La solitud escollida.
by Amedeo Modigliani |
La soledad no tiende a desaparecer.
Incluso puede llegar a definir todo tiempo, pero bien podríamos decir
que determina muy singularmente el momento presente. No es suficiente
subrayar la cada vez más numerosa cantidad de personas que o eligen
vivir solas o se ven abocadas a ello. Obviamente, no hemos de deducir
que quienes se encuentran en tal situación están solas, del mismo modo
que no siempre dejan de estarlo quienes viven con otros. En última
instancia, cada quien ha de vérselas con una soledad constitutiva
que es crucial en la relación que uno establece consigo mismo y que
resulta determinante para que su palabra sea efectivamente singular.
Nadie podrá dejar de afrontar el propio vivir, ni hacerlo en lugar
ajeno.
El espejismo de la gran y permanente vinculación,
que confunde la conexión con una relación, se desvanece ante la
experiencia de una enorme soledad, que es precisamente la que teje la
red. Podríamos suponer que se trata simplemente de combatirla mediante
toda una suerte de ocupaciones y de entretenimientos, pero sabemos que
al limitarnos a ellos se agudiza y se extrema incluso la sensación de
aislamiento. Ni es fácil, ni conviene caer en el error de que lo es,
abordar el desafío al que parece convocarnos una cierta pérdida no
suplida por sucedáneos de conversación o aparentes compañías. Y hasta tal punto que puede decirse que la tarea de afrontar nuestra soledad es una labor esencial del propio vivir.
Sabemos que en muchas ocasiones buscamos algunas formas de soledad.
Incluso las necesitamos y las preferimos. En cierto modo, poder elegirlo
es ya un privilegio que constata que uno no se encuentra en la experiencia de dolor y de sufrimiento
que comporta en diversos grados y modalidades el sentirse solo. Y quien
lo está no acostumbra a tener la sensación de que es algo que realmente
ha preferido. Por tanto, conviene no precipitarse en los valores o
valoraciones sobre la vida ajena, celebrando o calificando la soledad de
los demás.
No deja de ser significativo que las diversas formas de comunidad y
de comunicación, de relación y de vida en común, y las múltiples
experiencias al respecto no han hecho sino ratificar otras modalidades de soledad.
Ello no supone que no hayan supuesto en numerosos casos un espacio de
encuentro, de convivencia y de mutuo reconocimiento para afrontar la
vida. La diversidad de opciones y de modelos ha de incluir en todo caso
la cada vez más frecuente decisión de vivir solos. Que signifique una
preferencia no supone que no implique en muchas ocasiones la aceptación
de los límites de otras modalidades de organización de
la existencia. Pero todo ello no podría entenderse sin una comprensión
de lo que el concepto de individuo y de individualidad supone en la
conformación del presente.
No siempre estamos ni bien preparados ni bien dispuestos para vivir
solos. La proximidad del calor afectivo, emocional y la seguridad que
nos procuran determinados entornos colectivos se han propuesto con tal
contundencia y parecen responder tanto a lo que por diversas razones
deseamos, que más se diría que no somos capaces de estar a otra
distancia de los demás que próximos y cerca. Y hasta tal punto, que parece resultarnos enigmático e incluso inquietante, susceptible de ser considerado algo un tanto extraño,
que alguien se encuentre solo. Pronto establecemos un catálogo de
explicaciones o de recelos para acabar por hallar razones para tan
“sospechosa” elección. Sin embargo, hay quienes viven en plenitud una
cordial implicación y una enorme dimensión social en sus relaciones, sin
por ello dejar de estar solos. Y muestran una consistencia, capacidad
de acción y de entrega en absoluto menor que quienes viven juntos.
Aunque la soledumbre puede considerarse sin más
sinónimo de la soledad, no faltan quienes atribuyen este término
fundamentalmente a la soledad elegida, reunida y acumulada. No buscarla,
no procurársela, no disponer de ella, en cierta medida impediría la
constatación de sí mismo, imprescindible para abrirse a los otros. Lo
dramático de nuestro tiempo es que al combatir toda soledumbre no hace
sino procurar los cimientos para una universalización de la soledad, que
entroniza formas rudimentarias de lo individual.
Tratar de valerse por sí mismo, algo sin duda decisivo para la autonomía personal, se malentendería como la capacidad de prescindir de los demás. La necesaria hegemonía
se leería entonces como indiferencia para con los otros. De este modo,
la autonomía y la hegemonía se ofrecerían, interpretándolas
inadecuadamente, como la gran coartada para no contar con nadie. La
autosuficiencia no sería ya soledad buscada sino el gran triunfo del
individualismo. Si no somos capaces de establecer una adecuada relación
con nosotros mismos, asentada en un modo razonable de habitar la propia
soledad, no seremos capaces de comunicación ni de solidaridad.
Aprender la necesidad de convivir con nuestra soledad
lleva toda una vida. Hacerlo es decisivo para nuestra emancipación
personal, para el ejercicio del vivir y para el desarrollo de nuestra
libertad. Eludirla por el simple procedimiento de dictaminar que ha sido
superada supone al mismo tiempo la incapacidad de conllevarla y
compartirla, que son las claves de una relación. En la soledumbre
asumida y cultivada se nutre y se sustenta la capacidad de lo que Descartes denomina cogitare,
y que es tanto pensar como desear, querer y sentir. Y hasta tal punto
que al representarme algo me represento a mí mismo. No es solipsismo, es
copertenencia, implicación. En cierta medida, pensar es habitarse,
clave para abrirse desde lo otro de uno mismo a lo otro de sí. De este
modo se comprende aquello que para Montaigne constituye la base de todo su conocimiento. “Estudiome. Es mi metafísica y mi física”. Pero no es el mero análisis ensimismado del yo, sino la experiencia imprescindible de sí mismo para poder ser.
No solo son tiempos difíciles para lo común. También lo son para la
experiencia de una soledad consistente. Ya resulta complicado hasta
poder dar consigo. Todo parece empeñado en la ocupación y la agitación
permanentes que no pocas veces no hacen sino confirmar otra soledad, la
de ser alcanzado por la indiferencia, para empezar por la de uno mismo.
Por ello, cultivar una cierta distancia de los valores dominantes que
preconizan formas de éxito no siempre atractivas supone no una huida al
refugio de lo infecundo, sino una aproximación al espacio en el que
fortalecer nuestras posibilidades para el pensamiento y la acción.
Ángel Gabilondo, La soledumbre, El salto del Ángel, 17/12/2013
Comentaris