James Fallon: el cervell d'un psicòpata.


Escribo estas líneas después de ver el documental sobre James Fallon, ese neurocientífico que un día, revisando montañas de escáneres cerebrales, se topó con un mapa que parecía trazado para el mal. La arquitectura perfecta de un depredador, una corteza prefrontal debilitada, una amígdala apagada, un cableado emocional más parecido a una máquina eficiente que a un ser humano cálido. Durante unos segundos miró el estudio con la distancia profesional de quien ha visto cientos iguales. Después leyó el nombre del paciente y se le heló la sangre. Era él.

El documental no lo suaviza. Fallon se ve obligado a mirarse como si fuera su propio experimento. La sorpresa se le marca en los ojos, pero lo que realmente duele es lo que viene después. La confesión. La comparación. El “algo no encaja”. Porque ¿qué hace un cerebro de psicópata dentro de un hombre que jamás mató a nadie? Para explicar esa grieta entre biología y destino, recurre en su libro a una sinceridad desarmante. 

Fallon describe cómo, durante años, creyó estudiar a los otros: asesinos, manipuladores, individuos incapaces de amar o sentir culpa. Pensaba estar diseccionando el mal desde la distancia segura de la ciencia. Sin embargo, al descubrir su propio resultado, esa distancia desaparece de golpe. Confiesa que se sintió ridículo, incluso traicionado por su propia mente, al darse cuenta de que su cerebro respondía al mismo patrón que él mismo usaba como ejemplo en conferencias. 

Afirma que la verdadera conmoción no fue ver la imagen, sino reconocer que muchas de sus tendencias, la frialdad afectiva, el encanto estratégico, la calma inmune al caos, encajaban demasiado bien con los perfiles que tanto había estudiado. Agrega que, a pesar de todo, su vida no siguió el curso de la violencia porque fue criado en una familia donde el afecto, la contención y los límites claros actuaron como un antídoto silencioso. Y remata admitiendo que, al final, su investigación dejó de ser sobre psicópatas anónimos y comenzó a ser sobre él mismo, sobre la parte de su identidad que nunca quiso mirar de frente.
Esa es la herida expuesta, el científico que estudia monstruos, y un día descubre que uno de ellos podría haber sido él.

Ahora, gracias a esa experiencia, Fallon distingue dos caminos hacia la psicopatía: el primario, marcado por la genética, frío desde la cuna; el secundario, moldeado por una infancia rota, donde el maltrato endurece lo que aún podía doblarse. Lo inquietante es que él reúne los genes, pero no la historia traumática. Y ahí nace su tesis, la familia puede frustrar el destino biológico. O, dicho de forma más directa, puede salvarte de vos mismo. Aun así, no cae en sentimentalismos. Cuando le preguntan si un psicópata puede curarse, responde con un filo que no deja dudas, no. Pueden actuar, copiar emociones, simular empatía. Pero no pueden fabricar desde cero una culpa que nunca existió. El cerebro no improvisa lo que no tiene.

Fallon sostiene esta idea con una claridad que incomoda, comprender no es absolver. Entender cómo se construye un monstruo no lo vuelve inocente. Y, sin embargo, la paradoja se abre paso, un hombre con el cerebro diseñado para la frialdad puede crecer sin convertirse en depredador. No por milagro, sino por estructura familiar. Por límites. Por amor firme. Por tradición. Por ese orden antiguo que, a veces, actúa como el último dique contra la oscuridad interior. El documental termina sin moralejas fáciles, pero deja una imagen que vale más que cualquier tesis: Fallon mirando su propio escáner, sabiendo que una versión suya, en otro hogar, en otro contexto, podría haber escrito su historia con sangre. La biología propone. La infancia dispone. Y el destino, en esa pequeña grieta, se juega entero.

Júlio César Chaves, El cerebro del psicópata, muro Facebook 30/11/2025

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