George Steiner: "¿Té futur la veritat?"
George Steiner |
En las cuatro charlas anteriores he sostenido que la gradual erosión de
la religión organizada y de la teología sistemática, especialmente de la
religión cristiana en Occidente, nos ha dejado con una profunda e
inquietante nostalgia del Absoluto. Juntos, hemos considerado brevemente
algunos de los principales intentos de satisfacer esta nostalgia, de
llenar el vacío dejado por la desaparición de la fe personal y por la
erosión de la práctica religiosa. He llamado a estos intentos
«mitologías» para subrayar su condición pseudorreligiosa y sustituta.
Pero espero haber subrayado también su carácter racional, el esplendor
racional de esas grandes construcciones de análisis y explicación que
encontramos en el marxismo, en la psicología freudiana, en la
antropología de Claude Lévi-Strauss. Sean cuales fuesen sus metafóricos e
incluso místicos atributos, son monumentos de la razón y formas de
celebración de los poderes ordenadores del pensamiento racional. En mi
cuarta conferencia, dije algo de las irracionalidades, las
supersticiones, el escapismo infantil, el abandono a las farsas, que son
un rasgo tan sorprendente y tan perturbador del clima emocional y del
estilo de vida vigente.
En este discurso, la gran ausencia ha sido, desde luego, la de la
ciencia. Fue precisamente la creencia de que las ciencias naturales
podrían llenar —en realidad, algo más que llenar— el vacío dejado en el
espíritu humano por la decadencia de la religión y el sobrenaturalismo,
lo que constituyó una de las fuerzas fundamentales que provocaron esta
decadencia. Para los filósofos de la Ilustración, para los pensadores
agnósticos y pragmáticos del siglo XIX, el auge de las ciencias
—matemáticas, físicas, sociales, aplicadas— era causal y lógicamente
inseparable del declive de la religión. A medida que la antigua
oscuridad de la sinrazón y la credulidad fueran retrocediendo, debería
brillar la luz de las ciencias. El «semblante apasionado» de la búsqueda
científica, por utilizar la expresión de Wordsworth, debía reemplazar a
la pueril máscara de los dioses y servir como faro para el progreso
humano. En efecto, como Auguste Comte y Marx sostuvieron, la religión
debía ser reconocida como poco más que una pre-ciencia, un intento
antropomórfico, ingenuo, de la especie humana por comprender, por
intentar resolver el mundo natural y sus múltiples enigmas. Al pasar de
las explicaciones espurias de la teología y las estériles técnicas del
ritual a la verdadera comprensión científica, el hombre debería no sólo
lograr inmensas ganancias materiales, sino que también satisfaría los
ardientes deseos de verdad del espíritu humano y del alma humana. Visto
desde esta perspectiva —perspectiva que se extiende desde Jefferson y
los Humboldts a Darwin y Bertrand Russell— la ciencia debería
satisfacer, de una forma que sobrepasaría con mucho la de la religión
revelada, las aspiraciones del hombre en cuanto a orden, belleza y
probidad moral. «La verdad —se nos ha dicho— os hará libres» (Juan 8,
32) . Pero ¿puede la ciencia saciar la nostalgia, el hambre de absoluto?
¿Cuál es hoy el estatus del concepto clásico de verdad?
La búsqueda desinteresada de la verdad en el sentido en que Descartes o
sir Karl Popper la comprenden —como sujeta a falsación, a la prueba
experimental, al imperativo de la lógica— no es un universal. Sé que
afirmar esto es algo pasado de moda, pero la búsqueda desinteresada de
la verdad abstracta es específica de cada cultura, su historia es
relativamente breve y tiene una geografía propia. Es un fenómeno del
Mediterráneo oriental que a su vez fortaleció la propia tradición
científica e intelectual de Occidente. ¿Por qué se originó donde lo hizo
(en Asia Menor, en Grecia, en alguna parte alrededor del siglo VII, o
quizás a comienzos del VI a. C.)? Es una pregunta difícil, posiblemente
relacionada con los factores climáticos, la dieta proteínica, el sistema
de parentesco dominado por lo masculino en el que los hombres eran
depredadores y tenían un papel indagador dominante. Tal vez no habría
existido un pensamiento especulativo sin la esclavitud, si los hombres
no hubieran dispuesto del tiempo libre necesario para consagrar su
voluntad, energía y ambiciones a problemas no relacionados directamente
con la supervivencia personal y económica. En otras palabras, la
persecución de la verdad es desde el principio una verdadera
persecución. Tiene elementos de caza y de conquista. Hay un momento
característico en uno de los diálogos de Platón cuando, al final de una
muy difícil demostración lógica, los discípulos y la multitud, en pie,
lanzan un auténtico grito, el grito del cazador, «¡Auuh!», cuando ha
acorralado a su presa.
A través de la revolución científico-tecnológica que dominó la
conciencia psicológica y social de Occidente desde el siglo XVI, la idea
de verdad asume un rigor más especial y una apenas cuestionada obviedad
y autoridad moral. El carácter lógico, matemático, de las proposiciones
que expresan la verdad incrementa enormemente los atributos de
abstracción, neutralidad e impersonalidad. Los hombres comienzan a
sentir que la verdad está en alguna parte «ahí afuera». Es ésta una
expresión difícil, complicada de explicar, pero creo que todos sabemos
lo que se quiere decir con ella: es como si estuviera fuera del alcance
de nuestra mano y tuviera una existencia propia.
Cuando Kant trata de explicar cómo el cerebro humano organiza las
percepciones de causa, espacio, tiempo, lo que en realidad está haciendo
es decir: «Mirad, vivimos en el mundo que Newton explicó, y tenemos
impresas en la mente humana esas categorías primarias, como él las
llama». Podríamos considerarlas como los rayos de un reflector, formas
de comprender el universo para que de alguna manera lo pongamos en
orden. Al mismo tiempo, tanto el Renacimiento como la Ilustración
convirtieron en un axioma, apenas discutido, que la prosperidad y la
dignidad humana, la excelencia moral del individuo humano, el esplendor
de la sociedad, no podía sino beneficiarse de la determinación de la
verdad y del descubrimiento constante de nuevas verdades.
La promesa que encontramos en el Evangelio de que la verdad nos hará
libres se convirtió en un artículo esencial del racionalismo secular y
del liberalismo político. Se lo encuentra escrito actualmente de forma
muy conmovedora en todas las bibliotecas públicas de los Estados Unidos.
Es un momento jeffersoniano de confianza crucial. Persigue la verdad,
hazla tuya y serás un individuo humano más libre, más completo. El
erudito, el científico, eran los benefactores de la humanidad cuyos
trabajos aparentemente privados, a menudo estrafalarios, debían ser
suscritos por la sociedad. Los chistes sobre grandes científicos
excéntricos que se caen a un pozo cuando están mirando las estrellas, o
sobre Arquímedes, tan ocupado con un abstracto problema de álgebra que
no se da cuenta de que la ciudad ha caído y él mismo está a punto de
morir, se remontan a la filosofía griega y son profundamente sugerentes:
Son chistes sobre el genio humano, extraño y estrafalario, pero nunca
ponen en duda la excelencia esencial de la persecución del hecho y el
descubrimiento desinteresados. Desde el Renacimiento hasta finales del
siglo XIX, encontramos el axioma de que el progreso humano está
totalmente imbricado con la persecución de los hechos y con la
aplicación o expresión de esa persecución en las artes, en las
humanidades, en las ciencias y en la tecnología.
Existen desde el principio, es cierto, fuertes voces discrepantes. La
tradición mística, que yo llamaría la parte de Asia dentro del hombre
occidental, insistió siempre, desde la época de los Evangelios hasta los
tiempos modernos, en una visión de la verdad más allá del alcance
racional, más allá de la lógica, más allá del controlo la refutación
experimental. Se dice que en algún lugar existe una «verdad superior a
la verdad», de revelación mística inmediata. Las iglesias han
contraatacado, afirmando que la verdad les pertenece. Esa verdad se ha
revelado al hombre por intervención divina. La larga lucha de la Iglesia
católica, por ejemplo, contra Galileo es la lucha de la imagen revelada
y total del universo contra la amenaza de cambio, contra la
fragmentación. La Iglesia del Renacimiento fue muy perspicaz al pensar
que la nueva astronomía perturbaría y por tanto expondría al
cuestionamiento arbitrario el concepto mismo de prueba y de verdad.
Vieron que, aceptando a Galileo, un Einstein, por decirlo así, podría
venir después y decir a Galileo: «También tú estás equivocado». Y es
esta inestabilidad impredecible de la mente buscadora lo que la Iglesia
sintió como una profunda amenaza para el orden humano y la felicidad
humana.
El ataque más sutil a la noción de verdad ha llegado realmente en los
tiempos modernos. Ha sido expuesto por un grupo de filósofos que son
llamados habitualmente la Escuela de Frankfurt. Vivieron y trabajaron en
esa ciudad alemana y en torno al Instituto de Investigación Social de
la Universidad de Frankfurt en los años inmediatamente anteriores y
posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Algunos de los nombres que
asociamos a este movimiento son los de Marcuse, Adorno y Horkheimer.
Dicen algo profundamente inquietante. Su argumento es más o menos éste:
la objetividad, la ley científica, las funciones fijas, la lógica misma,
no son ni neutrales ni eternas, sino que expresan la visión del mundo,
la estructura económica de poder, los ideales políticos de la clase
dominante, y, en particular, de la burguesía occidental. El concepto de
una verdad abstracta, de un hecho objetivo ineluctable, es en sí mismo
un arma en la lucha de clases. La verdad, en su explicación, es en
realidad una variable compleja dependiente de los objetivos políticos y
sociales. Clases diferentes tienen verdades diferentes. No hay una
historia objetiva, afirman, sino sólo la historia del opresor. No existe
ninguna historia de los oprimidos. La lógica es el arma de la
burocracia culta contra los modos intuitivos y sensoriales de decir y
sentir de las masas menos cultas. El colocar en un templo las leyes
científicas, sean newtonianas, darwinianas o malthusianas, refleja una
implicación consciente en el control intelectual y tecnológico sobre la
sociedad.
El pastoralismo anárquico de los movimientos contraculturales de la
actualidad, a los que nos hemos referido en la cuarta charla —la
abdicación visionaria en el abandono, las utopías de la tecnología
alternativa, la rebelión contra la ciencia—, tan perceptible entre
muchos de nuestros jóvenes contemporáneos de talento, encarna fuertes
elementos de estas tres líneas de ataque: místico, religioso y
político-dialéctico. Nos recuerdan el antirracionalismo de Blake, su
repudio del discurso y la lógica secuenciales en nombre de compromisos
igualitarios y anárquicos. Nos recuerdan su célebre ataque a Newton, por
haber destrozado, agostado e inhumanizado, de alguna manera, la magia
del arco iris. Actualmente, esas fuerzas contra la verdad que estuvieron
una vez fragmentadas y dispersas, están poderosamente unidas en una
actitud general moral y política.
Pero existe también por primera vez en la tradición occidental, y pienso
que de manera mucho más inquietante, una incongruencia, un desfase,
entre la verdad y la supervivencia humana, entre la búsqueda racional de
la verdad y los ideales contrastantes de la justicia social. No se
trata sólo de que la verdad pueda no hacernos libres, sino de que puede
destruirnos.
Ofreceré tres ejemplos en orden ascendente en cuanto a la inmediatez del
riesgo. El primero, lo admito de inmediato, es deliberadamente remoto.
En un gran salto de la imaginación humana, tan grande como cualquiera de
los realizados por poetas, artistas, músicos o filósofos, un grupo de
pensadores termodinámicos, entre finales de la década 1840- 1850 Y 1860,
establecieron lo que nosotros conocemos como el segundo principio de la
termodinámica, el principio de entropía, de agotamiento del universo.
Cito a Bertrand Russell:
La segunda ley de la termodinámica apenas hace posible dudar de que el universo se está agotando, y de que en definitiva nada del más mínimo interés será posible en ningún lugar. Desde luego, podemos afirmar, si así lo queremos, que cuando llegue el momento, Dios volverá a dar cuerda otra vez a la maquinaria: pero si decimos esto, basaremos nuestra afirmación sólo en la fe, en absoluto en ninguna prueba científica. Hasta donde llega el conocimiento científico, el universo se ha deslizado a través de lentas etapas hasta un resultado un tanto lastimoso en esta Tierra, y se deslizará por etapas todavía más lastimosas hasta la condición de la muerte universal.
Ahora bien, se puede decir con razón que no hay que preocuparse por
cosas que sucedieron hace miles de millones de años y que no podemos ni
siquiera imaginar. Estoy de acuerdo con eso. Pero no estoy completamente
seguro de que el argumento sea tan simple. Lo que me fascina es: ¿A qué
distancia tiene que estar una fecha para que empecemos a preocuparnos?
La desintegración del sistema solar, el problema de la desintegración de
nuestra galaxia: ¿En qué punto la imaginación humana tendría de súbito
esa percepción supremamente terrorífica de que el tiempo futuro choca
contra un muro, de que hay una realidad a la que el tiempo futuro de
nuestro verbo «ser» no puede aplicarse, en la que no tendrá ningún
significado? ¿Cuándo esos muros de la entropía, del enfriamiento del
universo, como se le llama, presionarán sobre nuestra sensación de una
posibilidad eterna de vida?
El segundo ejemplo está mucho más cerca de nosotros y es, obviamente,
más realista. Se han acumulado pruebas de que es muy difícil para el
hombre, particularmente para el llamado hombre desarrollado, altamente
cualificado y tecnológicamente equipado, soportar largos períodos de
paz. Hay un desacuerdo considerable sobre la naturaleza de las fuerzas
que se alzan dentro de nosotros. Hay una imagen bastante simple —y muy
sugerente— que he oído a veces. Cuando un músculo muy entrenado no se
ejercita durante un cierto período de tiempo, diversos ácidos, un tipo
de toxicidad venenosa, se acumula realmente en las fibras. Todo empieza a
doler, a descomponerse, a atormentar al cuerpo. Uno tiene que moverse,
tiene que usarlo de nuevo.
Parece como si las grandes fuerzas del aburrimiento, del fastidio,
construyeran en nuestro interior complejos sistemas sociales y crearan
tensión para lograr una violenta liberación. De ser así, la guerra no
sería una espantosa forma de estupidez de los políticos, un accidente
que una mente sana podría sin duda haber evitado. No; sería una especie
de mecanismo de equilibrio esencial para mantenernos en un estado de
salud dinámica. Y aunque digamos esto, sabemos que es un horrible
absurdo, porque estamos ahora en un punto en que, si proseguimos esta
línea de pensamiento, nos topamos con guerras en las que no hay
supervivientes, ni segunda oportunidad, ni reparación del equilibrio del
cuerpo político.
Mi tercer ejemplo del tipo de verdad que es peligroso para la
supervivencia de la sociedad es todavía más presente, todavía más
inmediato. Hasta ahora he procedido con sumo cuidado, aunque sólo haya
sido porque no tengo ninguna competencia profesional. Todos estamos más
bien desconcertados por las acusaciones y contraacusaciones que vuelan
de un lado a otro en el campo de la genética: la discusión sobre la raza
y la inteligencia. Están los que nos dicen que algunas razas están
destinadas a no alcanzar nunca un cierto nivel del cociente de
inteligencia, o un cierto nivel de rendimiento intelectual, mientras que
otras razas tienen, por decirlo así, una ventaja innata en las
múltiples esferas de la realización intelectual que hoy determinan la
estructura de poder en el mundo. Otros científicos dicen: «No hagáis
caso de esas estupideces. El el es un test montado por Occidente, es un
elemento de chantaje contra otro tipo de culturas y capacidades; ésas
son teorías nazis que presumen de respetabilidad pseudocientífica». La
discusión se hace cada vez más encarnizada, y es sumamente difícil para
el profano llegar a una visión clara de lo que se está diciendo y del
tipo de pruebas que se le ofrecen. Por eso, permítaseme una hipótesis, y
les pido que subrayen la palabra «hipótesis» con tres líneas rojas por
lo menos. Supongamos que la conjetura de ciertos científicos es
correcta: que el entorno, por muy excelente que sea, por muy
cuidadosamente tratado que esté, es responsable de algo así como el 20 %
o menos de la dotación y las posibilidades futuras de los seres
humanos, y que el 80% o más de lo que somos, está programado
genéticamente y es herencia racial. Supongamos que esto fuera cierto:
¿Qué debemos hacer con este tipo de conocimiento? Porque toda clase de
consecuencias políticas y sociales podrían derivarse inmediatamente de
ahí, en términos de educación, de acceso al poder político o a técnicas
económicas. ¿Cerramos la puerta? Podemos decir: «Muy bien, no nos
interesan sus resultados, ni siquiera queremos conocerlos. La sociedad
no ha alcanzado un punto de sabiduría, de sanidad y de equilibrio en el
que se pueda manejar ese tipo de dinamita. Paren su investigación. No la
financiaremos. No reconoceremos sus laboratorios. No daremos ningún
título a las tesis escritas en ese campo». (Éstas no son sugerencias
periodísticas. Están siendo planteadas ahora mismo por científicos,
sociólogos y académicos muy serios, muy humanos y profundamente
preocupados). O podemos decir, por el contrario: «Muy bien, adelante,
continúen su investigación sea cual sea el fin o la verdad a la que
conduzca. Y si el fin es totalmente insostenible en términos morales, en
términos de esperanzas humanas, de equidad, de coherencia social, al
diablo con ello; así es como está construido el universo y nosotros,
simplemente, no podemos dejar de investigar». Repito que todo esto no es
un problema imaginario. Está sobre nosotros exactamente ahora. Y es
sólo uno de los muchos ejemplos dramáticos en los que la antigua
tradición de ir tras los hechos a cualquier precio está empezando a
chocar con los muros del absoluto peligro social e incluso de la
imposibilidad.
Las críticas de la verdad a las que acabo de referirme, la angustia
causada por este tipo de debates, han provocado hoy una fuerte nostalgia
por la inocencia en la política entre los jóvenes. Se nos dice por
todas partes que debemos abandonar la «investigación pura», que
deberíamos desmantelar lo que se llama la «prisión académica», que
debemos poner a pastar el cerebro cartesiano mientras el instinto juega.
Se nos dice por científicos ahora muy de moda que nuestra obsesión
occidental por la verdad es realmente patológica. Según comprendo la
teoría, tiene algo que ver con el hecho de que hemos utilizado
principalmente la mitad izquierda de nuestro cerebro, la verbal, la
mitad griega, la mitad ambiciosa, dominadora. En la descuidada mitad
derecha está el amor, la intuición, la misericordia, las formas
orgánicas y más antiguas de experimentar el mundo sin agarrarlo por el
cuello. Se nos exhorta a abandonar la orgullosa imagen del Homo sapiens
—el hombre conocedor, el hombre a la caza del conocimiento— y a pasar a
esa visión encantadora del Homo ludens, que significa sencillamente el
hombre que juega, el hombre relajado, intuitivo, el ser pastoril. No más
búsqueda de lo ilusorio, del hecho posiblemente destructor, sino
búsqueda del yo, de la identidad, de la comunidad; esto, se nos dice, es
extremadamente importante si no queremos cometer literalmente un
suicidio social. Quizás —y esto está siendo dicho por hombres de gran
integridad— pueda haber tecnologías alternativas de bajo consumo,
reciclaje, conservación, una especie de intento de deshacer esa
rapacidad, ese salvajismo suicida de la revolución industrial, a que nos
referíamos en relación con Lévi-Strauss. Si puede existir lo que se
llama una «tecnología alternativa», ¿por qué no una lógica alternativa,
un modo de pensar y sentir alternativo? Antes de ser cazador, el hombre
fue recolector de bayas junto al Jardín de Edén.
A esto, yo daría muy provisionalmente las siguientes respuestas. No creo
que funcionara. En el nivel más empírico y más brutal no tenemos en la
historia ningún ejemplo (aparte de la masiva destrucción militar o de
tiempos de guerra) de un sistema económico y tecnológico complejo que
vuelva hacia atrás a un nivel de sobrevivencia más simple, más
primitivo. Sí, puede hacerse de manera individual. Todos, yo creo,
tenemos ahora en la universidad algún antiguo colega o estudiante que
planta en algún lugar su huerto biológico, que vive en una cabaña en el
bosque o que trata de educar a sus hijos lejos de la escuela.
Individualmente podría funcionar. Socialmente, pienso, es música
celestial.
Segundo, y más importante, va contra la historia de nuestra estructura
cerebral tal como la hemos usado en Occidente. En nuestro cerebro, la
búsqueda de la verdad está, creo, fatalmente impresa —y sé que cuando
empleo la palabra «impresa» tomo prestada una metáfora problemática—.
Impresa, creo, por la dieta, el clima, los excedentes económicos, que
inicialmente pusieron en funcionamiento la potencialidad innata de
aquellos milagrosos y peligrosos seres humanos, los antiguos griegos,
para una gran y continuada explosión de genio.
Si mi planteamiento es acertado, seguiremos formulando preguntas una y
otra y otra vez. El filósofo alemán Heidegger lo expresa bien. Dice que
las preguntas son la devoción, la oración, del pensamiento humano. Yo
estoy tratando de plantearlo un poco más crudamente. Nosotros, en
Occidente, somos un animal construido para plantear preguntas y tratar
de lograr respuestas cueste lo que cueste. No institucionalizaremos la
inocencia humana. Podemos intentarlo, aquí o allí. Podemos intentar
tratar con mayor cuidado el medio ambiente. Podemos tratar de evitar en
alguna medida el despilfarro brutal, algo de la inhumanidad y la
crueldad verdaderamente necia para con los animales, para con los seres
humanos menos privilegiados, ideales que marcan incluso los grandes años
del Renacimiento y la Ilustración. Esto sin duda debe hacerse.
Pero, yendo al fondo de la cuestión, somos claramente un carnívoro cruel
construido para avanzar, y construido para avanzar contra y por encima
de los obstáculos. En realidad, el obstáculo nos atrae magnéticamente.
Hay en nosotros algo esencial que prefiere la dificultad, que busca la
pregunta complicada. En última instancia, es por esto por lo que los más
dotados, los más enérgicos de nosotros han sabido —tal vez sin
articular este conocimiento— que la verdad es más compleja que las
necesidades del hombre, que en realidad puede ser completamente ajena e
incluso hostil a esas necesidades. Lo explicaré.
Fue una creencia profundamente optimista, mantenida por el pensamiento
clásico griego y ciertamente por el racionalismo europeo, que la verdad
era de alguna manera amiga del hombre, que fuera lo que fuera lo que se
descubriese beneficiaría finalmente a la especie. Podía llevar mucho
tiempo. Gran parte de la investigación no tendría nada que ver con
beneficios sociales o económicos inmediatos. Pero si se esperaba el
tiempo suficiente, si se pensaba lo suficiente, si se era lo
suficientemente desinteresado en la búsqueda, entre nosotros y la verdad
descubierta existiría una profunda armonía. Me pregunto si esto es
realmente así o si sólo fue la mayor de nuestras ilusiones románticas.
Tengo una especie de cuadro en el que se ve a la verdad, esperando
emboscada en un rincón a que el hombre se acerque, preparada para liarse
con él a garrotazos. De los tres ejemplos que he ofrecido —y hay muchos
más— podemos deducir un panorama bastante terrorífico de un universo
que no fue construido de ninguna manera para nuestro bienestar, para
nuestra supervivencia, y mucho menos para nuestro progreso económico y
social en esta minúscula Tierra.
Los abanderados de la ecología nos dicen ahora que somos huéspedes en
esta Tierra. Sin duda ésa es la situación. Y seguramente somos huéspedes
en un universo vastísimo e incomprensiblemente poderoso cuyos hechos,
cuyas relaciones, no fueron cortadas a nuestro tamaño o a la medida de
nuestras necesidades. Sin embargo, pertenece a la eminente dignidad de
nuestra especie ir tras la verdad de forma desinteresada. Y no hay
desinterés mayor que el que arriesga y quizás sacrifica la supervivencia
humana.
La verdad, creo, tiene futuro; que lo tenga también el hombre está mucho
menos claro. Pero no puedo evitar un presentimiento en cuanto a cuál de
los dos es más importante.
George Steiner, Nostalgia del Absoluto
Traducción de María Tabuyo y Agustín López
http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2013/12/george-steiner-tiene-futuro-la-verdad.html#.UrbXW_Bn1aB
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