Sota el signe d'Hermes.
Desde la plaza Roja de Moscú, al otro lado del río que atraviesa la
ciudad, se podía ver hace años una pequeña central eléctrica de la época
de la revolución bolchevique. Sobre ella figuraba un gran letrero que
transmitía un mensaje inquietante: “Socialismo es el poder de los
sóviets y la electrificación”. La frase era de Lenin y aludía al
inextricable vínculo existente entre aquella forma de socialismo y su
dependencia del tipo de energía imprescindible para emprender la
industrialización. Al final, como todos sabemos, el instrumento que se
predicaba para hacer posible el paraíso en la tierra acabó por engullir
la promesa de la emancipación marxista.
Desde la perspectiva del ciberoptimismo político, hoy podríamos
pensar en una divisa similar: “Democracia es el poder del pueblo y la
digitalización”. Al fin habría llegado el momento en el que el ideal del
Gobierno del pueblo por el pueblo podría hacerse realidad. Algo
parecido a lo que los marxistas —y no solo ellos— creyeron ver en el
potencial prometeico de la industrialización, que conseguiría sacar al
hombre de su extremada dependencia de la naturaleza y convertirlo por
fin en amo y señor de su destino.
Como entonces, el mecanismo imprescindible para encauzar la vida
política se hace depender de un instrumento tecnológico, aunque hayamos
pasado de estar bajo el signo de Prometeo al de Hermes, el dios de la
comunicación. La gran pregunta que se suscita es si esta tecnología
asociada a Internet podrá hacer honor a la gran cantidad de expectativas
que ha creado o, y esto es lo grave, si su promesa de liberación puede
acabar convirtiéndose en su contrario.
Digitalización abarca tanto a la fórmula a través de la cual se
almacenan los datos que viajan por Internet como a los procesos de
comunicación que se valen de la Red y surfean por ella. Por decirlo en
términos pomposos, ya no hay más mundo que el digitalizado. Todo lo
demás podrá existir, pero no será más que una sombra sin vínculo con la
realidad que importa, aquella enclaustrada en este dominio y accesible a
través de complejos algoritmos. El derridiano il n’y a pas hors de texte (“no hay fuera de texto”, el lenguaje es nuestro único acceso al mundo) se ha convertido en un il n’y a pas hors de l’algoritme.
Acceder a la mareante cantidad de información con la cual alimentamos
a este monstruo, que ya abarca a casi todo el conocimiento humano y a
todas las comunicaciones de todos con todos, solo es posible gozando de
asombrosas máquinas de búsqueda programadas con algoritmos destinados a
filtrar lo que en cada momento nos interesa. Internet no es un medio
cualquiera, ha devenido en el medio sin el cual ya no podemos entender
la sociabilidad ni la disponibilidad del conocimiento, del mismo modo
que no podemos imaginar que no se haga la luz cuando apretamos el
interruptor.
Como en tantas otras cosas, la política democrática se resiste a
seguir la senda que le abren estas nuevas tecnologías, al menos en lo
relativo al fomento de la participación política. Pero a nadie se le
escapan las muchas consecuencias que el digital turn está
teniendo para el devenir de la política normal. Todo el espacio público
se está reconstruyendo a través de las redes sociales y de una multitud
de webs que empujan en la línea de permitir aproximarnos a una
transparencia total y de facilitar una presencia inmediata en dicho
espacio de sectores de la ciudadanía cada vez más amplios. Las zonas de
estrés que esto está generando para los mecanismos de interlocución
política saltan a la vista. Los partidos y sindicatos están dejando de
ser los canales privilegiados de mediación entre sociedad y política,
pero también los propios medios de comunicación tradicionales, cada vez
más atentos a los estados de ánimo que asoman en las redes. El Gobierno
representativo tampoco consigue escaparse a esta dinámica. Por lo
pronto, y esto parece una obviedad, la propia naturaleza de la
comunicación inmediata hace que pierda fuerza el elemento “delegativo”
que subyace al concepto de representación. Recordemos que “representar”
significa “hacer presente algo o a alguien que está ausente”. Todas las
dimensiones de la representación —estar, actuar o hablar en lugar de
alguien— presuponen una “ausencia”, la del demos que después de
haber “autorizado” mediante las elecciones a sus representantes se
retira ya de la primera línea de acción política. Esto es lo que ya no
ocurre y lo que comienza a subvertirlo todo.
Hoy hemos accedido a una “democracia de enjambre” (Byung-Chul Han),
una “sumatoria privada de muchedumbres” reactivas, que se mueven a base
de flujos de halago o descalificación (shitstorms) y que, como
un seísmo, sacuden el espacio público llenándolo de ruido e impiden, la
mayoría de las veces, una reflexión serena. Nos podrá gustar o no, pero
está ahí para quedarse y comienza a reivindicar una nueva política
todavía apenas visible. ¿Cuáles serán sus consecuencias; cómo puede
afectar la nueva realidad virtual al despliegue de la democracia;
facilitará el ejercicio de las virtudes cívicas o las subvertirá? Todo
son preguntas.
Ya estamos al corriente, gracias al bendito Snowden, de que algunos
Gobiernos sí saben qué hacer con el espacio digitalizado y empiezan a
valerse de la “minería de datos” para ejercer una vigilancia sistemática
de nuestras comunicaciones, aunque ignoremos por y para qué
exactamente. Y eso es lo inquietante. Como también, que el futuro del
conocimiento humano —y, por tanto, el control de nuestro destino— estará
en manos de quienes tengan la capacidad de diseñar los nuevos
algoritmos y financiar las sofisticadas máquinas de búsqueda. Ha surgido
así una nueva brecha digital con consecuencias que todavía son
impredecibles. Mientras los ciudadanos de a pie nos entretenemos con
regocijo en alimentar los data commons, las interacciones
constructivas a través de la Red —como Wikipedia, por ejemplo—, otros
toman buena nota de las preferencias que cándida e inconscientemente les
entregamos cada vez que encendemos el ordenador. Ya sea para hacer
negocios o para anticipar comportamientos o movimientos “no deseados”.
Frente a este problema, el del derrumbe de la eficacia del copyright casi hasta parece un mal menor.
Internet nos ofrece la posibilidad de invertir el panóptico
foucaultiano, de ser nosotros quienes observamos y controlamos al poder,
y no a la inversa. Esta es la premisa que hasta hace bien poco dábamos
por supuesta. Hoy comenzamos a tener la sospecha de que mientras
retozamos dichosos en el ciberespacio hemos entrado sin saberlo en una
nueva jaula de hierro, bien vigilada y sujeta a un escrutinio anónimo.
Todavía no conocemos con exactitud la dimensión exacta de esta amenaza o
quién se va a ver beneficiado por ella, y mucho menos sus consecuencias
a largo plazo.
Por eso conviene que abandonemos la situación de encantamiento y
embeleso en que nos ha sumido la digitalización y tomemos conciencia de
sus ambivalencias. Que, como bien dijeran Adorno y Horkheimer en su día
respecto de la Ilustración, todo avance en el proceso de racionalización
del mundo tiene también sus costes, genera su propia antítesis. Si
reaccionamos rápido puede que aún estemos a tiempo de evitar que este
espacio de libertad se convierta en una nueva forma de dominación. En la
peor de todas, además, porque es silenciosa, encubierta y, por tanto,
imbatible. Un nuevo Mundo feliz con soma digitalizado.
Fernando Vallespín, La dialéctica de la digitalización, El País, 23/12/2013
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