Xauvinisme de l'Estat de Benestar.

 


El otro día estuve charlando con un amigo que trabaja en una organización sindical internacional y me comentó que estaba escandalizado. Acababa de regresar de  un encuentro con sindicalistas del norte de Europa y le había preocupado la naturalidad con la que sus colegas se referían a los Verdaderos Fineses, partido de extrema derecha que sacó casi un 20% en las pasadas legislativas. Por lo visto alguno de sus compañeros le había comentado que el discurso de este partido no chocaba frontalmente con los postulados del sindicato ni con sus bases. Para mi amigo esta idea resultaba inconcebible: «¿Cómo alguien de izquierdas podía tener cualquier tipo de relación con aquella gente que no fuera una lucha frontal?». Sus colegas griegos o húngaros, según me contó, sí que estaban preocupados y eran mucho más activos frente a Amanecer Dorado y Jobbik. Y no es para menos, porque aquellos partidos ultraderechistas no solo cuentan con representación parlamentaria, es que tienen hasta sus propias milicias armadas.

La verdad es que esta conversación me dejó pensativo. ¿Cómo es posible que hubiera esta diferencia de pareceres? No sería extraño que se tratase de un problema de comunicación. Siempre hay dificultades a la hora de moverse en el mundo de las etiquetas ideológicas, las cuales no viajan fácilmente entre países. Aunque tenemos algunas herramientas para intentar orientarnos (por ejemplo, mirar a sus programas), siempre es un tema controvertido y matizable. ¿Está más a la derecha la UMP francesa que la CDU alemana? ¿Es más de izquierdas SYRIZA o Izquierda Unida? ¿Son iguales los liberales ingleses que los daneses? Quizá simplemente hablaban de cosas distintas. Quizá simplemente el Partido del Progreso noruego, que será clave para gobernar el país, es algo relativamente distinto a lo que asimilamos aquí como extrema derecha. Pero entonces ¿Qué es un partido de extrema derecha?

Los que más han estudiado el tema recomiendan distinguir entre dos grandes familias. Por una parte estarían los partidos neofascistas, que equivaldría a nostálgicos de regímenes pasados y que son unos partidos bastante viejos pero no muy importantes. En España, por ejemplo, la familia de las Falanges se ajusta bien al patrón. Por otra parte estarían los partidos populistas de extrema derecha, esos que cada vez que hay elecciones en un país de nuestro entorno hace saltar las alarmas. Y es que mientras que los neofascistas son estables en el tiempo en términos de apoyos electorales (incluso ligeramente a la baja), los populistas han crecido muchísimo desde los años 80. Sin embargo, esta definición no permite identificarlos por su sustancia ideológica, un elemento fundamental para comprender por qué han tomado posiciones en muchos parlamentos. Además, no creo que fuera tan extraño ver que un partido neofascista se «recicla» para mejorar sus perspectivas electorales. Vale seguir la biografía de este señor  para comprender a qué me refiero.

Si nos vamos a una definición más ideológica, básicamente podemos trazar tres características muy generales. El primero es que un eje ideológico que va entre libertarismo-universalismo vs. tradicionalismo-comunitarismo estos partidos se alinean claramente con los últimos. Es decir, una línea conservadora que los coloca en las antípodas de partidos poscomunistas o de «nueva izquierda». El segundo es un claro discurso populista anti-establishment, en el cual se acusa a la clase política existente (aunque se sea parte) de ser origen de todos los males del país. Y por último, una estructura jerárquica interna fuertemente cohesionada y articulada alrededor de un líder caudillista.  Si echamos un vistazo a vuelo de pájaro por Europa podemos identificar un buen número de candidatos a caer en esta clasificación. Tenemos la lista de Pim Fortuyn (asesinado en 2002), que combinaba una crítica dura contra el multiculturalismo con valores liberales en familia o sexualidad —él mismo era homosexual—. Tenemos los Verdaderos Fineses o el Partido del Progreso, partidos con retórica claramente antiinmigración. Pero quizá el Frente Nacional Francés sea el partido que mejor encaja, con su chauvinismo nacional y los LePen como dinastía al cargo.

Es posible que no todos los partidos que uno consideraría como de extrema derecha puedan amoldarse a esta definición de mínimos; hay variaciones de contexto que necesariamente se escapan. Por ejemplo, para la Liga Norte el nacionalismo «padano» es un puntal clave que combina con su tradicionalismo, mientras que Plataforma per Catalunya se mueve con disimulo cuando se habla del tema Cataluña-España. Además, también es cierto que vivimos momentos en los que ser anti-establishment es una regularidad a ambos lados del espectro político. Aún más, el Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo señala a las claras que el líder fuerte es un formato que vuelve a estar de moda. Por lo tanto, tomemos esta definición con pinzas y restrinjamos la categoría de extrema derecha a los partidos que cumplen al menos los tres requisitos ¿Por qué un sindicalista finés mantendría una posición tibia con los VF? Quizá si se mira un poco a las bases electorales de esos partidos podamos saber qué puede estar detrás de estas medias tintas.

Una de las principales hipótesis sobre el éxito de los partidos de extrema derecha se relaciona con el haberse convertido en la plataforma electoral preferente para los «perdedores de la modernización». Según esta idea, tras la ruptura del pacto keynesiano de pleno empleo en los años 80, la clase trabajadora tradicional habría pasado a competir con una clase de trabajadores nuevos: los inmigrantes. Se argumenta que habría calado entre el electorado clásico de la izquierda tradicional —los obreros— que los inmigrantes reducen sus salarios, aumentan su probabilidad de desempleo y compiten por las mismas prestaciones públicas. Así, un empeoramiento de la economía durante la crisis del petróleo con un aumento de los flujos migratorios en paralelo habría ofrecido a la extrema derecha un nicho para crecer en detrimento de los partidos de izquierda clásicos. Menos recursos y más a repartir habrían hecho germinar el chauvinismo del Estado de Bienestar, patrimonio del ultraderechismo. Y de hecho, aunque las condiciones materiales objetivas no sean tales, lo cierto es que esos partidos son efectivos articulando un discurso que los votantes creen.

Una segunda hipótesis sobre las fuentes de votos de los partidos de extrema derecha está en la explotación de la dimensión identitaria. Según este argumento, el electorado no se sentiría atraído tanto por que haya una lucha por recursos como por la creencia de que el multiculturalismo puede erosionar la identidad nacional. La islamofobia, que ha permeado a Europa Occidental en las últimas décadas y especialmente desde el 11S, se habría convertido en un suelo fértil sobre el que estos partidos estarían echando raíces. Vale con mirar este spot electoral para ilustrar lo que digo (sí, lo hace de manera ridícula pero tremendamente directa). La solución para este potencial conflicto, por supuesto, siempre es de un cariz expeditivo. Expulsión de inmigración, requisitos severos de entrada o asimilacionismo cultural. Estas propuestas servirían para atraer a un votante nacionalista o más a la derecha, el cual no tiene por qué coincidir necesariamente con el perfil obrerista anterior. Y eso la derecha de algunos países lo sabe y reacciona mimetizándose.

Por último, una parte de las bases electorales de estos partidos llegan movidas por el discurso anti-establishment o populista en sus diferentes variantes. No es nada nuevo decir que cada vez hay más descontento con la política y los partidos. Esta tendencia, que se sostiene en toda Europa Occidental, parece especialmente acusada en los países periféricos —donde además se solapa con un cuadro de desafección crónica—. Dado que en muchos casos estamos ante partidos nuevos (aunque en algunos casos los líderes son viejos), a la extrema derecha le es más sencillo plantear un discurso rupturista. No tienen la cortapisa de la gestión y puede criticar sin miedo los privilegios de «la casta». Esto le podría permitir atraer, en potencia, a dos perfiles de votantes. Por un lado, el desconectado de la vida política, el que vota furioso y descontento de manera ocasional. Por el otro, el voto joven, los más perjudicados por un situación de desempleo galopante y que ven truncadas sus expectativas a raíz de la crisis económica. El éxito del Frente Nacional entre los menores de 24 años podría ir por aquí.

Creo que este cuadro deja algo muy presente. Para el partido de extrema derecha lo relevante es quién es parte de la comunidad política (los de aquí), cómo hay que preservarla (contra los de fuera) y cómo se la gobierna (los de abajo, a través del líder, contra los de arriba). Si el sindicalista finés no veía en este partido una amenaza quizá se relacione con que se trata un «punto ciego» de su ideología, una dimensión que, de acuerdo a un sistema de valores, no se problematiza. Por ejemplo, para determinadas concepciones del liberalismo la desigualdad socioeconómica es un punto ciego. Por contra, para determinada izquierda clásica la desigualdad económica es central, pero otras desigualdades (las minorías, por ejemplo), siempre quedan supeditadas o camufladas tras la primera. Quizá por eso a la hora de definir la comunidad política, quiénes tienen que ser los iguales, hay parte de la izquierda que no puede ser rotunda. La respuesta no es unívoca. Quizá por eso para aquel sindicalista la extrema derecha no fuera un enemigo a batir. Simplemente porque aunque no se esté de acuerdo con su ideología conservadora, siguen siendo un partido que se ajusta a la defensa de la comunidad de solidaridad básica para él.

Esta idea, la de restringir la comunidad, no es algo que sea complicado de hacer viajar entre países. Sin embargo, siendo así, ¿por qué no tenemos extrema derecha con marca propia en España? La verdad es que como no hay tal partido en el Congreso de los Diputados o en asambleas autonómicas a veces nos despistamos. No solo Plataforma, también España 2000 ha conseguido colarse en algunos ayuntamientos. Normalmente se dice que el sistema electoral es un elemento de cierre que desincentiva que un «emprendedor» político logre fundar con éxito un partido de estas características. Dado que el nivel local y el autonómico son menos restrictivos, allí lo tendría más fácil para penetrar en las instituciones. Pero la presencia de Plataforma en Cataluña ha sido con diferencia la señal de alarma más comentada y estudiada. ¿Por qué en Cataluña y no en otros lugares? Quizá se pueda explicar en parte por la importante presencia de inmigración magrebí o subsahariana, lo que permite que el discurso del rechazo cale más. En todo caso el perfil de su votante se ajusta bastante a lo que uno esperaría encontrar en un partido de este tipo, gente más a la derecha y con menos estudios que el promedio.

Yo creo que la crisis económica y política que tenemos en España, paradójicamente, se ha convertido en un mecanismo que podría alejar la amenaza de un partido de extrema derecha fuerte. Si se repasan las condiciones anteriores, tanto IU como UPyD manejan el discurso anti-establishment, pudiendo capitalizar parte de los potenciales votantes desafectos. Además, la cuestión de la inmigración no ha llegado a politizarse de manera frontal en España. Quizá las propias tensiones territoriales dentro de España han hecho de placebo. Sin embargo,  no deberíamos dejar de lado la patología que revela la eclosión de partidos de extrema derecha en Europa. Nos estamos volviendo más pequeños, más temerosos y más desiguales. Y ya que la crisis ha venido para estar un tiempo con nosotros, es inevitable que exista la tentación de tomar el camino de las soluciones sencillas.  Por eso creo que ante el enorme desasosiego que nos genera tener que cambiar un modelo de bienestar, debemos afrontar de cara la (re)definición de nuestros lazos de solidaridad. El estado-nación no da de sí y nos corresponde tener presente que cuando hablamos de igualdad también hay que pensar entre quiénes y cómo conseguirla.

No sea que al final terminemos dándonos de bruces con la extrema derecha que no quisimos ver venir. Y con algún sindicalista despistado al que no le parezca para tanto.

Pablo Simón, La extrema derecha y el sindicalista despistado,  jot down, 14/09/2013

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