Entrem a l'era de Funes el memoriòs.

by Eva Vazquez
Funes el memorioso es un personaje de Borges que lo memorizaba absolutamente todo. Su memoria tenía tal profundidad, y tal nivel de detalle, que le permitía recordar, por ejemplo, “las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos” y compararlas, sin margen de error, con las que había visto en otros miles de amaneceres. Este don inventado, o quién sabe si atestiguado, por Borges, le llegó a Ireneo Funes a raíz de que se cayó de un caballo y se quedó tullido, pero a cambio le brotó una memoria prodigiosa. “La inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles”, nos cuenta el narrador y la imagen nos remite a esos hombres del siglo XXI, sentados, e inmóviles, frente a una pantalla de ordenador, con una memoria infalible de gigabytes, que disfrutan, como Funes, de una realidad mejorada, más precisa y brillante; esa realidad que los que seguimos con un pie en el siglo XX nos empeñamos en llamar “virtual”, sin darnos cuenta de que ya empieza a ser más real que la realidad, digamos, clásica.

En Japón, un país que por estar más hacia el futuro que nosotros deberíamos mirar con mucha atención, el sexo va cayendo en desuso. Las estadísticas indican que el 61% de los hombres no casados, y el 49% de mujeres, entre los 18 y los 34 años, no tienen ningún tipo de relación sentimental y, además, un tercio de las personas que tienen por debajo de 30 años nunca han salido con nadie del sexo opuesto. Según el mismo estudio, que publicó el diario inglés The Guardian, el 45% de las mujeres que tienen entre 16 y 24 años no están interesadas en el sexo o directamente lo desprecian. En general, de acuerdo con lo que apuntan estos números, el sexo físico interesa cada vez menos a la población japonesa menor de cuarenta años. Se ha especulado mucho sobre las causas de esta inapetencia colectiva, que ya ha sido sintetizada en el vocablo sekkusu shinai shokogun (síndrome del celibato), pero ninguna la explica del todo; se apunta a la carestía de la vida en Japón, que impide vivir en pareja y, por supuesto, tener hijos, pero también se dice que el tsunami hizo ver de golpe a la juventud japonesa que las relaciones personales son efímeras, porque está visto que pueden acabarse en la siguiente ola. La carestía y el tsunami explican la aprensión ante el futuro, pero no la inapetencia sexual porque el sexo, precisamente, suele ser un acto urgente que no admite consideraciones que vayan más allá del tiempo presente.

Otra de las causas que se apuntan es que los sucedáneos del sexo, todas las variantes del sexo virtual, comienzan a ser más apetecibles que el sexo real. Esto, visto desde nuestro lejano siglo XX, puede parecer una barbaridad pero, a la luz del abrumador éxito que tiene el sexo on line, tendremos que admitir la posibilidad de que hay quién encuentre farragoso el sexo físico, porque está siempre trufado de compromisos y malentendidos, y además hay que invertir en él mucho tiempo y con frecuencia dinero, a diferencia del sexo virtual, o metafísico, que produce satisfacción sin compromisos y, sobre todo, que puede controlarse completamente, cosa que no sucede con el sexo clásico, que es normalmente incontrolable.

Al ciudadano del siglo XXI le gusta tener el control absoluto, en la era de la seguridad y la salud, donde el máximo valor es estar a salvo de las enfermedades y los accidentes, el sexo virtual es un territorio seguro, como lo es beber cerveza sin alcohol, café sin cafeína y leche deslactosada, o fumar cigarrillos sin tabaco ni nicotina. La cosa real está siempre fuera de control y lo que puede controlarse es el sucedáneo.

Lo del sekkusu shinai shokogun japonés puede parecer monstruoso, pero no lo es menos esa nueva tendencia occidental a preferir la imitación que, desde cierto ángulo, es también un síndrome del celibato; la tendencia del hombre contemporáneo a vivir sin mácula, en un ambiente de pureza en el que los venenos del milenio anterior han sido sustituidos por sustancias inocuas, por vicios virtuales. Existe una sintonía entre la compulsión por la salud y la seguridad, y la posibilidad de control total que nos ofrece el universo, brillante y perfecto, que desfila por las pantallas.

El ciudadano del siglo XXI ya no tiene álbum de fotos, sino miles de fotografías en la memoria de su ordenador. Tampoco se expone a los caprichos de los programadores de la televisión porque mira lo que quiere, cuando quiere, en su tableta, ni tiene que soportar las excentricidades de los músicos porque no compra discos completos, solo los pedazos que le gustan y que se avienen con la edición personal de obras electrónicas que colecciona en su iPad: una edición de la cosa original que él pueda controlar con mucha más facilidad.

La cosa real está fuera de control y estar expuestos a la realidad sin filtros es un asunto de los promiscuos del siglo pasado.

Mirar el mundo y registrarlo a través del ojo electrónico de la cámara o del teléfono, para después publicarlo en una red social, o mirarlo en la intimidad, o simplemente para tener las imágenes almacenadas, es una costumbre que empieza a convertirse, a una velocidad vertiginosa, en una forma de vida. En el espectáculo infantil de fin de año de cualquier colegio, todos los padres, casi sin excepción, miran a través del ojo electrónico del teléfono y registran cada movimiento de su hijo en una serie de decenas de fotografías: en lugar de mirar y recordar, fotografían cada instante y así controlan el recuerdo; en vez de la memoria de toda la vida echan mano de los gigabytes de su tarjeta de memoria, y lo mismo pasa, con distintas intensidades, en un estadio de futbol, en el discurso de una figura pública o durante un vistoso atardecer, no memorable sino fotografiable.

Esta manía de fotografiarlo todo ha dado origen a los lifeloggers, esas personas que van haciendo un diario fotográfico de todos los instantes de su vida, con una cámara que se cuelgan al cuello, o enganchan al bolsillo de la camisa. La cámara va haciendo automáticamente varias fotografías por minuto y al final del día, antes de echarse a dormir, el autor de este minucioso diario visual puede revisar para ver la cara de alguien con quién habló, la matrícula de un automóvil que estaba en tal esquina, o las nubes del atardecer que el Funes de Borges memorizaba sin ayuda de la tecnología.

Los lifeloggers tienen una vida paralela, una vida célibe y totalmente controlada, archivada en esos millones de fotografías que son el registro minucioso de cada uno de sus días, en tiempo prácticamente real. Pero hay otros que llevan la cámara en las gafas, y que además de fotografiar, o hacer un vídeo, de cada instante del día, podrán, muy pronto, invertir el proceso: proyectar, en vez de fotografiar, para cambiar el aspecto de las cosas, el color de una pared, la textura del suelo y, con el tiempo, los rasgos de la mujer amada o los miembros del propio cuerpo. Todo sucederá exclusivamente en las gafas y sin embargo, a pesar de su virtualidad, sucederá. La máxima “ver para creer” está a punto de llegar a su límite: si lo veo ¿existe?

El narrador del cuento de Borges nos da una pista cuando dice: “sospecho, sin embargo, que (Funes) no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. Vamos entrando pues a la era de Funes, en la que el almacenamiento de imágenes y datos en la memoria es más importante que el pensamiento. El pensamiento es sucio, caótico y desordenado, y encima echa mano de la memoria, que es caprichosa y tornadiza, y tiende a magnificar o a minimizar los recuerdos. Tenemos ya un pie en la nueva era, nos acercamos a gran velocidad a ese mundo de pureza, de vicios inocuos, de sexo sin contacto, de memoria electrónica al detalle, un mundo en el que los gigabytes irán quitando espacio al pensamiento.

Jordi Soler, La era de Funes, El País, 30/03/2014

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