No hi ha manera de mesurar la intel·ligència humana.
| Alfred Binet |
¿Se puede medir la inteligencia con un test?
Hay inventos que nacen bajo presión y terminan moldeando generaciones enteras, aunque jamás hayan sido dignos de tanto poder. El test de inteligencia de Alfred Binet pertenece exactamente a esa categoría. Y, para entender por qué, hay que volver al origen.
A comienzos del siglo XX, Francia atravesaba una transformación profunda. La Tercera República estaba decidida a imponer la escolaridad obligatoria; las aulas rebalsaban de chicos, y el Estado necesitaba clasificar, separar, diagnosticar. En ese hervidero administrativo, Alfred Binet, junto al médico Théodore Simon, creó en 1905 la Escala métrica de la inteligencia, un instrumento pensado únicamente para identificar a los niños que necesitaban apoyo académico.
Binet tenía claro que su invento era limitado. Sabía que la inteligencia era demasiado compleja para ser colocada en un molde numérico. Incluso escribió advertencias explícitas: “No reduzcan al niño a un número. La inteligencia no es fija.” Pero el destino científico suele tener un humor oscuro. Su obra terminó en las manos de Lewis Terman, de la Universidad de Stanford, quien la rediseñó en 1916 para ajustarla a los valores, el lenguaje y la visión cultural norteamericana. Allí nació el Stanford–Binet, el primer test de CI que se usó a gran escala como si fuera palabra sagrada.
El problema fue inmediato. Lo que Binet creó para ayudar, Terman lo convirtió en un mecanismo de clasificación. Y, en el contexto estadounidense de la época —MARCADO POR EL DARWINISMO SOCIAL, LA INMIGRACIÓN MASIVA Y EL COQUETEO CON IDEAS EUGENÉSICAS—, el test pasó a utilizarse para justificar exclusiones, jerarquías sociales y supuestas diferencias “innatas” entre poblaciones. Un viraje trágico que Binet jamás habría tolerado.
A esto se suman los sesgos estructurales que los tests de inteligencia arrastran hasta hoy:
SESGO CULTURAL: El vocabulario, las analogías y los modos de razonamiento están diseñados desde la cultura dominante. Un niño de un entorno rural francés de 1905, o un inmigrante recién llegado a Nueva York en 1920, tenía la partida perdida antes de empezar.
SESGO SOCIOECONÓMICO: Quien crece rodeado de libros, lenguaje técnico, estabilidad y estímulos formales obtiene mejores resultados, no por “ser más inteligente”, sino por estar más alineado con el mismo mundo que creó el test.
SESGO NEUROCOGNITIVO: Las mentes que funcionan por intuición, por imágenes, por asociaciones creativas quedan automáticamente penalizadas. El test fue hecho para medir un tipo de velocidad mental, no la profundidad del pensamiento.
Queda claro entonces que a lo largo del tiempo, estos sesgos han sido disfrazados de neutralidad científica. Pero la verdad es que son instrumentos que miden lo que ellos mismos definen como valioso y dejan afuera todo lo demás. Acá es donde entra en escena algo que Binet jamás imaginó, y que la psicología contemporánea ya no puede ignorar, las inteligencias múltiples, planteadas por Howard Gardner en 1983. Su propuesta es tan evidente que casi da vergüenza que haya sido revolucionaria, no existe una sola inteligencia, existen muchas.
Entre ellas:
Lingüística
Lógico-matemática
Espacial
Corporal-kinestésica
Musical
Interpersonal
Intrapersonal
Naturalista
Y podríamos agregar otras como la inteligencia emocional, la espiritual, la ética, la creativa. El alma humana es una constelación, no un número. ¿Y qué puede medir un test tradicional? Apenas dos o tres de estas. Las que sirven para rendir exámenes escritos. Las que se amoldan a las expectativas de la escuela tradicional. Las que premian la rapidez, la memorización y la lógica formal.
¿Pero cómo medir con preguntas de opción múltiple la sensibilidad interpersonal? ¿O la destreza corporal que convierte a alguien en artista, bailarín, artesano o electricista? ¿O la intuición espiritual que guía decisiones profundas? ¿O la creatividad divergente, la que imagina soluciones donde otros no ven salida?
Claramente no se puede. Y ahí está el error central, los tests de inteligencia son herramientas útiles para tareas específicas, pero jamás fueron ni serán una medida del valor total de una persona. Porque la inteligencia verdadera, esa que Dios deposita en cada ser humano con una singularidad que no admite copias, es múltiple, dinámica, misteriosa. Y ningún test, por más prestigioso que sea, podrá atrapar todas sus formas. Por eso, cuando un diagnóstico pretende encerrar a alguien en un número, la respuesta más sana es desconfiar. Entender el límite. Y recordar que lo humano siempre desborda la medida.
La grandeza se revela en los caminos que no tienen casilleros. Y la inteligencia más profunda es la que crece, se transforma y se expresa en mil formas que ningún test, ni el de Binet ni sus herederos, podrá abarcar jamás.
Julio César Cháves, ¿Se puede medir la inteligencia?, muy de Facebook 02/12/2025
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