trastorno emergente —también por el propio niño. ¿Y qué ocurre
con los problemas en torno a la identificación misma y con el gran número
inevitable de falsos positivos en los que los niños son erróneamente
identificados con un alto riesgo, con todas las consecuencias de la
intervención correspondiente? Estos son problemas muy graves incluso cuando los
marcadores de trastornos futuros están bien especificados, lo cual no es el
caso en ninguna patología psiquiátrica. Podemos imaginar las consecuencias de la
generalización de dichos programas de identificación para conductas
psicopáticas o antisociales.
Nikolas Rose, La
neurociencia y sus implicaciones sociales, en El transfondo biopolítico de la bioética, Anna Quintanas eds.
Documenta Universitaria, Girona 2013
Transcripción del seminario que el autor realizó en la
Universidad de Girona el 7 de octubre de 2011 (sesión tarde)
Comentaris