Antídots contra la supèrbia intel.lectual.

Se ha estudiado desde todos los ángulos el delirio de superioridad de los nazis, pero creo que en esa indagación no se le ha dado suficiente importancia a la hipertrofia del intelecto que lo precedió en Alemania. El ideal educativo de la paideia, resumido en la sentencia de Píndaro “transfórmate en lo que eres”, no tomó en cuenta que esa metamorfosis puede ser involutiva, cuando el sentimiento de superioridad convierte al individuo en bestia depredadora. El egoísmo beligerante del autonombrado “hombre superior”, ya sea que ocupe la cima de su especie o crea ocuparla, lo lleva primero a renegar de la lógica y de la sintaxis, como renegó Heidegger y, finalmente, a confeccionar una ética de uso personal que le concede una patente de corso para exterminar pueblos enteros. Si, paradójicamente, la perfección literaria trata de acercarse a la naturalidad del reino animal, como creían Flaubert y Baudelaire, el intelecto hipertrofiado que pretende haberse alejado más de la naturaleza salvaje regresa a ella dando una vuelta en círculo. El hombre endiosado, sea líder político o caudillo intelectual, niega sus lazos consanguíneos con el hombre común y, desde ese momento, se desliga emocionalmente del prójimo, a quien puede aplastar como una cucaracha.
Jung creía que desde el siglo XIX, por el predominio de la lógica y el conocimiento científico, el espíritu comenzó a degenerar en intelecto: “El intelecto es nocivo para el alma cuando se permite la osadía de querer entrar en posesión de la herencia del espíritu –advierte en El secreto de la flor de oro–, para lo que no está capacitado bajo ningún aspecto, ya que el espíritu es algo más alto que el intelecto, puesto que no solo abarca a este sino también a los estados afectivos.” De aquí se desprende que la razón convierte la vida en una pesadilla cuando quiere predominar sobre las emociones. Digo “quiere predominar”, pues en realidad nunca lo consigue. La cólera más irracional brota justamente cuando el hombre cree haber sujetado sus impulsos bestiales con una infalible cadena de silogismos. “A la moderna hipertrofia de la conciencia debemos, precisamente, el hecho de que los hombres no reparen en esa peligrosa autonomía del inconsciente”, apunta Jung en La interpretación de la naturaleza y la psique. Esa autonomía puede inclinarnos fácilmente al odio, sobre todo cuando no estamos en guardia contra ella, por creer que la inteligencia es dueña y señora de nuestra psique, cuando en realidad es el campo de batalla de muchas pasiones incontrolables. Ni la razón más poderosa puede frenar esos impulsos cuando el hombre pierde su punto de contacto con el resto de la creación, pues el alma, como advierte Jung en la misma obra, “se queda vacía e incapacitada para concebir el mundo cuando el intelecto pretende tener una existencia aparte”.

Si el ideal de la educación y la cultura es formar individuos libres y felices con independencia de criterio –un ideal que, naturalmente, solo se puede alcanzar a medias o por momentos– no debería pasar por alto los riesgos que implica el autocontrol neurótico. El proceso de individuación, a juicio de Jung, debería reconciliar el yo con el cosmos, la conciencia de la singularidad con el inconsciente colectivo. Si el yo del intelectual se engríe demasiado, el método más eficaz para bajarle los humos puede ser confrontarlo con las fuentes de la inspiración. Nietzsche tenía la más alta idea de sí mismo y, sin embargo, no reclamaba la autoría de todo lo que pensaba: “Un pensamiento viene cuando él quiere y no cuando yo quiero; de modo que es un falseamiento de la realidad efectiva decir: el sujeto yo es la condición del predicado pienso. Ello piensa.” Pese a tener plena conciencia de este hecho psíquico, los antiguos profetas creyeron que su don para escuchar los dictados del ello los ponía por encima de los mortales. Los gurús del racionalismo agravaron ese endiosamiento al sentir que no debían nada a nadie, por haber engendrado sin ayuda los conceptos que ordenan y rigen el universo.

El antídoto contra la soberbia del intelecto y su consecuencia directa, la muerte del espíritu, es recuperar el sentimiento comunitario y extenderlo, si es posible, más allá de las fronteras nacionales que le impuso Herder. El poeta o el filósofo se instalan con su caña de pescar a la orilla del río y de vez en cuando sacan una trucha de buen tamaño, que luego sazonan y comparten con todos los comensales, sin querer igualarse con el numen que la echó a la corriente. La patología sobreviene cuando el orgullo ciega al pescador y siente que el prójimo no ha reconocido su mérito, que el mundo no le rinde suficiente pleitesía. ¡Cómo se atreven, malditas bestias, cómo pueden ignorar la superioridad cuando la tienen delante! Así han gritado los brahmanes de todas las épocas, desde la infancia de la civilización hasta hoy. ...
Enrique Serna, Hipertrofia del intelecto, Letras Libres, Noviembre 2013
Fragmento del ensayo Genealogía de la soberbia intelectual

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