Todo por la patria.
«Dulce et decorum est pro patria mori» escribió Horacio en sus Odas, aludiendo a la guerra contra los Partos. Una frase que se convertiría en un lugar común no solo en la antigua Roma, sino en las épocas y sociedades que la sucedieron, adornando toda clase de monumentos, emblemas y, por supuesto, lápidas. Se diría que la muerte es el sacrificio favorito de las patrias, que devoran vidas humanas como el periodista canapés en el evento al que inviten. Pero lo más desconcertante es el eco que recibe esa llamada, la facilidad con que millones de personas han estado siempre dispuestas a autoinmolarse en nombre de dicho ideal. ¿Por qué?
Desde los atentados del 11-S se ha hablado y escrito muchísimo sobre los incentivos que ofrecerían las religiones en general y el islam en particular para el martirio: vida eterna, setenta y dos vírgenes esperándote (que no tenían por qué ser mujeres, como descubre el pobre terrorista suicida Achmed)… si uno realmente llega a creérselo entonces resulta una elección racional acabar cuanto antes con esta vida terrenal llena de calamidades y alcanzar el paraíso eterno. Y rezar, eso sí, para que al llegar no se encuentre uno el que aparece ilustrado en las revistas que generosamente distribuyen los testigos de Jehová, con sus leones mansos conviviendo junto a niños sonrientes. Quizá con suerte se parezca más a aquel con el que soñaba Voltaire: una casita en medio de una hermosa y apacible pradera y junto a ella un frondoso árbol, de cuyas fuertes ramas pendan ahorcados diez o doce de tus enemigos. Pero quién sabe. La cuestión es que, a diferencia de lo anterior, sacrificarse por la patria no parece ofrecer incentivos comparables… o quizá solo difieran en apariencia.
Las arengas a los soldados a menudo han prometido cierto grado de inmortalidad, que se alcanzaría mediante algún tipo de transmutación simbólica. Los ejemplos son interminables: en la guerra que Irán mantuvo contra Iraq se decía que «morir como mártir es inyectar sangre en las venas de la sociedad», de los alemanes fallecidos durante la batalla de Stalingrado el comunicado oficial de la Wehrmacht señalaba que «murieron para que Alemania pueda vivir», mientras que el himno nacional de Cuba reza en uno de sus versos que «morir por la patria es vivir» y como se dice a los soldados españoles «morir por la patria es nacer para la gloria». De manera que el individuo vería su fin, pero el colectivo al que pertenece perduraría gracias a su sacrificio. Y la continuidad del colectivo, la patria, haría posible entonces el recuerdo a través de los siglos del sacrificado o héroe nacional en forma de homenajes, monumentos y placas conmemorativas. Es decir, la gloria.
Bien, hasta aquí parece todo bastante claro. Pero hay otra explicación que complementa lo anterior, algo menos evidente y que me parece muy interesante. Ya la adelantó en su día Richard Dawkins en El gen egoísta: «Las guerras entre las familias y entre los clanes tienen una fácil interpretación en términos de la teoría genética de Hamilton» (como veremos, además de familias y clanes, también pueden incluirse países). Supongo que el libro que he mencionado no necesita presentación: ha tenido una enorme influencia y es citado muy a menudo, aunque también ha sido malinterpretado muchísimas veces. Su autor venía a decir, resumidamente, que en la lucha darwinista por la supervivencia y la perpetuación los verdaderos protagonistas no son las especies ni los individuos, sino los genes. De tal manera que habría genes «egoístas» que para lograr más réplicas de sí mismos podrían llegar a promover conductas altruistas en los individuos. Es decir, un individuo llegaría a sacrificar su propia vida —algo en apariencia contrario al darwinismo— si con ello logra salvar la de otros que compartan ciertos genes con él. ¿Tiene fundamento esta teoría? En la naturaleza lo vemos constantemente. Se da por ejemplo entre las abejas o las hormigas, entre las que hay soldados que no tienen remilgos en sacrificar su vida para salvar a la colmena. Al fin y al cabo todos los demás miembros de ella son sus hermanos luego su martirio está justificado, dado que hay un alto «índice de parentesco». Cuanto mayor sea este, más probable será ver a un individuo sacrificándose por otro. ¿Pero cómo puede un animal —y por extensión un humano— saber quiénes son sus parientes para decidir si le compensa o no arriesgarse? Es la pregunta que se hace Dawkins y que él sabrá responder, que para eso es biólogo. Porque llegados a este punto lo interesante es señalar que si uno está dispuesto a arriesgar la vida por sus parientes debido a dicho condicionamiento biológico, cuando un ejército quiera que sus soldados se sacrifiquen por sus compañeros y por su patria. ¿No les harían creer entonces que existe un fuerte parentesco entre ellos? Efectivamente ese ha sido siempre uno de los principales recursos de la retórica militar.
Según indica el historiador Xosé M. Núñez, una de las razones por las que el ejército del Tercer Reich resistió tanto hasta el final fue por su organización en torno a grupos muy afines procedentes de las mismas áreas de reclutamiento, de manera que a menudo ya existían lazos familiares o amistad entre los soldados que combatían juntos (existe además una tendencia instintiva a considerar como parientes a aquellas personas con las que se compartió la infancia). Incluso los tenientes y capitanes, de acuerdo a la tradición militar alemana, llamaban kinder (hijos) a sus soldados. Pero no fueron ni mucho menos los únicos en apelar de forma real o simbólica al parentesco. Apenas cuatro días después de la invasión alemana de la Unión Soviética, el diario Pradva comenzó a utilizar unas referencias que se harían omnipresentes: el conflicto pasó a ser una guerra patriótica, había que defender a la «Madre Patria». ¿Y qué clase de hijo ingrato no querría proteger a una madre? Hasta el mismísimo Tony Soprano se preocupaba por esa arpía que le tocó. Además la conclusión inmediata es que si la patria es la madre común… entonces el conjunto de ciudadanos del país son hermanos. Cómo no morir por ellos si hiciera falta. En fin, los ejemplos de apelación al parentesco por parte de toda clase de organizaciones —desde sectas y mafias, hasta llegar a los estados— para explotar esa tendencia natural al altruismo serían incontables, de acuerdo a un dicho árabe:
Como consecuencia de todo lo anterior, si perpetuar los genes, el linaje —de forma real o simbólica— es un motivo que lleva a responder a la llamada de sacrificarse en una guerra… ¿No podría ser también un motivo para provocarla? El antropólogo y primatólogo Michael P. Ghiglieri tiene un libro muy interesante al respecto, El lado oscuro del hombre, en el que sostiene que desde la Edad de Piedra la causa principal de las guerras que se iniciaban entre tribus vecinas era raptar a sus mujeres y así tener más descendencia. Desde luego ejemplos históricos y literarios no faltan, empezando por el rapto de Helena de Troya y pasando por la guerra contra Madián que Jehovah ordenó a Moisés, cuando este pidió a los combatientes tras la guerra: «matad ahora a todo varón entre los niños, matad también a toda mujer que haya conocido varón, pero todas las niñas que no han conocido varón reservadlas para nosotros». Un premio Nobel de la Paz para Moisés, rápido. Por su parte Horacio, en la misma obra que mencionábamos al comienzo, dice: «el joven endurecido por la áspera milicia (…) que, en viéndole de lejos desde lo alto de las murallas enemigas, la mujer del déspota que nos combate y su hija casadera suspiren ¡ay!». Pero además del rapto o la seducción, el terrible recurso reproductivo que han ofrecido siempre las guerras es la violación. Ha sido una constante incluso en las guerras del siglo XX: tras el conflicto entre India y Pakistán de 1971 nacieron veinticinco mil niños bengalíes fruto de las violaciones cometidas por los soldados. Señala Steven Pinker al respecto que el motivo de que en los ejércitos contemporáneos se prohíba esta práctica tendría como finalidad quitarles ese incentivo a los defensores para resistir al invasor.
La otra cara de la moneda de todo este asunto está en que si podemos ir a la guerra arriesgándonos a morir para proteger nuestro parentesco o para ampliarlo, entonces las justificaciones para matar al enemigo estarán precisamente en su falta de parentesco con nosotros. De hecho no serán siquiera de nuestra misma especie, de creer lo que nos cuentan. La propaganda y los discursos en los que se deshumaniza al enemigo si bien alcanzaron su cumbre con el régimen nazi, lo cierto es que cuentan con innumerables ejemplos en todos los bandos y épocas. Sirva de apunte la arenga que dirigió el general Sir Thomas Blamey a sus soldados antes de combatir a los japoneses en 1943. Un discurso que describía al enemigo como alguien que ni siquiera es humano y que concluye aludiendo, cómo no, a proteger a la familia de cada uno:
Desde los atentados del 11-S se ha hablado y escrito muchísimo sobre los incentivos que ofrecerían las religiones en general y el islam en particular para el martirio: vida eterna, setenta y dos vírgenes esperándote (que no tenían por qué ser mujeres, como descubre el pobre terrorista suicida Achmed)… si uno realmente llega a creérselo entonces resulta una elección racional acabar cuanto antes con esta vida terrenal llena de calamidades y alcanzar el paraíso eterno. Y rezar, eso sí, para que al llegar no se encuentre uno el que aparece ilustrado en las revistas que generosamente distribuyen los testigos de Jehová, con sus leones mansos conviviendo junto a niños sonrientes. Quizá con suerte se parezca más a aquel con el que soñaba Voltaire: una casita en medio de una hermosa y apacible pradera y junto a ella un frondoso árbol, de cuyas fuertes ramas pendan ahorcados diez o doce de tus enemigos. Pero quién sabe. La cuestión es que, a diferencia de lo anterior, sacrificarse por la patria no parece ofrecer incentivos comparables… o quizá solo difieran en apariencia.
Las arengas a los soldados a menudo han prometido cierto grado de inmortalidad, que se alcanzaría mediante algún tipo de transmutación simbólica. Los ejemplos son interminables: en la guerra que Irán mantuvo contra Iraq se decía que «morir como mártir es inyectar sangre en las venas de la sociedad», de los alemanes fallecidos durante la batalla de Stalingrado el comunicado oficial de la Wehrmacht señalaba que «murieron para que Alemania pueda vivir», mientras que el himno nacional de Cuba reza en uno de sus versos que «morir por la patria es vivir» y como se dice a los soldados españoles «morir por la patria es nacer para la gloria». De manera que el individuo vería su fin, pero el colectivo al que pertenece perduraría gracias a su sacrificio. Y la continuidad del colectivo, la patria, haría posible entonces el recuerdo a través de los siglos del sacrificado o héroe nacional en forma de homenajes, monumentos y placas conmemorativas. Es decir, la gloria.
Bien, hasta aquí parece todo bastante claro. Pero hay otra explicación que complementa lo anterior, algo menos evidente y que me parece muy interesante. Ya la adelantó en su día Richard Dawkins en El gen egoísta: «Las guerras entre las familias y entre los clanes tienen una fácil interpretación en términos de la teoría genética de Hamilton» (como veremos, además de familias y clanes, también pueden incluirse países). Supongo que el libro que he mencionado no necesita presentación: ha tenido una enorme influencia y es citado muy a menudo, aunque también ha sido malinterpretado muchísimas veces. Su autor venía a decir, resumidamente, que en la lucha darwinista por la supervivencia y la perpetuación los verdaderos protagonistas no son las especies ni los individuos, sino los genes. De tal manera que habría genes «egoístas» que para lograr más réplicas de sí mismos podrían llegar a promover conductas altruistas en los individuos. Es decir, un individuo llegaría a sacrificar su propia vida —algo en apariencia contrario al darwinismo— si con ello logra salvar la de otros que compartan ciertos genes con él. ¿Tiene fundamento esta teoría? En la naturaleza lo vemos constantemente. Se da por ejemplo entre las abejas o las hormigas, entre las que hay soldados que no tienen remilgos en sacrificar su vida para salvar a la colmena. Al fin y al cabo todos los demás miembros de ella son sus hermanos luego su martirio está justificado, dado que hay un alto «índice de parentesco». Cuanto mayor sea este, más probable será ver a un individuo sacrificándose por otro. ¿Pero cómo puede un animal —y por extensión un humano— saber quiénes son sus parientes para decidir si le compensa o no arriesgarse? Es la pregunta que se hace Dawkins y que él sabrá responder, que para eso es biólogo. Porque llegados a este punto lo interesante es señalar que si uno está dispuesto a arriesgar la vida por sus parientes debido a dicho condicionamiento biológico, cuando un ejército quiera que sus soldados se sacrifiquen por sus compañeros y por su patria. ¿No les harían creer entonces que existe un fuerte parentesco entre ellos? Efectivamente ese ha sido siempre uno de los principales recursos de la retórica militar.
Según indica el historiador Xosé M. Núñez, una de las razones por las que el ejército del Tercer Reich resistió tanto hasta el final fue por su organización en torno a grupos muy afines procedentes de las mismas áreas de reclutamiento, de manera que a menudo ya existían lazos familiares o amistad entre los soldados que combatían juntos (existe además una tendencia instintiva a considerar como parientes a aquellas personas con las que se compartió la infancia). Incluso los tenientes y capitanes, de acuerdo a la tradición militar alemana, llamaban kinder (hijos) a sus soldados. Pero no fueron ni mucho menos los únicos en apelar de forma real o simbólica al parentesco. Apenas cuatro días después de la invasión alemana de la Unión Soviética, el diario Pradva comenzó a utilizar unas referencias que se harían omnipresentes: el conflicto pasó a ser una guerra patriótica, había que defender a la «Madre Patria». ¿Y qué clase de hijo ingrato no querría proteger a una madre? Hasta el mismísimo Tony Soprano se preocupaba por esa arpía que le tocó. Además la conclusión inmediata es que si la patria es la madre común… entonces el conjunto de ciudadanos del país son hermanos. Cómo no morir por ellos si hiciera falta. En fin, los ejemplos de apelación al parentesco por parte de toda clase de organizaciones —desde sectas y mafias, hasta llegar a los estados— para explotar esa tendencia natural al altruismo serían incontables, de acuerdo a un dicho árabe:
Yo contra mi hermano; yo y mi hermano contra mis primos; yo, mi hermano y mis primos contra los demás; yo, mi hermano, mis primos y mis amigos contra los enemigos de la aldea; y todos nosotros y la aldea entera contra la aldea más próxima.La magnífica serie producida por Spielberg sobre la Segunda Guerra Mundial lo llevaba en el propio título: Band of Brothers. Pero también están los hermanos de armas, los hermanos de sangre, la Hermandad Aria, los Hermanos Musulmanes, los hermanos templarios… y no solo ante una guerra. Como se ha señalado en más de una ocasión, la similitud étnica que existía en los países nórdicos habría favorecido el asentamiento del sistema de redistribución de la riqueza del que han gozado durante las últimas décadas. Un sistema que empieza a ser cuestionado por los contribuyentes con la llegada de inmigrantes: ellos con su diferente color y sus costumbres ajenas ya no serían «de la familia» y el sacrificio vía impuestos que exige el sistema dejaría de compensar. La solución no es sencilla, pero al menos ser conscientes de tal sesgo nepotista/racista puede ser de ayuda.
Como consecuencia de todo lo anterior, si perpetuar los genes, el linaje —de forma real o simbólica— es un motivo que lleva a responder a la llamada de sacrificarse en una guerra… ¿No podría ser también un motivo para provocarla? El antropólogo y primatólogo Michael P. Ghiglieri tiene un libro muy interesante al respecto, El lado oscuro del hombre, en el que sostiene que desde la Edad de Piedra la causa principal de las guerras que se iniciaban entre tribus vecinas era raptar a sus mujeres y así tener más descendencia. Desde luego ejemplos históricos y literarios no faltan, empezando por el rapto de Helena de Troya y pasando por la guerra contra Madián que Jehovah ordenó a Moisés, cuando este pidió a los combatientes tras la guerra: «matad ahora a todo varón entre los niños, matad también a toda mujer que haya conocido varón, pero todas las niñas que no han conocido varón reservadlas para nosotros». Un premio Nobel de la Paz para Moisés, rápido. Por su parte Horacio, en la misma obra que mencionábamos al comienzo, dice: «el joven endurecido por la áspera milicia (…) que, en viéndole de lejos desde lo alto de las murallas enemigas, la mujer del déspota que nos combate y su hija casadera suspiren ¡ay!». Pero además del rapto o la seducción, el terrible recurso reproductivo que han ofrecido siempre las guerras es la violación. Ha sido una constante incluso en las guerras del siglo XX: tras el conflicto entre India y Pakistán de 1971 nacieron veinticinco mil niños bengalíes fruto de las violaciones cometidas por los soldados. Señala Steven Pinker al respecto que el motivo de que en los ejércitos contemporáneos se prohíba esta práctica tendría como finalidad quitarles ese incentivo a los defensores para resistir al invasor.
La otra cara de la moneda de todo este asunto está en que si podemos ir a la guerra arriesgándonos a morir para proteger nuestro parentesco o para ampliarlo, entonces las justificaciones para matar al enemigo estarán precisamente en su falta de parentesco con nosotros. De hecho no serán siquiera de nuestra misma especie, de creer lo que nos cuentan. La propaganda y los discursos en los que se deshumaniza al enemigo si bien alcanzaron su cumbre con el régimen nazi, lo cierto es que cuentan con innumerables ejemplos en todos los bandos y épocas. Sirva de apunte la arenga que dirigió el general Sir Thomas Blamey a sus soldados antes de combatir a los japoneses en 1943. Un discurso que describía al enemigo como alguien que ni siquiera es humano y que concluye aludiendo, cómo no, a proteger a la familia de cada uno:
Habéis mostrado al mundo que sois infinitamente superiores a esos enemigos inhumanos contra los que luchamos. Vuestros enemigos son de una raza muy curiosa, un cruce entre un ser humano y un simio. Y como los simios, cuando se ven acorralados, saben cómo morir. Pero son inferiores a nosotros, y lo sabemos, y este conocimiento os ayudará a vencer (…) Sabéis que tenemos que exterminar a esas alimañas si queremos vivir nosotros y que vivan nuestras familias. Tenemos que ir hasta el final si deseamos que sobreviva la civilización. Debemos exterminar a esos japoneses.En conclusión, las estructuras políticas, la cultura y la sociedad pueden haberse vuelto enormemente sofisticadas en los últimos siglos, pero para lograr conectar con los individuos tienen que saber tocar ciertas teclas del alma, apelar a unos intereses fundamentales que apenas han variado ¿Significa todo esto que nadie nunca debería sacrificarse por su país ni por nada? Pues quién sabe. Es una retórica que afortunadamente va quedando atrás, aunque en ocasiones siguen dándose causas justas. Lamentablemente no tengo la fórmula mágica para distinguir cuáles y en qué contexto, aunque hay una adaptación del lema inicial que sí podemos seguir como una infalible brújula moral sin miedo a equivocarnos: «Dulce et decorum est pro patria mori, sed dulcius pro patria vivere, et dulcissimum pro patria bibere. Ergo, bibamus pro salute patriae». «Dulce y honorable es morir por la patria, pero es mucho más dulce vivir por ella y más aún beber por ella. Por lo tanto, brindemos a la salud de la patria».
Javier Bilbao, Dulce y honorable es morir por la patria, jot down, 28/11/2013
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