Contra els miratges de la llibertat.
Como muestra de manera clara y vigorosa Lewis Mumford a lo largo de las
páginas de este premonitorio libro Historia de las utopías (...), el
concepto de utopía, hoy severamente en entredicho, viene históricamente
asociado (de Tomas Moro, Campanella o Francis Bacon a Charles Fourier,
Saint-Simon, Étienne Cabet o Robert Owen) al desarrollo del conocimiento
o, mejor dicho, a la fantasía del poder casi omnímodo que este
concedería a los hombres.
Las razones del cuestionamiento actual de dicho modelo de utopía no son
de un solo orden. A los recelos frankensteinianos que provoca la
tecnología en cuanto tal (pienso, sin ir más lejos, en la repercusión
que obtuvo la noticia de desarrollos científico-técnicos que abrían la
posibilidad de que robots decidieran, sin mediación humana directa,
matar por su cuenta) se une el hecho de que buena parte de los logros y
conquistas largamente imaginados en el pasado por filósofos y escritores
ya han sido alcanzados, con un resultado no siempre coincidente con lo
previsto, demostrando con ello que llevaba razón el Roger Scruton de
Usos del pesimismo cuando señalaba que no está en absoluto fundamentado
el generalizado convencimiento de que la liberación de determinadas
servidumbres acarree automáticamente la felicidad.
Como en tantas ocasiones, siempre cabe el recurso de intentar el golpe
de efecto discursivo, hacer de la necesidad, virtud y afirmar, como hace
John Gray (en la estela de Isaiah Berlin), que es precisamente la mera
indeterminación, cuando no incluso la incertidumbre en cuanto tal, el
nuevo material del que estarían constituidas las utopías. Francamente,
si no añadimos más especificaciones, resulta dudoso que tales rasgos
permitan dibujar el perfil de un horizonte atractivo en sí mismo. Pueden
representar, eso sí, un mal menor frente a según qué excesos intrusivos
del poder (tan a la orden del día) o frente a los intentos de dar la
historia por clausurada tal como está ahora, pero difícilmente pueden
constituirse en una aspiración ilusionante para los seres humanos.
Porque, en el fondo, la esperanza que alimentaba a la utopía era la de
lograr por fin aquello que siempre se nos había escapado y, por tanto,
su realización se encontraba íntimamente ligada con el hecho de disponer
de los medios —o, ¿por qué no decirlo?, del poder— que nos permitieran
sobreponernos a las dificultades e imponderables que en el pasado
vivimos como una condena, servidumbre o, en el peor de los casos,
castigo (“yo sostengo que el único objetivo de la Ciencia es aliviar las
fatigas de la existencia humana”, escribía Brecht en La vida de
Galileo).
Vista la cosa desde la perspectiva actual, tal vez todos los
problemas generados alrededor de este concepto se sustancien en un
malentendido. Se ha reiterado mucho el tópico de que la insuperable
perfección imaginaria de las utopías terminó constituyendo el germen de
los mayores horrores totalitarios, y que el sueño de las utopías
(conseguir un poder casi infinito) acabó transformándose en una
pesadilla (la de un poder que, contra nuestra voluntad, nos controla
hasta en lo más íntimo). Pero no descartemos que la fórmula, que tanta
fortuna obtuvo años atrás entre intelectuales de izquierda, según la
cual había que estar en contra de todo poder, reiterada casi como si de
un imperativo ético se tratara, estuviera mal planteada y lo que en
realidad debería haberse matizado es que hay que estar en contra de
aquellos poderes que nos impiden materializar nuestra legítima
aspiración a una vida buena. Liberarse de tales poderes constituye, por
tanto, como de un tiempo a este parte tiende a decirse, una forma de
empoderamiento o, si se prefiere plantearlo apenas de otra manera, una
forma de arrebatárselo a quienes lo detentan y recuperarlo para uno
mismo y para el mayor número posible de seres humanos.
Por ello, no se trata de estar contra el conocimiento, como en
ocasiones ha propuesto —de manera tan bienintencionada como errónea— un
cierto anticientificismo, sino contra su mal uso, de la misma forma que
no es cuestión de estar contra todo poder, sino solo contra aquellos
poderes que impiden materializar nuestros más legítimos anhelos.
Planteando esto mismo desde otro ángulo: la apuesta por el conocimiento y
por formas alternativas de poder no equivale de ningún modo a estar
contra la libertad —como los mencionados críticos de la utopía, del
brazo de algunos presuntos izquierdistas, acostumbran, interesadamente, a
deslizar— sino solo contra sus espejismos.
Porque espejismos, que no debieran llamarnos a confusión, son lo
que promueven los neoconservadores cuando malbaratan tan venerable idea y
se empeñan en sustituir las utopías sociales por pequeñas utopías de
mercado. No por casualidad el lenguaje del “no renuncies a nada” o del
“haz posible lo imposible”, que a algún despistado le podría sonar a
grafiti sesentayochista, es el utilizado hoy por los anunciantes de
vehículos de gran cilindrada para publicitar sus productos (estos
engañosos aspectos del imaginario social contemporáneo son analizados
con particular perspicacia en algunos capítulos del libro de Luis
Enrique Alonso y Carlos J. Fernández, Los discursos del presente. Un análisis de los imaginarios sociales contemporáneos, Siglo XXI. Madrid, 2013).
Pero tales espejismos —como cualesquiera de los muchos otros que
podríamos aportar como advertencia de los equívocos generados hoy
alrededor de lo utópico— no constituyen razón para precipitarnos, con el
consiguiente riesgo de acabar tirando al niño junto con el agua del
baño. Si intentamos escapar del enredo de las contingencias del presente
y colocarnos en una posición que nos permita evaluar el proceso
histórico, lo que hemos dejado atrás parece estar claro: los avatares de
la vieja idea de utopía son los avatares de nuestro delirio de
omnipotencia, definitivamente echado a perder. Por fortuna, claro. Ahora
es el momento, más bien, de transformar los más ambiciosos sueños en
motor, los más desatados delirios, en palanca. ¿Para qué? Para intentar
poner lo real patas arriba, si es que todavía conserva algún sentido la
expresión.
Manuel Cruz, Utopía y delirio, Babelia. El País, 15/03/2014
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