Responsabilitats i remordiments.
by Pablo Amargo |
¿Qué
tienen en común un genio del bien y un genio del mal? ¿Hay algo que
une, aparte de su condición de humanos, a Ingmar Bergman y a Adolf
Eichmann, a uno de los mayores talentos de la historia del cine y uno de
los mayores criminales de la historia de la humanidad, el ingeniero
nazi del exterminio de los judíos europeos? ¿Puede existir un vínculo
relevante entre la visión del mundo de un hombre que se dedicó a crear y
la de otro que se dedicó a destruir, la de un hombre que iluminó el
mundo y dejó tras sí un reguero de belleza y de irresolubles
complejidades y la de otro que oscureció el mundo y que dejó a su paso
un reguero de simplicidad letal y de inconcebible destrucción?
Estas preguntas me asaltaron mientras veía no hace mucho Un
especialista, un documental de Rony Brauman y Eyal Sivan realizado con
las imágenes grabadas por Leo Hurwitz durante el juicio que, a finales
de 1961, se le instruyó a Eichmann en Jerusalén. Poco antes había visto
otro documental, éste titulado La isla de Bergman, obra de Marie
Nyreröd. Allí, un Bergman crepuscular habla a tumba abierta de todo o de
casi todo, y en algún momento la entrevistadora menciona a los nueve
hijos que el cineasta tuvo en sus diferentes matrimonios y le pregunta:
“¿No tienes remordimientos por haberlos abandonado?”. Bergman responde
casi sin pensarlo, como si hubiera reflexionado mucho sobre el asunto.
“Los tenía”, reconoce. “Hasta que descubrí que tener remordimientos por
algo tan serio como abandonar a tus hijos es puro teatro, una forma de
vivir con un sufrimiento que no es comparable al sufrimiento que has
causado”. La respuesta me impresionó. Volví a recordar a Spinoza, que
afirma que el remordimiento es uno de los dos peores enemigos del género
humano (el otro es el odio), una cosa repugnante y triste que a larga
nos destruye, y me dije que la de Bergman es la respuesta de un hombre
libre, valiente y honesto, que conoce a los hombres y sabe que es
indigno añadir al pecado de haber cometido un error el pecado de sufrir
por haberlo cometido. Esto explica que días más tarde, mientras veía el
documental de Brauman y Sivan, sintiera un escalofrío al oírle
pronunciar a Eichmann unas palabras parecidas a las de Bergman. En
efecto, hacia el final del juicio el fiscal le pregunta al reo si se
siente culpable del asesinato de millones de judíos. “Desde el punto de
vista humano, sí”, responde Eichmann. “Porque soy culpable de haber
organizado las deportaciones”. Y añade: “Pero los remordimientos son
inútiles, no resucitarán a los muertos. Los remordimientos no tienen
ningún sentido. Los remordimientos están bien para los niños. Lo que
importa es encontrar la forma de evitar estos hechos en el porvenir”.
¿Tenía razón Eichmann? ¿Cómo es posible no sentir remordimientos por
haber provocado la muerte de millones de personas? Salvando por un
momento la insalvable distancia entre el error de Bergman y el crimen de
Eichmann, ¿unía de verdad ese rechazo del arrepentimiento al genio del
bien y el del mal? ¿Cómo? ¿Un mismo precepto ético puede ser honesto y
valiente en labios de una persona y abyecto y cobarde en labios de otra?
¿O todo depende de la diferencia entre un crimen horrendo y un simple
error moral? ¿Quedaba en el antiguo SS algún rastro de decencia?
Una respuesta a esos interrogantes (o lo que entonces me pareció
una respuesta) llegó acto seguido, en el mismo documental, cuando, poco
después de aceptar que era culpable del exterminio de los judíos,
Eichmann lo negó, recuperando su línea de defensa habitual en el juicio:
consideraba lo ocurrido con los judíos un crimen monstruoso, pero él
sólo pudo obrar como obró, porque no era más que un técnico y estaba
obligado por su juramento de obediencia a hacer lo que hizo; por tanto,
en su fuero interno se sentía “libre de toda responsabilidad”. La
primera diferencia entre Bergman y Eichmann es, claro, el tamaño de sus
errores; la segunda tampoco es banal: Bergman acepta del todo su
responsabilidad; Eichmann, solo en apariencia: en realidad la rechaza.
Pascal observó que sólo existen dos clases de hombres: los unos, justos
que se creen pecadores; los otros, pecadores que se creen justos.
Bergman quizá era un pecador, pero, a diferencia de Eichmann, no se
creía un justo. Esa es quizá la primera condición para ser un justo.
Javier Cercas, Bergman, Eichmann y los justos, El País semanal, 22/12/2013
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