Jean-Pierre Changeux: el més alt explicat des d'allò més baix.
Desde Platón, la tríada
conceptual de la verdad, la belleza y el bien ha indicado los grandes temas de
la filosofía. A estas nociones dedicó Kant
respectivamente la Crítica de la razón, la Crítica del juicio y la Crítica
de la razón práctica, y junto a las ideas de lo uno y del ser, temas
predilectos de la teología y la metafísica, constituyen los enunciados más
sucintos de las reflexiones humanas más hondas. El bioquímico y neurólogo Jean-Pierre Changeux (Sobre lo verdadero, lo bello y el bien: un
nuevo enfoque neuronal, Editorial Katz, 2011)las elige como título de una
obra recopilatoria de sus cursos académicos de los últimos treinta años1, que ofrecen una notable síntesis de su
pretensión de que las ciencias biológicas han llegado a una etapa de madurez
suficiente para, más que dejarse oír en el debate filosófico contemporáneo como
una voz entre otras, zanjar, con su prestigio obtenido en los laboratorios,
venerables controversias multiseculares. (…)
Pero Changeux no ha limitado su curiosidad intelectual a buscar
explicaciones en términos estrictamente fisicoquímicos de procesos vitales
sencillos, si bien indispensables para la vida celular. Ha tratado de aplicar
el mismo modelo explicativo, idéntico esquema causal, a manifestaciones que
sobrepasan las funciones vitales mínimas, especialmente a los aspectos más
humanos, como el lenguaje, la propia ciencia, la emoción artística y la
aceptación de normas morales. Sin duda, esta amplitud de intereses
intelectuales le llevó a ser elegido miembro del Collège de France. Esta
meritoria institución cultural fue erigida hace cinco siglos por Francisco I
para investigar y enseñar justamente aquellas materias y doctrinas que la
universidad se negaba a acoger en su seno. Desde el Renacimiento, este Colegio
ha mantenido el espíritu libre que animó su creación y sus miembros siempre han
dictado cursos interdisciplinares que rehúsan encajarse con sencillez en las
particiones usuales de los saberes. Precisamente este libro obedece a este
impulso. Por eso las lecciones aquí recogidas sobrevuelan diversas regiones
intelectuales y buscan establecer puentes que faciliten el paso entre ellas.
Como dice su autor, se trata de transitar desde lo bajo (el sustrato material)
hacia lo superior (los conceptos mencionados en el título del libro) para
descender de nuevo hacia la base neuronal. Es un proceso bottom up y top
down, dice este francés, con el inglés aprendido en los laboratorios de
bioquímica, sin duda para transferir con estos monosílabos dinamismo a su
proyecto intelectual. Y cuando se habla de «lo bajo», como punto de partida,
hay que tomarlo al pie de la letra. Changeux
no es un neurólogo al uso, su objeto de estudio privilegiado no son las
neuronas o células nerviosas, y mucho menos el tejido nervioso ni ese órgano
complejísimo que es el cerebro, sino sus componentes bioquímicos. Es la
atracción del mecano: construir a partir de piececitas minúsculas, carentes de
importancia y aparentemente de capacidad funcional, todo un edificio complejo
en funcionamiento. Sin embargo, este ir y volver, este vaivén desde lo
molecular a lo social y cultural, no debe engañar al lector hasta el punto de
sugerirle que Changeux defiende una
genuina interacción e interdependencia de, para simplificar, la mente y el
cerebro, o el espíritu y el cuerpo. Ni tampoco de la cultura y la naturaleza.
La interacción presupone una dualidad. Una separación que puede quedar después
matizada, aminorada, por las servidumbres de un polo de la dicotomía respecto
del otro. Pero Changeux no es un
dualista; no acepta un dualismo de sustancias, res extensa y res
cogitans, al modo cartesiano, que se dieran la mano en una misteriosa
glándula pineal. Y rechaza igualmente los dualismos mitigados que sugieren dos
tipos de propiedades, las físicas y las mentales, pertenecientes a una única
sustancia. Ni siquiera se muestra dispuesto a admitir un dualismo de procesos.
No hay más que el cerebro, con las propiedades de sus componentes mínimos, las
moléculas constitutivas de sus células, dotadas de una capacidad funcional
sumamente plástica (como enseñan las proteínas alostéricas), y los procesos
fisicoquímicos correspondientes. La mente no pasa de ser, por tanto, más que,
como mucho, un efecto concomitante de la actividad neuronal, sin entidad
ontológica alguna.
El filósofo de cabecera de Changeux,
su genio tutelar en la reflexión metafísica, es, según confesión propia, Baruch de Spinoza. Sería difícil que
hubiese sido de otro modo. Fue este pensador de origen portugués quien, frente
al gran Descartes, sostuvo que no
había más que una única sustancia, Dios o naturaleza. Poca diferencia hay entre
ambos conceptos, creía este pensador judío, para quien ha atisbado el infinito.
Pero a Changeux le atrae de Spinoza sobre todo lo que él entiende
que es su portentoso proyecto filosófico, que puede resumirse en contemplar al
ser humano como inserto completamente en la naturaleza, en vez de verle como un
imperio dentro de otro imperio. En consecuencia, Spinoza declara en su Ética el propósito de analizar «las
acciones y los apetitos de los hombres como si fuesen cuestión de líneas, de
planos, de sólidos2.
Se trata, pues, de descubrir una cinemática y hasta una dinámica ya no de los
cuerpos, sino de los afectos, capaz de preverlos y –¿por qué no?– manipularlos
con la misma facilidad con que manejamos los objetos materiales. Changeux prosigue esta empresa
spinozista sustituyendo simplemente el compás del geómetra por la retorta del
bioquímico. Pero el proyecto intelectual es exactamente el mismo, como lo era
también probablemente el de Demócrito,
el otro gran filósofo admirado por Changeux.
Al igual que en Spinoza, en el sabio
de Abdera se observa asimismo el desdén por toda causa final, el abandono de la
teleología como expediente explicativo válido y el afán de elaborar un modelo
causal que desde los átomos y su movimiento en el vacío, dé cuenta de las
realidades perceptivas, sentimientos, apetitos y acciones humanas. Demócrito puede ser el santo patrón de
los neurólogos, pues parece que, según Changeux,
fue el primero de los sabios de que tenemos noticia que despojó al corazón de
su función generadora del pensamiento y del deseo, para asentar estas
facultades en el cerebro. Además buscó explicaciones naturalistas del
conocimiento y de ciertas enfermedades como la epilepsia, que atribuyó a
alteraciones cerebrales.
Frente a estos pensadores que marchaban en la buena dirección de dar razón
de las funciones humanas superiores a partir de las piezas menores de que
consta su cuerpo, la filosofía pitagórica y, especialmente, la platónica, que
reconocen la influencia de lo ideal y numérico en lo material, tienen que ser
consideradas a la fuerza por Changeux
como un retroceso en el camino del conocimiento. Changeux está ansioso de cerrar cuanto antes la brecha abierta por
la escisión de las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. En su
opinión, se impone la necesidad de un único método de conocimiento, dada la
unidad de lo existente. En contra de todas las apariencias, la realidad es
exclusivamente material y su estudio requiere, en consecuencia, un monismo
metodológico.
Se ha dicho que el proyecto de un
nuevo enfoque neuronal de lo verdadero, lo bello y el bien procede desde abajo
hacia arriba. Pero el proceso es de ida y vuelta. ¿En qué sentido se regresa
desde lo superior a lo inferior? La respuesta de Changeux es atrevida y justifica por sí sola que el subtítulo del
libro mencione un nuevo enfoque neuronal. Básicamente consiste en
aplicar el modelo darwiniano de selección natural también al establecimiento de
las conexiones neuronales, en vez de limitarlo a la explicación de la
propagación de las especies. Para comprender mejor la idea, renunciemos por un
momento a explicar neuronalmente las peculiares experiencias humanas de la
belleza, la verdad y el bien, para centrarnos en actividades comunes a los
animales superiores y al ser humano. ¿Cómo consigue un cerebro, un amasijo
intrincadísimo de neuronas, producir la vivencia de ver o de imaginar? En otros
términos, ¿cómo explicar que la actividad neuronal suscite representaciones,
conlleve la conciencia de sí? El planteamiento de Changeux tiene algo de popperiano y coquetea con el innatismo
filosófico. El cerebro del embrión no puede considerarse en ningún momento una tabula
rasa, una tablilla de cera completamente lisa que no muestre ninguna
inscripción que no provenga del exterior. Al contrario, genéticamente viene
codificado, vale decir preprogramado, para producir objetos mentales de
un tipo particular que pueden ser denominados pre-representaciones y que
implican, por lo general, un curso de acción. Expresado de otra forma, las
células del sistema nervioso de los animales superiores desarrollan
espontáneamente, pues así está preestablecido en su código genético, uniones
entre sí. Puesto que surgen de manera aleatoria, cabe comparar estas uniones
sinápticas a la variabilidad genética que presentan de forma natural y por azar
las poblaciones de seres vivos. Algunas de estas sinaptogénesis dan
lugar a representaciones que facilitan cursos de acción con éxito adaptativo
(lograr asir el bebé un objeto cercano), mientras que otras originan acciones
fallidas y carentes de ventajas de cara a la supervivencia. De la misma manera
que Darwin ponía a competir entre sí
los distintos fenotipos para permitir la reproducción de los que mostraban
mayores ventajas en la lucha por la existencia, Changeux concibe las sinapsis como las protagonistas de este
combate por la supervivencia. Es el mismo esquema explicativo que subraya la
supervivencia del más apto. Los que compiten no son nexos sinápticos
determinados rígidamente por el ADN, sino sinaptogénesis que surgen
aleatoriamente a partir de un código genético que permite la suficiente
variabilidad para que individuos isogénicos muestren amplias diferencias en el
desarrollo de sus redes neuronales. Se ha comprobado que los gemelos
univitelinos poseen una estructura cerebral fina diferente. Aquellas sinapsis
que promueven comportamientos adaptativos tienen más probabilidad de repetirse
que las que originan conductas perjudiciales o neutras de cara a la
supervivencia. La repetición de las relaciones sinápticas las refuerza y
estabiliza, mientras que su desuso las debilita hasta terminar degeneradas. Si
se denomina epigénesis a la formación de un fenotipo influida por
factores extragenéticos, en este caso puede hablarse de una selección epigénica
de las sinapsis. Con este mecanismo, la Neurología trata de explicar el papel
del aprendizaje que moldea no sólo comportamientos sino al propio cerebro, cuya
arquitectura obedece tanto a factores innatos (el código genético) como al
aprendizaje.
Obviamente, una perspectiva, como la de Changeux, en la que la actividad neuronal es el último elemento
explicativo del comportamiento humano para dar cuenta de la cultura y el
progreso humano, necesita imperiosamente un mecanismo de modificación
posgenético de la estructura cerebral. La propuesta de la selección sináptica
epigenética ofrece un término medio entre dos enfoques insuficientes. Primero,
un modelo estrictamente innatista, como pudo ser en su momento la teoría
chomskyana de la adquisición de la lengua, es incapaz de esclarecer el peso
innegable de la creatividad del lenguaje y la importancia de la experiencia en
su formación, del mismo modo que tampoco aclara la evolución filogenética desde
el mono rugiente al animal dotado de palabra. Segundo, un modelo
claramente empirista, para el que todo provenga de la experiencia, no hace
justicia al elemento genético en tanto que constrictivo de la variabilidad de
desarrollo por factores ambientales. En cambio, la selección epigénica de las
sinapsis proporciona una versión más ajustada a los hechos conocidos. Changeux ofrece ejemplos de este
proceso selectivo, que, como la mayoría de los neurólogos, busca con
preferencia en el mundo animal subhumano. La idea básica de estos proyectos
explicativos, su trasfondo incuestionable, es la continuidad entre la esfera
animal y la humana, de manera que no haya jamás una diferencia cualitativa,
sino meramente de grado, entre ambas.
Es muy importante recalcar que las reflexiones anteriores son algo más que
una elucubración filosófica puesto que, según Changeux, tienen un respaldo anatómico innegable. Existen numerosos
estudios acerca del comportamiento de los simios de la especie Cercopithecus
aethiops. Son monos muy sociales que utilizan gritos para dar la voz de
alarma al grupo ante la presencia de un depredador. El mono que lo percibe
grita de acuerdo con el tipo de amenaza que se acerca. Hay tres tipos distintos
de vocalizaciones, desde un ladrido ronco hasta un siseo, según sea un
leopardo, un águila o una serpiente. La conducta del resto de la manada de
monos es diferente de acuerdo con la naturaleza del aullido escuchado: trepan a
un árbol inalcanzable para el leopardo, se esconden bajo un matorral si el
peligro proviene de un ave de presa o miran al suelo para evitar el encuentro
con el ofidio. Sin duda, se trata de un lenguaje muy rudimentario, no sólo por
la pobreza del léxico (tres clases de voces), sino porque los monos no son
capaces de repetir el grito cuando lo oyen para alertar a otros congéneres más
lejanos que quizá no lo hayan escuchado. Por decirlo así, no pasan el mensaje,
sino que se limita cada uno a ponerse a salvo. A pesar de su carácter
simplificado, este sistema de comunicación es efectivo para escapar del riesgo
anunciado. ¿Cómo aprenden los cercopitecos este idioma mínimo? Todo indica que
la producción de la vocalización es innata, en ella no interviene el
aprendizaje. El mono inmaduro es capaz de gritar correctamente ante algo que
vuela, algo que marcha o algo que repta. También es innata la respuesta de
ponerse a resguardo y el modo de hacerlo. Sin embargo, el animal inmaduro debe aprender
a relacionar correctamente el sonido y su sentido. Los monos recién nacidos son
incapaces de diferenciar depredadores y no depredadores, animales
potencialmente peligrosos y otros que no suponen ninguna amenaza. Gritan cuando
perciben cualquier ave, o cualquier cuadrúpedo o todo tipo de serpiente. Los
monos adultos distinguen las aves de presa de las inofensivas, y así
sucesivamente. Changeux propone que
el aprendizaje se produce mediante la estabilización y la degeneración
de los circuitos neuronales correspondientes. El grito se refuerza –y tiende a
repetirse– cuando es seguido del grito del mismo tipo de un adulto y se termina
inhibiendo cuando no lo sigue ese grito adulto. Esta observación se corresponde
con el modelo de estabilización selectiva de las sinapsis. Las conexiones
sinápticas existen desde muy temprano en el desarrollo del organismo y se da
además la tendencia genética a multiplicarse. En el animal inmaduro son difusas
y muy abundantes, lo que explica que grite ante cualquier cosa que vuele,
marche o repte. Posteriormente, estas conexiones (mediante la estabilización y
degeneración) se vuelven menos numerosas, pero más organizadas. Solo se grita
ante unos pocos animales, aquellos que suponen realmente un peligro. La
importancia de esta explicación no se reduce a constatar la capacidad de
aprendizaje de ciertas especies animales, ni que este aprendizaje se haga por
la imitación que modifica un comportamiento con una base innata. Lo esencial es
que la neurobiología asocia estos fenómenos bien conocidos por la psicología
animal y humana a modificaciones comprobables de la arquitectura neuronal. El
aprendizaje talla las conexiones sinápticas entre neuronas, eliminando
las que no resultan funcionalmente adaptativas. De esta manera, se pasa de una
situación de variabilidad máxima de las conexiones sinápticas muy difusas y
abundantes a una estabilización selectiva de dichas sinapsis que implica menos
conexiones, aunque más coherentes, y con una arquitectura definida. Sin ánimo
de buscar la paradoja, puede decirse que «aprender es destruir»: destrucción de
conexiones neuronales escasamente funcionales, con lo que se refuerzan otras de
utilidad vital.
También en los seres humanos se encuentra este mismo tipo de selección
sináptica epigenética. El análisis detallado de las imágenes de alta resolución
del córtex cerebral de ciegos de nacimiento durante los meses de aprendizaje de
lectura mediante el método Braille muestran un crecimiento de las conexiones
vinculadas con la representación somato-sensorial de la mano que lee y también
una activación de la corteza occipital donde se localizan las áreas primarias y
secundarias de la visión que en la persona ciega de nacimiento no reciben estímulos.
Sorprende que, a pesar de no existir estimulación, no haber excitaciones
provenientes del nervio óptico, la corteza visual sea re-utilizada para tareas
táctiles. Además se ha comprobado que la estimulación artificial de la corteza
visual interfiere la lectura por el tacto hasta el punto de que el lector se
vuelve incapaz de encontrar sentido al texto que leen las puntas de sus dedos.
Estas y otras muchas experiencias hablan a favor de una gran plasticidad del
sistema nervioso central, que se modifica a partir de la interacción con el
entorno, en vez de venir rígidamente programado a través del código genético.
Del sistema nervioso humano siempre nos había impresionado su complejidad.
Más de cien mil millones de neuronas constituyen el cerebro. Cada neurona tiene
un promedio de diez mil contactos discontinuos con otras neuronas. Que la red
neuronal no es un conjunto intrincado de cables continuos fue la gran
aportación de Ramón y Cajal a la
histología del sistema nervioso. Las neuronas están separadas entre sí por
espacios del tamaño aproximado de una bacteria. Estas discontinuidades explican
la lentitud relativa del impulso nervioso y la necesidad de un mecanismo
químico que permita que éste salte de una neurona a otra atravesando el espacio
que las separa (la sinapsis). Este inmenso número de neuronas por el número no
pequeño de sus conexiones proporciona la cifra astronómica de 1015 conexiones
neuronales. A Changeux, sin embargo,
en este libro le interesa insistir, más que en la complejidad del cerebro, en
su plasticidad y la relativa dependencia de su arquitectura de la interacción
con el medio, sobre todo, durante muchas fases del desarrollo del organismo. A
esta plasticidad se dedican la mayor parte de las investigaciones actuales en
Neurología. (…)
Dividido en cuatro partes, el libro proporciona una panorámica muy completa
del estado de la Neurología más reciente. La primera de estas partes, dedicada
a la cuestión del bien y de la belleza, muestra cómo pueden pensarse la ética y
la estética a partir de las neurociencias. La segunda expone la explicación
neurológica de la conciencia, el conocimiento y el lenguaje. La tercera es, sin
duda, la más difícil de seguir para el lector no experto en biología, se centra
especialmente en las bases moleculares del aprendizaje. La última parte es más
breve y sirve como colofón y resumen de lo esencial de las tres anteriores. (…)
Como se ha dicho, la tesis de fondo es que las vivencias mentales experimentadas
subjetivamente por toda persona y los productos culturales y sociales que
parecen engendrar se identifican con la abundante actividad fisiológica del
sistema nervioso. Sin duda, se describe un camino desde abajo hacia arriba y
viceversa. Pero este subir y bajar se queda en el mundo natural. El descenso se
refiere exclusivamente a los procesos de selección epigenética someramente
descritos hace un momento. En ningún momento se considera la posibilidad de que
lo mental o lo cultural ejerzan alguna influencia en el ámbito neuronal y
modifiquen sus procesos. El trasiego fisicoquímico de la corteza cerebral
determina la verdad, la belleza y el bien; nunca a la inversa. Lo fisicoquímico
explica el resto. Para Changeux no
hay duda: Demócrito vence a Platón.
La posibilidad de superar los dualismos (físico-mental, fáctico-normativo,
biológico-cultural, etc.) es la meta última del proyecto de la neurofilosofía. Changeux es plenamente consciente de
que, para que este proyecto comience a caminar, no conviene rechazar de partida
uno de los dos extremos. Por esta razón, aunque al final se niega que haya dos
tipos de sustancias, o de propiedades o de procesos, es preciso admitir, como
punto inicial del debate, que, cuando menos, hay dos clases de experiencia que
engendran dos especies de discurso. Por una parte, disponemos de la descripción
objetiva del cuerpo humano, en especial, del encéfalo, lo que de él se
observa cuando se lo convierte en un cuerpo más. Esta aproximación da lugar al
lenguaje de la fisiología (estímulos eléctricos, reacciones químicas, etc.).
Por otra parte, nos entregamos con frecuencia a la descripción psíquica,
vivencial, subjetiva de nuestra propia conciencia. Es el lenguaje de la
psicología y del habla cotidiana, plagado de términos mentalistas como
percepción, sentimiento, apetito, duda... Ambos discursos no hacen sino
reflejar la diferencia entre el cuerpo vivo y el cuerpo vivido, la
discontinuidad que separa la perspectiva externa de la interna. La finalidad de
la filosofía neuronal debería ser hallar un punto de vista que aúne ambos
enfoques, un discurso que recoja las dos formas de hablar que utilizamos. Y
aquí me parece que el antiguo proyecto atomista de Demócrito, por mucho que haya avanzado nuestro conocimiento objetivo
del cerebro, permanece ante un obstáculo insalvable. También Descartes, uno de los pensadores que
más ha contribuido a la idea del dualismo de lo físico y lo mental, buscaba un
punto de unión entre la res extensa y la res cogitans. ¿De qué
modo los movimientos y actividades de mi cuerpo suscitan vivencias mentales?
¿Cuál es la manera en que las voliciones y otros afectos de mi mente modifican
la actividad corpórea como cuando el recuerdo de lo vergonzoso me sonroja? En
la sexta y última de las Meditaciones metafísicas, Descartes matiza su dualismo admitiendo una interacción. Y en El
tratado de las pasiones, escrito para paliar el desasosiego y la melancolía
de la princesa Isabel de Baviera, sitúa en un minúsculo repliegue del encéfalo,
la glándula pineal, el punto de unión del alma y el cuerpo. El filósofo cae en
la ilusión de que, al minimizar la superficie sobre la que el alma ejerce su
influencia o de la que recibe el estímulo corporal, disminuye la dificultad del
problema. Pero este persiste, incómodo, a pesar de su minuciosa localización. Y
es que cuesta mucho aceptar como solución a la cuestión de la comunicación de
las dos sustancias la descripción cartesiana del proceso del recuerdo, según la
cual: «los espíritus [...] entran dentro [del encéfalo] y excitan de este modo
un movimiento peculiar de la glándula, el cual representa al alma el mismo
objeto y le hace conocer que es aquél del cual quería acordarse»3.
Dejando aparte los detalles, la descripción es esencialmente la misma que la
ofrecida por la Neurología actual si tenemos en cuenta que, en el lenguaje
médico del siglo XVII, la palabra espíritus se asociaba a partículas
mínimas de materia que recorrían el interior de los nervios, que, a su vez, se
describían como tuberías de un diámetro minúsculo. ¿Cómo concebir que un
movimiento, por sutil que sea, de una parte de la corteza cerebral produzca la
conciencia de una imagen? ¿No hay en esta suposición un salto de un tipo
de causalidad física a otro irreductible a lo mecánico?
Changeux continúa la
engañosa estrategia cartesiana y emplea la ambigua palabra representación
para tratar de salvar el hiato que separa el lenguaje de lo observado del
lenguaje de lo vivido. Afirma que «el organismo es (o contiene) una representación
de su entorno» (p. 29). Esto quiere decir, en primer lugar, que el organismo se
adapta a las circunstancias cambiantes de su ambiente y da, en cada caso, una
respuesta conveniente a las modificaciones que experimenta su medio externo.
Este primer sentido de representación es comprensible, pues no hace más
que expresar, de forma un tanto extraña, la noción común de la homeostasis, la
modificación interna de un organismo en respuesta a los cambios ambientales. En
la medida en que, desde hace tiempo, fabricamos mecanismos homeostáticos, no
hay ninguna dificultad para comprender que los seres vivos utilizan tales
procedimientos de adaptación al medio circundante. Mientras que representación
no diga nada más que reaccionar de un determinado modo ante cambios
ambientales, mientras aceptemos que se diga que en el termostato se representa
que la temperatura ha descendido lo suficiente y pone en marcha la calefacción,
nos mantenemos en el lenguaje objetivo, descriptivo. No salimos del lenguaje de
la ciencia biológica. Pero a este significado primario de representación
se le añade, inmediatamente, un segundo sentido esencial en su discurso
neurológico. Tras repasar los diferentes significados que la palabra representación
ha tenido en francés –lo mismo que en español– a lo largo de los siglos, que
van desde nombrar una función teatral a designar un dibujo, pasando por el
sentido jurídico de ocupar el lugar de otro ante un tercero, Changeux afirma, de un modo tan
enigmático que se vuelve incomprensible, que la palabra representación
«con la Neurología se convierte en “el objeto de sentido presente en el
cerebro” o “el objeto mental”» (p. 29) y concluye que ese es el significado con
que empleará el término. Es natural el estupor del lector ante esta
declaración, cuya intención hemos de esclarecer inmediatamente. Ciertamente, Changeux es un naturalista muy
inteligente y no se le escapa la dificultad escondida en su definición de
representación, aunque parece que siempre quiere esquivarla. Afirma que un
estado de cosas, F, externo al organismo vivo, produce en él un estado interno,
C, que es una «representación» de F y que, además de indicar F, generalmente,
causa una salida comportamental, M (p. 30). Se diría que es buscada adrede la
ambigüedad de esta descripción, que simplifica la que Changeux realiza y que ha tomado en préstamo de Fred Dretske. Está
claro que C es un estado interno, pero queda en la penumbra si lo es en calidad
de interior espacialmente, al producirse en el encéfalo, o si su carácter
íntimo es más profundo y es debido a no ser de carácter corpóreo. Sin duda
alguna es lo primero. El materialismo es el punto de partida inamovible de Changeux. Por eso, si se le apremia, Changeux reconoce que lo que él
denomina representación es sólo un determinado estado neuronal, una
organización de neuronas y su actividad correspondiente4.
Pero en el ánimo del lector algo desatento, mediante la utilización de la
palabra representación, se ha sugerido la aparición de lo mental. Esta
sugerencia se refuerza con la idea de indicar. Los índices, como
cualquier otro signo, remiten a lo significado por ellos, pero no lo hacen de
manera natural, por sí mismos, sino sólo cuando hay «algo» o «alguien» capaz de
leer en ellos, de pensar en la cosa indicada por el signo cuando los percibe.
¿Qué es ese algo o ese alguien en el caso de la descripción de Changeux? Claro está que no es el
sujeto, el yo, la conciencia. Esto obligaría a caer en el dualismo que pretende
evitarse. El neurólogo Changeux no
habla más que de procesos fisiológicos y, aunque nadie es dueño del idioma, es
de lamentar que utilice con profusión términos de raigambre psicológica cuando
los emplea despojados por completo de esta connotación.
La dificultad se mantiene, pues, en toda su fuerza. El misterio de la
conciencia, del darse cuenta, del abrirse el sujeto a un mundo, de la dualidad
vivencia-objeto, de la intencionalidad de la mente por la que apunta a lo que
no es ella, no queda en principio resuelto con el descubrimiento de las
actividades neuronales que lo acompañan. Y, sin embargo, a esto se reduce el argumento
de Changeux y de la neurofilosofía
en general. La demostración de una correlación entre lo mental y lo físico no
prueba por sí sola la identidad de la mente y el cerebro, y ni siquiera es
suficiente para establecer una relación de causalidad unidireccional entre lo
físico y lo mental.
¿Cuáles son las razones que mueven a la Neurología a identificar el proceso
mental con las actividades neuronales? ¿En qué experiencias científicas se
apoya la reducción del espíritu a la materia? ¿Cómo probar, en definitiva, la
naturalización de la conciencia? El libro de Changeux ofrece, de manera brillante, a través de múltiples
ejemplos sumamente instructivos, la argumentación naturalista más común. El
razonamiento se deja exponer de formar histórica, siguiendo la vertiginosa
evolución de la Neurología, que transforma lo que no pasaban de ser aventuradas
intuiciones en Demócrito o en Descartes en conocimiento científico
sólidamente establecido.
Posiblemente, el primer hito, y quizás el más importante, del desarrollo de
la Neurología se remonta al siglo XIX y tiene como protagonista a Pierre Paul Broca, que encontró
respaldo experimental preciso a la propuesta de Franz Joseph Gall de asignar distintas actividades a diferentes
partes de la corteza cerebral. En 1861, Broca
estableció una primera correlación rigurosa entre una lesión de la parte media
del lóbulo frontal del hemisferio izquierdo y la pérdida de la capacidad de
hablar. Con el estudio de este caso de afasia nacía la Neurología moderna, cuya
primera tarea fue dibujar el mapa del cerebro y establecer la relación de sus
distintas partes con las funciones que ejercían cada una de ellas; demostrar,
por tanto, una correlación entre la estructura y la función. El segundo logro
que permitió avanzar a la Neurología consistió en la aplicación de la técnica
de toma de imágenes al cerebro vivo. Como tantas otras veces, un
descubrimiento tecnológico abría nuevos caminos a la ciencia fundamental. Así,
por ejemplo, la citología debe su creación y progreso en el siglo XIX al
descubrimiento de las anilinas como colorantes sintéticos, que permiten
observar con el microscopio los orgánulos celulares teñidos diferencialmente.
Las nuevas técnicas de imágenes desarrolladas en el siglo XX
(electroencefalogramas, escáneres o tomografías axiales computarizadas,
tomografías por emisión de positrones, resonancias magnéticas nucleares, etc.),
en expresión de Changeux, abren
realmente una ventana por la que examinar la «física del alma». Ver el cerebro
en funcionamiento permite al neurólogo observar una distribución diferencial de
las actividades eléctricas y químicas de diferentes parcelas del cerebro y cómo
varían de acuerdo con las modificaciones que experimentan las actividades
psíquicas del paciente. Llevado de su entusiasmo, Changeux llega a afirmar que, a través de estas imágenes, pueden
verse los pensamientos y las emociones de una persona, e incluso discriminar
los episodios alucinatorios reales de un esquizofrénico de los fingidos, o
conocer sin la colaboración del sujeto sus estados depresivos. Hasta podríamos,
de haber tenido ocasión, verificar en qué consistían los éxtasis de santa
Teresa de Jesús.
El siguiente paso en la historia de la Neurología lo proporciona la
electrofisiología. Las técnicas de captación de imágenes todavía son demasiado
macroscópicas, ya que es preciso medir su resolución en milímetros y, por
tanto, abarca zonas cerebrales que comprenden muchas neuronas. En cambio, la
tecnología electrofisiológica abre la posibilidad de examinar célula a célula,
y, por consiguiente, de obtener conocimiento de la actividad de partes del
cerebro que tienen un tamaño que va desde una décima a una centésima de
milímetro. Consiste en la introducción de un microelectrodo finísimo, del orden
de una micra, en una célula nerviosa para medir su comportamiento eléctrico.
Las etapas recorridas por la Neurología en su intento de descifrar el
funcionamiento cerebral la han conducido siempre hacia lo más pequeño,
conscientes sus cultivadores de que la explicación última tiene que ser
molecular. El último paso en el progreso de la Neurología es el de la
incorporación de la química al estudio del cerebro. El interés de Changeux y el reto más inmediato de la
Neurología es mostrar las bases moleculares del aprendizaje y la memoria.
No obstante, permítaseme insistir de nuevo, todos estos avances
espectaculares dejan la cuestión fundamental sin resolver. Si se busca una
descripción científica adecuada de la conciencia, no basta con establecer –pues
a esto se reduce en lo esencial el extenso argumento de Changeux y la Neurología– la existencia de una correlación, que,
por otra parte, nadie niega. Que un pensamiento, elemental o complejo, requiera
para ejecutarse una actividad neuronal, bioquímica en el fondo, no supone en
absoluto que ese pensamiento no sea más que fisiología. La táctica de todo
reduccionismo («A no es más que...») aplicada a este problema se muestra
inadecuada. La actividad neuronal es el sustrato, si se quiere, la causa
material, una condición sine qua non de la vivencia psicológica. Incluso
puede sospecharse, aunque esto sea ir claramente más allá de lo que la
Neurología muestra, que el funcionamiento cerebral es la causa eficiente de la
actividad psíquica. Aun concediendo esto, no se habría demostrado la identidad
de lo mental y lo fisiológico que exige el materialismo. Que pensemos gracias a
tener un cerebro no significa que sea el cerebro el que piensa. De la misma
forma que andamos con los pies, pero no son los pies los que andan. Un yo, una
conciencia, la perspectiva subjetiva, quedan inalcanzados con la comprobación
de su dependencia del funcionamiento del sistema nervioso.
Una vez reducida la conciencia a fisiología, los pasos, no tan minuciosos,
dados por Changeux para dar cuenta
de los productos sociales de la conciencia desde una perspectiva biológica son
menos interesantes. Para él, «toda representación cultural se produce
inicialmente bajo la forma de representaciones mentales cuya identidad neuronal
es clara» (p. 35). En consecuencia, lo cultural forma parte de lo neuronal y
cabe hablar de una neurocultura. El bien, la verdad y la belleza tienen sus
raíces en el mundo biológico y ha de investigarse cómo han llegado a producirse
como efectos de la evolución y la actividad neuronal. La explicación de la ética
a partir de biología utiliza la noción de «teoría del espíritu», desarrollada
en la ciencia cognitiva. Otra vez se utiliza un término ambiguo, como si el
intento de encontrar un discurso que haga justicia a los dos enfoques, el
objetivo y el subjetivo, se satisficiese con tomar prestadas palabras de un
lenguaje en el otro. Aquí, «teoría del espíritu» significa solamente la
representación mental, que es algo neuronal, de un animal de las
representaciones mentales de otro, es decir, que un ser vivo es capaz de
comprender las emociones y conocimientos de otro, y que estos pueden estar
sometidos a error. Hay animales superiores que poseen una limitada teoría del
espíritu. La frontera entre la animalidad y la humanidad es necesariamente
difusa en la Neurología. Y pueden buscarse las bases fisiológicas de estas
representaciones de representaciones ajenas. A partir de aquí no es difícil
reconstruir los mecanismos de colaboración, de inhibición de la agresión, etc.
que son los sillares de un sistema moral, del que naturalmente hay atisbos en
los animales superiores, según relata Changeux.
Un esquema similar siguen los análisis de la neuroestética. Se buscan las
bases neuroquímicas del gusto estético y se muestra que algunas de las leyes de
la belleza, como puede ser la ley de la parsimonia, que consiste en expresar
mucho con pocos medios, han podido ser seleccionadas por la evolución
darwiniana. Un análisis parecido se hace de otros componentes de la cultura,
cuyo apoyo neuronal se busca a la par que se intenta mostrar su carácter
biológico o, lo que es equivalente, su potencial de incrementar la adaptación
en la lucha por la existencia.
En su breve autobiografía intelectual, recogida en el Fedón, unas pocas horas antes de que le hagan beber la cicuta, Sócrates recuerda su entusiasmo juvenil por los físicos, que, como dirá después Aristóteles, se esforzaban en explicar todo recurriendo a la causa material. Andaba atareado en cuestiones como: «¿Es la sangre aquello con lo que pensamos, o es el aire o el fuego? ¿O no es ninguna de estas cosas, sino el cerebro, que es quien procura las sensaciones del oído, la vista y el olfato, y de estas se origina la memoria y la opinión, y de la memoria y opinión, cuando alcanzan estabilidad, nace, siguiendo este proceso, el conocimiento?5»
Descorazonado con esta filosofía, Sócrates
sintió después la fascinación por la persona y el pensamiento teleológico de Anaxágoras y que atribuyera ser la
causa de todo al Nous, o inteligencia. Sin embargo, pronto Sócrates se desilusionó de su nuevo maestro, porque en la
explicación de cualquier fenómeno olvidaba lo mejor como principio ordenador
para volver a la argumentación de los fisiólogos. Es como si alguien
pretendiese explicar –se lamentaba Sócrates–
por qué él estaba en prisión señalando que se hallaba en tan lamentable
situación porque sus huesos y tendones se habían movido de esta o de aquella
manera, en vez de dar la razón real: que se encontraba en espera de ser
ajusticiado porque creía que lo mejor es cumplir con las leyes de su
ciudad.
De la misma manera, Changeux
puede suscitar en el lector un entusiasmo inicial de que va a explicarse de
forma contundente lo verdadero, lo bello y lo bueno, cuando en realidad no se
habla sino de las causas materiales que hacen posible estas y otras realidades
irreductibles a la materia. Changeux
es un nuevo Anaxágoras, que, en
contra de su promesa, explica lo más elevado a partir de lo más bajo. Como
decía Diderot y le gusta repetir a Changeux, «el hombre sabio no es más
que un compuesto de moléculas locas» (p. 405). Si bien este tipo de
explicaciones de lo superior por lo inferior deja con frecuencia la sospecha de
que hay un quid pro quod implícito sospechoso: al fin y a cabo, siempre
se había pensado que es la inteligencia quien crea la química y no la química
la que produce la inteligencia.
De la lectura de esta obra, no obstante, se obtiene una excelente información de cuál es el estado actual de la Neurología, expuesta con tanta brillantez como claridad. Las cuestiones filosóficas habrá que dejarlas para otro momento.
Juan José García Norro, Changeux: cómo nuestros cerebros crean la belleza, el bien y la verdad, Revista de Libros, Marzo 2014
http://www.revistadelibros.com/articulos/changeux-como-nuestros-cerebros-crean-la-belleza-el-bien-y-la-verdad
Juan José García Norro es profesor de
Filosofía Teorética en la Universidad Complutense. Ha traducido obras de
Porfirio, Boecio, John Locke, Gottlob Frege, Franz Brentano y Martin Heidegger,
y es coeditor (con Ramón Rodríguez) de Cómo se comenta un texto filosófico
(Madrid, Síntesis, 2007) y editor de Convirtiéndose en filósofo: estudiar
filosofía en el siglo XXI (Madrid, Síntesis, 2012).
1.
Anteriormente había publicado el contenido de sus primeros cursos en 1980, que
fueron traducidos al español como El hombre neuronal, trad. de Clara
Janés, Madrid, Espasa Calpe, 1985
4. En 1999 se
tradujo al español el libro Lo que nos hace pensar. La naturaleza y la regla
(trad. de María del Mar Duró, Barcelona, Península), que reúne una larga
conversación entre Jean-Pierre Changeux y Paul Ricoeur. Con frecuencia, leyendo
sus páginas se tiene la impresión de asistir a un auténtico diálogo de sordos.
Durante estos diálogos, Ricoeur le reprocha sin éxito la utilización de
términos con connotaciones psicológicas cuando se emplean con un sentido
exclusivamente fisiológico.
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