Quantificar l'educació i la cultura.
El libro tiene un costado contable, eso no podemos negarlo. Hay quien
lo escribe, quien lo edita, quien lo distribuye y hay, con suerte,
alguien que lo compra. Proporciona puestos de trabajo, genera actividad
económica e influye en el PIB. Pero, claro, todo eso es pura filfa en
relación con los beneficios intangibles que proporciona. Un sistema
filosófico, en fin, no es un bien consumible. Tampoco una fantasía
erótica, qué le vamos a hacer. Las obras de Platón llevan siglos
produciendo beneficios económicos, pero a ningún perturbado se le ha
ocurrido, de momento, establecer el cálculo porque no se lee a Platón
como se compran acciones de Endesa. Otro asunto es que su lectura
provoque efectos secundarios de ese orden en la medida, por ejemplo, en
que uno pueda ganarse la vida explicando al filósofo griego (los
profesores de filosofía no fueron siempre una especie en extinción).
Por eso deberíamos ser más cuidadosos al elegir las palabras con las
que nombramos las cosas. Ir al cine, escuchar a Beethoven, leer a
Dostoievski o visitar el Museo del Prado no son formas de consumo. Son
formas de vida. Así que, en vez de señalar en los periódicos, un día sí y
otro también, que este Gobierno recorta las ayudas económicas al cine,
al teatro, a la educación, etcétera, deberíamos denunciar que recorta
las formas de vida actualmente existentes: “El Gobierno recorta una
nueva forma de existencia”. “Desciende el número de formas de entender
el mundo”. “El ministro de Cultura aboga por el monocultivo
cinematográfico”. Tales deberían ser los titulares.
¿Cómo se ha llegado a esta situación en la que nos pasamos el día
haciendo reglas de tres por las que intentamos averiguar cuán burros
somos estableciendo proporciones aritméticas entre los presupuestos del
Estado y la Crítica de la Razón Pura? Se ha llegado dando por
supuesto que aquello que no se puede medir como se mide una hectárea, o
cuantificar como se cuantifica una herencia, no existe. Si cuantificar
consiste en expresar numéricamente una magnitud, ya me dirán qué cifra
otorgamos a las obras completas de Kafka.
—A ver, ¿qué beneficios le ha traído a la señora que hemos abandonado en la cama de un hotel de Buenos Aires leer a Dostoievski?
—Beneficios, ¿en qué sentido?
—Beneficios en el sentido de beneficios, gilipollas.
—Bueno, podríamos decir que uno es más sabio después de haber leído al ruso.
—Más sabio, más sabio… ¿Hablamos de una sabiduría práctica, de la que se puedan obtener unos rendimientos económicos inmediatos?
—Eso no, pero cuando uno lee aprende a leerse y a leer el mundo,
aprende a interpretar la realidad, comprende la importancia de la
búsqueda del sentido…
—No me joda usted. Yo, sin haber leído a Dostoievski, quizá gracias a
eso, he montado una franquicia de jabones que da trabajo a cinco mil
personas.
—¿Cuánto ganan esas personas?
—Cuatrocientos euros de media. Y me hacen horas extraordinarias y
festivos, y si les pido que me lleven a los niños al colegio, me los
llevan. Bien visto, no entiendo cómo no me matan.
—Quizá porque no han leído a Dostoievski.
—Razón de más para prohibir las humanidades.
¿Acaso, cuando muere un autor, la necrológica señala lo que su
pérdida implica desde el punto de vista económico? Recientemente nos
abandonó Doris Lessing. He leído todo lo que se escribió en los días
posteriores a la noticia y nadie hacía mención a su potencial económico.
¿Las obras de esta autora no produjeron dinero? Sí, quizá más del que
usted y yo podamos imaginar. ¿Entonces? ¿Se omitió el dato por
delicadeza? En absoluto. Se omitió porque el beneficio económico era un daño colateral.
Lo importante de la obra de Doris Lessing es lo que hizo por el
progreso de la cultura humanística, que no se puede reducir a una cifra.
Cuando esto no se comprende, las humanidades se van al carajo en los
estudios. Se quita el latín, se quita el griego, la filosofía, se reduce
el estudio de la lengua y la literatura... Cuando no se comprende,
decimos, pero quizá también cuando se comprende demasiado. Las
sociedades en las que se pierde la sensibilidad cultural son más
dóciles, más fáciles de manejar, son menos libres porque carecen de un
discurso alternativo al dominante. Sin discurso, no hay manera de
modificar la realidad. La realidad es producto del discurso. La realidad
actual es producto del discurso dominante actual. De ahí su calamitoso
estado.
Cada lunes por la mañana, cuando salgo a caminar por un parque
cercano a mi domicilio, veo, indefectiblemente, rota la marquesina de un
autobús. Son destrozos llevados a cabo cada fin de semana por jóvenes
incapaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el sistema y
apedrean por tanto los símbolos externos de ese sistema practicando un
modo de delincuencia atenuada que les compensa momentáneamente de vivir
en un mundo sin salida, sin horizonte laboral o moral, en un mundo
completamente desquiciado. No advierten que el delincuente, tal como
señalaba Octavio Paz en un ensayo de juventud, confirma la ley en el
momento mismo de transgredirla. No se trata de un sujeto peligroso,
pues. De hecho, si un día, de la noche a la mañana, desapareciera esta
delincuencia de baja intensidad, el Ministerio del Interior tardaría 48
horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas plazas
de delincuentes desaparecidos.
Si se puede practicar impunemente la delincuencia grande, por la que
actualmente estamos gobernados, es, en parte, por la existencia de los
pequeños malhechores, con los que el poder nos distrae como ese mago que
nos obliga a mirar su mano izquierda mientras consuma la trampa con la
derecha. El joven, pues, que el sábado por la noche termina la juerga
colocando silicona en la ranura de un cajero automático para no irse a
la cama sin haber contribuido a la liquidación del sistema, está
haciendo gratis algo por lo que le deberían pagar. No sabe hasta qué
punto está contribuyendo a reproducir lo que detesta. No constituye un
peligro para nadie, excepto para sí mismo. El tipo verdaderamente
peligroso es el que un sábado por la tarde se queda en casa leyendo Madame Bovary (tomen Madame Bovary
como un ejemplo). Ese chico es una bomba, ya que la realidad está hecha
de palabras. Quien las domina tiene más capacidad de destrucción que un
experto en explosivos. Si los lectores de Madame Bovary, en
fin, alcanzaran el tamaño que los sociólogos denominan “masa crítica”,
acabarían generando un discurso que, colocado en el sitio adecuado,
haría, al explotar, más daño que la Goma 2.
No hace mucho estaba en mi casa, sin meterme con nadie, cuando sonó
el timbre de la puerta. Abrí. Al otro lado había una chica que quería
hacerme una encuesta sobre “hábitos de consumo”. La invité a pasar y
todo fue bien hasta que llegamos al apartado de “consumos culturales”.
¿Cómo se mide ese hábito?, me pregunté. ¿Se puede calificar la lectura
de Proust como un hábito de consumo? Entonces fue cuando me vino a la
cabeza la imagen de una señora de edad media leyendo Crimen y castigo
en la habitación de un hotel de Buenos Aires. Despedí a la encuestadora
y repasé las noticias de los últimos meses relacionadas con el estado
de la cultura. Todas, sin excepción, hablaban de los recortes económicos
en un intento desesperado de cuantificar económicamente lo
incuantificable. Naturalmente que hay una relación entre el dinero
circulante y los bienes de consumo. ¿Pero debemos darle a la cultura y a
la educación el tratamiento de un bien de consumo? No lo creo, porque
en ese mismo instante las reducimos a la categoría de lo prescindible.
Si en épocas de crisis, viene a decirnos el ministro de Cultura,
prescindimos del coche o de cenar fuera los sábados, ¿por qué no reducir
también el consumo de Quevedo, de Flaubert, de Walter Benjamin, de
Chejov o de Hitchcock? Ahí está la trampa. La incógnita de por qué hoy
somos más burros que ayer pero menos que mañana no se despeja con una
ecuación convencional. Tal vez los recortes que el Gobierno actual está
aplicando a la formación humanística y, en general, a la cultura, no
sean el origen de nuestras carencias educativas, sino su consecuencia.
Lo hace porque puede. Lo hace porque nos puede. Nos puede porque nos
hemos quedado sin discurso.
Juan José Millás, Un ataque político a las formas de vida, El País, 26/12/2013
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