Marx i la metàfora productivista.
Introducción
Un espectro recorre lo imaginario
revolucionario: la fantasía de la producción, que alimenta por doquier
un desenfrenado romanticismo de la productividad. El pensamiento
crítico del modo de producción no afecta al principio
de la producción. En su totalidad, los conceptos que en él se articulan
sólo describen la genealogía, dialéctica e histórica, de los contenidos de producción, y dejan intacta la producción como forma. Esta
misma forma resurge idealizada tras la crítica del modo de producción
capitalista. En efecto, dicha crítica no hace más que reforzar, por un
curioso contagio, el discurso revolucionario en términos de
productividad: de la liberación de las fuerzas productivas a la
“productividad textual” ilimitada de Tel Quel, hasta
la productividad maquinística fabril del inconsciente en Deleuze (y,
claro está, el “trabajo” del inconsciente), ninguna revolución podría
colocarse bajo otro signo que aquél. La consigna general es la de un
Eros productivo; riqueza social o lenguaje, sentido o valor, signo o
fantasía, nada hay que no esté “producido” según un “trabajo”.
Si ésta es la verdad del capital y la economía política, la
revolución se hace cargo de ella en su integridad: será en nombre de una
productividad auténtica y radical que subvertiremos el sistema de
producción capitalista, será en nombre de una hiperproductividad
desalienada, de un hiperespacio productivo que aboliremos la ley
capitalista del valor. El capital desarrolla las fuerzas productivas,
pero también la frena: hay que liberarlas. El intercambio de
significados siempre ocultó el “trabajo” del significante: ¡liberemos al
significante!, ¡liberemos a la producción textual del sentido! Se
encierra al inconsciente dentro de estructuras sociales, edípicas:
¡volvámoslo a su energía bruta, restituyámoslo como máquina productiva!
El discurso productivista reina por doquier, y ya sea
que esa productividad tenga fines objetivos o que se despliegue por sí
misma, en uno u otro caso es ella forma del valor. Leitmotiv del
sistema, leitmotiv de su impugnación radical, semejante consenso en
cuanto a los términos resulta sospechoso. O bien el discurso de la
producción no es más que metáfora revolucionaria –desvío e inversión de
un concepto que, en lo esencial, emana de la economía política y
obedece a su principio de realidad–, pero entonces, si debe designar una
alternativa radical, esa metáfora es peligrosa; o bien la alternativa
no es radical, y la contaminación por el discurso productivista
significa algo más que una infección metafórica, significa una real
imposibilidad de pensar más allá o fuera del esquema general de la
producción, es decir, en contradependencia del esquema dominante [1].
Pero este esquema dominante, metaforizado en todas direcciones, ¿no
es él mismo sólo una metáfora? Y el principio de realidad que impone,
¿es otra cosa que un código, una cifra, un sistema de interpretación?
Marx quebró la ficción del homo oeconomicus, mito
donde se resumía todo el proceso de naturalización del sistema del
valor de cambio, el mercado, la plusvalía y sus formas. Pero lo hizo en
nombre de la emergencia en acto de la fuerza de trabajo, de la fuerza
propia del hombre de hacer surgir valor por medio de su trabajo (“pro-ducere”), y
cabe preguntarse si no hay aquí una ficción análoga, una
naturalización análoga, es decir, una convención igualmente arbitraria,
un modelo de simulación destinado a codificar todo material humano, toda eventualidad de deseo y de intercambio en términos de valor, finalidad y producción.
En este caso la producción no sería otra cosa que un código, código que impone determinado tipo de desciframiento, que impone el desciframiento
allí donde propiamente no hay ni finalidad, cifra o valor. Se trata de
una gigantesca elaboración secundaria que alucina en términos racionales
esa predestinación del hombre a la transformación objetiva del mundo (o
a la “producción” de sí mismo, tema humanista hoy en día generalizado:
ya no se trata de “ser” uno mismo, se trata de “producirse” a sí mismo,
desde la actividad consciente hasta las “producciones” salvajes del
deseo). Por todas partes el hombre ha aprendido a pensarse, a asumirse, a
ponerse en escena según este esquema de producción, que le es
asignado como dimensión final del valor y del sentido. Hay aquí algo, a
nivel de toda la economía política, de lo que describe Lacan en el
estadio del espejo: a través de este esquema de producción, este espejo de la producción, la toma de la conciencia de la especie humana en lo imaginario. La
producción, el trabajo, el valor, todo aquello por lo cual emerge un
mundo objetivo y por donde el hombre se reconoce objetivamente, todo
eso es lo imaginario en el que el hombre persigue un desciframiento
incesante de sí mismo a través de sus obras, finalizado por su sombra
(su propio fin), reflejado por ese espejo operacional, esa especie de
ideal del yo productivista, no sólo en la forma materializada de la
obsesión económica de rendimiento, determinada por el sistema del valor de cambio, sino mucho más profundamente en la sobredeterminación por el código, por el espejo de la economía política, en esa identidad que' el
hombre reviste ante sus propios ojos cuando ya no puede pensarse sino
como algo que hay que producir, transformar, hacer surgir como valor.
Notable fantasía que se confunde con la de la representación, donde el
hombre deviene en sí mismo su propio significado, interpreta el rol de un contenido de valor y sentido, en un proceso de expresión y acumulación de sí misma cuya forma se le escabulle.
Está más o menos claro (a pesar de las proezas
exegéticas de los estructuralistas marxistas) que el análisis de la
forma/representación (el status del signo, del lenguaje que gobierna
todo el pensamiento occidental), la reducción crítica de esa forma en
su colusión con el orden de la producción y la economía política,
escapó a Marx. Tampoco sirve de nada hacer una crítica radical del orden
de la representación en nombre de la producción y su consigna
revolucionaria. Es preciso ver que los dos órdenes son inseparables y
que, aun cuando esto resulte paradójico, en Marx la forma/producción no está más sometida a un análisis radical que la forma/representación. Estas
dos grandes formas, no analizadas, le imponen sus límites, los mismos
de lo imaginario de la economía política. Con ello entendemos que el
discurso de la producción y el discurso de la representación son ese
espejo donde el sistema de la economía política viene a reflejarse en lo
imaginario, y a reproducirse allí como instancia determinante.
1. Es evidente que Marx desempeñó un papel esencial en
el arraigo de esa metáfora productivista. Fue él quien radicalizó y
racionalizó definitivamente el concepto de producción, quien lo
“dialectizó” y le dio sus cartas de nobleza revolucionaria. Y, en gran
parte, si ese concepto prosigue su extraordinaria carrera es por
referencia incondicional a Marx. (…)
El marxismo y el sistema de la economía política
La revolución como finalidad: el suspense de la historia
Con el modo de producción, el concepto de historia
constituye el otro término de aquella racionalización dialéctica. Es el
homólogo en el tiempo de la teorización del modo de producción en la
estructura social (una vez más, la imposición con el Renacimiento de una
convergencia perspectiva como principio de realidad del espacio, puede
servir de referencia).
Se habló de una idea “milenarista” de Marx [2]: el comunismo para un “futuro próximo”, la revolución inminente. Esta exigencia “utópica” data de la Introducción a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, los Manuscritos de 1844, las Tesis sobre Feuerbach y el Manifiesto. Tras
el fracaso de 1848, reconversión: el comunismo no entra en las
posibilidades ofrecidas por la situación presente; sólo puede
sobrevenir más tarde, al cabo de un período que habrá creado las condiciones históricas necesarias [3]. Con El capital se
pasa de la utopía revolucionaria a una dialéctica propiamente
histórica, de la revuelta inmediata y radical a la consideración
objetiva: es preciso que el capitalismo “madure”, es decir, que llegue
interiormente a su propia negación en cuanto sistema social y, por lo
tanto, a una necesidad lógica e histórica; la larga marcha
dialéctica, donde la negatividad del proletariado ya no se refiere
inmediatamente a él mismo como clase sino más bien, a largo plazo, al
proceso del capital. Embarcado en este largo “rodeo” objetivo, el
proletariado comienza a pensarse como término negativo y sujeto de la
historia [4].
El esfuerzo del marxismo diverge entonces de su
exigencia radical hacia el estudio de las leyes históricas. El
proletariado ya no salta por encima de su sombra: crece a la sombra del
capital. La revolución es remitida a un proceso de evolución implacable
al cabo del cual las propias leyes de la historia obligarán al hombre a
liberarse en cuanto criatura social. La exigencia radical no abandona la
perspectiva marxista, pero pasa a ser una exigencia final. Conversión del aquí-y-ahora hacia un cumplimiento asintótico, vencimiento diferido e
indefinidamente aplazado que, bajo el signo de un principio de realidad
de la historia (socialización objetiva de la sociedad operada por el
capital, proceso dialéctico de maduración de las condiciones “objetivas”
de la revolución), sellará la trascendencia de un comunismo ascético, comunismo
de sublimación y esperanza que, en nombre de un más allá en perpetuo
recomienzo –más allá de la historia, la dictadura del proletariado, el
capitalismo y el socialismo– exige cada vez más el sacrificio de la
revolución inmediata y permanente. Ascético frente a su propia
revolución, el comunismo sufre profundamente, en efecto, por no “tomar
sus de-seos por la realidad”. (Esta dimensión trascendente, esta
sublimación fue también la del cristianismo ortodoxo por oposición a las
sectas milenaristas que pretendían la realización inmediata, y aquí, en
la Tierra. Sublimación –ya se sabe– represiva: en ella se basa el poder
de las Iglesias.)
La revolución se convierte en un fin; en la
exigencia radical de la que presume, y a cambio de remitir a una
totalización final, no acepta que el hombre, en su rebelión, ya está ahí entero. Este
es el sentido de la utopía si la sacamos del idealismo soñador al que
los “científicos” se complacieron en reducirla para enterrarla mejor:
ella rehúsa el esquema extendido de las contradicciones, esa
estructuración ideal que deja sitio a una “Razón” de la historia, a una
organización consciente y lógica de la revolución, a la previsibilidad
dialéctica de una revolución diferida; dialéctica que rápidamente cae en el esquema puro y simple del fin y los medios: la Revolución como “fin” equivale de hecho a la autonomización de los medios. Sabemos
en qué se convirtió esto, y cómo tiene por efecto contener la situación
presente, conjurar de ella a la subversión inmediata, extender (en el
sentido químico del término) la realización explosiva en una solución a
largo plazo.
“El hombre no puede contentarse con la perspectiva de su liberación. Por eso el ‘romanticismo revolucionario’, la revuelta hic et nunc subsistirá
hasta que la perspectiva marxista deje de ser una perspectiva”
(Kalivoda). Pero a partir del momento en que hace entrar en juego la
objetividad de la historia, la resignación, a las leyes de la historia y la dialéctica, ¿puede ser algo más que una “perspectiva”?
En la época en que Marx comienza a escribir, los obreros rompen las
máquinas. Marx no escribe para ellos. No tiene nada que decirles, e
incluso a sus ojos están más bien equivocados: revolucionaria es la
burguesía industrial. Que la teoría diga otra cosa no explica nada de
nada. Esa rebelión inmanente de obreros que rompen las máquinas quedó
para siempre sin explicación. Por medio de la dialéctica, Marx se
contenta con hacerles hijos a sus espaldas. Y sin embargo, todo el
movimiento obrero, hasta la Comuna, vive de esa utópica exigencia de
socialismo inmediato (Déjacque, Courderoy, etcétera), y ya lo son en su aplastamiento. Porque la utopía jamás se escribe en futuro: es lo que está siempre ya ahí.
Por su parte, Marx habla desde más allá, habla de todo eso como de
una fase superada. Pero ¿qué posición privilegiada le da la razón de antemano? El
fracaso de estos movimientos (por oposición a las revoluciones
“marxistas” del siglo XX) no es un argumento: invoca precisamente la
“Razón” de la historia, un fin objetivo que no puede dar cuenta de la
especificidad de una palabra social no finalizada por una dimensión
futura. Allí, en el veredicto de la historia, el comunismo
internacional busca hoy la única prueba de su verdad; es decir que ya no
la busca en una razón dialéctica sino en la inmanencia de los hechos;
en este nivel, la historia ya no es siquiera un proceso de desarrollo,
es un proceso a secas, y en él la rebelión está siempre condenada a él.
Radicalidad de la utopía
En realidad, Marx tiene razón, “objetivamente” razón,
pero esa razón y esa objetividad sólo son alcanzadas por él, como sucede
en toda ciencia, al precio del desconocimiento, desconocimiento de la utopía radical contemporánea del Manifiesto y El capital. No
creemos estar expresándonos bien al decir que Marx “objetivamente”
teorizó las relaciones sociales capitalistas, la lucha de clases, el
movimiento de la historia, etcétera. En efecto: Marx “objetivizó” la
convulsión de un orden social, su subversión actual, la palabra de vida y
muerte que libera instantáneamente en una revolución dialéctica a
largo plazo, en una finalidad en espiral que sólo era el tornillo sin
fin de la economía política [5].
La poesía maldita, el arte no oficial, la escritura
utópica en general, que dan un contenido presente, inmediato a la
liberación del hombre, deberían ser la palabra misma del comunismo, su
profecía directa. Pero no son más que su mala conciencia, precisamente
porque en ellas algo del hombre es inmediatamente realizado,
porque ellas objetan sin piedad esa dimensión “política” de la
revolución que sólo es la dimensión de su aplazamiento final. Son el
equivalente en el discurso de esos movimientos sociales salvajes que
nacen de una situación simbólica de ruptura (simbólica, es decir, no
universalizada, no dialectizada, no racionalizada en el espejo de una
historia objetiva imaginaria). Por eso la poesía (no el “Arte”) en el
fondo nunca se puso de acuerdo sino con los movimientos de utopía
social, de “romanticismo revolucionario”, y jamás con el marxismo como
tal. Es que, en el fondo, el contenido del hombre liberado tiene menos
importancia que la abolición de la separación entre presente y futuro.
Lo que no perdonan los idealistas de la dialéctica que son al mismo
tiempo los realistas de la política: para ellos la revolución debe irse
destilando en el correr de la historia, cumplir su plazo, madurar al sol
de las contradicciones es la abolición de esta forma del tiempo,
dimensión de la sublimación; ahora, enseguida, es impensable e insoportable. Esto
tienen en común la poesía y la rebelión utópica: esa actualidad
radical, esa denegación de finalidades, esa actualización del deseo, no
ya exorcizado en una liberación futura sino exigido aquí, de inmediato,
también en su pulsión de muerte, en la radical compatibilidad de la vida
y la muerte. Así es el goce, la revolución. Nada tiene que ver con un
calendario político de la Revolución.
Contrariamente al análisis marxista, que presenta al hombre como
desposeído, alienado y lo vincula a un hombre total, a un Otro total que
es su Razón futura (utópica en el mal sentido del término), que destina
al hombre a un proyecto de totalización, la utopía no conoce el concepto de alienación: ella
piensa que todos los hombres, todas las sociedades ya están, enteras,
ahí, en cada momento social, en su exigencia simbólica. El marxismo
nunca analiza la rebelión o el movimiento mismo de la sociedad sino como
algo que está como filigrana de la revolución, como
una realidad en vías de maduración. Racismo de la perfección, del
estadio acabado de la razón, que despacha todo lo demás a la nada de las
cosas superadas [6].
El marxismo sigue siendo en esto, profundamente, una filosofía, por
toda esa mira de alienación que, incluso en el estadio “científico”,
permanece en él. El “en otra parte” del pensamiento “crítico”, en
términos de “alienación”, sigue siendo una esencia total que acosa a una
existencia dividida. Sin embargo, ésta metafísica de la totalidad no se
opone en absoluto a la realidad actual de la división, sino que forma
con ella un sistema. La perspectiva para el sujeto, al término de la
historió, de recuperar su transparencia o su “valor de uso” total, es
tan religiosa como la reintegración de las esencias. La “alienación” es
todavía lo imaginario del sujeto, así fuese el sujeto de la historia.
Para el sujeto no se trata de volver a ser un hombre
total, no se trata de reencontrarse: se trata de que hoy se pierda. La
totalización del sujeto es lo más acabado de la economía política de la
conciencia, sellada por la identidad del sujeto como la economía
política lo es por el principio de equivalencia. Esto es lo que debe ser
abolido, en lugar' de acunar a los hombres con la fantasía de su
identidad perdida, de su autonomía futura.
¡Qué absurdo pretender que los hombres son “otros”, e, intentar
convencerlos de que su más, caro deseo es volver a ser “ellos mismos”!
Todo hombre está ahí, entero, en cada instante. La sociedad también
está ahí, entera, en cada instante. Courderoy, los Ludditas, Rimbaud,
los Comuneros, la gente de las huelgas salvajes, los de mayo de 1968 no
son la revolución que habla en filigrana, son la revolución, y no
conceptos en tránsito; su palabra es simbólica y no busca una esencia,
es una palabra anterior a la historia, a la política, a la verdad, una
palabra anterior a la separación y a la totalidad futura: la única que,
hablando del mundo como no separado, lo revoluciona de verdad.
No hay posible o imposible. La utopía está allí, en todas las
energías alzadas contra la economía política. Pero esta violencia
utópica no se acumula: se pierde. No busca acumularse, como el valor
económico, para abolir la muerte, y tampoco aspira al poder. Encerrar a
los “explotados” en la sola posibilidad histórica de tomar el poder
fue la peor desviación que haya sufrido la revolución y pone de
manifiesto cuán profundamente minaron, sitiaron, desviaron la
perspectiva revolucionaria los axiomas de la economía política. La
utopía quiere la palabra contra el poder y contra el principio de
realidad, que no es más que la fantasía del sistema y de su reproducción
indefinida. La utopía no quiere más que la palabra, para perderse en
ella.
Jean Baudrillard, Marx y el espejo de la producción, fronteraD, 06/03/2014
Este texto está incluido en el libro del mismo título, El espejo de la producción, publicado por Gedisa en 2011.
Jean Baudrillard (Reims, Francia, 1929-París, 2007) era un filósofo y
sociólogo, crítico de la cultura francesa, como reza su biografía en Wikipedia. Su trabajo se relaciona con el análisis de la posmodernidad y la filosofía del posestructuralismo. Entre sus obras destacan Olvidar a Foucault, Cultura y simulacro, Las estrategias fatales, América, La guerra del Golfo no ha tenido lugar, La ilusión del fin y El otro por sí mismo.
Notas
[1]
Es evidente que Marx desempeñó un papel esencial en el arraigo de esa
metáfora productivista. Fue él quien radicalizó y racionalizó
definitivamente el concepto de producción, quien lo “dialectizó” y le
dio sus cartas de nobleza revolucionaria. Y, en gran parte, si ese
concepto prosigue su extraordinaria carrera es por referencia
incondicional a Marx.
[2] Nos referimos al trabajo de KALIDOVA, Marx et Freud, Editions Anthropos, 1971.
[3] Asimismo, la historia cristiana, el concepto cristiano de historicidad, nación del fracaso de la parusía.
[4]
El socialismo en un solo país será la potenciación de esa
cualificación en la que se instala el proletariado, de esa
sustancialización de la negatividad de la cual la historia, como
dimensión final, deviene la dimensión objetiva. Primero sujeto
negativo de la dialéctica histórica, después sencillamente sujeto
positivo de una historia positivista de la revolución. Este gran
patinazo sólo resulta posible y se explica por el paso de la utopía al epochè histórico.
[5]
No es verdad que Marx haya “superado dialécticamente” la utopía,
conservando de ella el “proyecto” en un modelo “científico” de
revolución. Marx escribió la Revolución según la ley, y no hizo la síntesis dialéctica entre ese plazo necesario y
la exigencia pasional, inmediata, utópica de transfusión de las
relaciones sociales, porque toda dialéctica entre estos dos términos
antagónicos es inexistente. Lo que el materialismo histórico supera,
conservándola, es sencillamente la economía política.
[6]
Así, durante mucho tiempo se tomó el dibujo por el esbozo de una obra
que, una vez terminada, lo enviaba al olvido y la nada. Sabemos que
esto es falso: el dibujo es ya toda la obra, no hay otra.
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