Walter Benjamin: experiència i pobresa.
Walter Benjamin |
En nuestros libros de cuentos está la fábula del anciano que en su lecho de muerte hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Sólo tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo cuando llega el otoño, la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad. Mientras crecíamos nos predicaban experiencias parejas en son de amenaza o para sosegarnos: “Este jovencito quiere intervenir. Ya irás aprendiendo”. Sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes. En términos breves, con la autoridad de la edad, en proverbios; prolijamente, con locuacidad, en historias; a veces como una narración de países extraños, junto a la chimenea, ante hijos y nietos. ¿Pero dónde ha quedado todo eso? ¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación a generación? ¿A quién le sirve hoy de ayuda un proverbio? ¿Quién intentará habérselas con la juventud apoyándose en la experiencia?
La cosa está clara: la cotización de la experiencia ha bajado y
precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las
experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es quizá
tan raro como parece. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían
mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a
experiencia comunicable. Y lo que diez años después se derramó en la
avalancha de libros sobre la guerra era todo menos experiencia que mana
de boca a oído. No, raro no era. Porque jamás ha habido experiencias tan
desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las
económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales
por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvía
tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo
menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas
de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo, quebradizo
cuerpo humano.
Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese
enorme desarrollo de la técnica. Y el reverso de esa pobreza es la
sofocante riqueza de ideas que se dio entre la gente —o más bien que se
les vino encima— al reanimarse la astrología y la sabiduría del yoga, la
Christian Science y la quiromancia, el vegetarianismo y la gnosis, la
escolástica y el espiritismo. Porque además no es un reanimarse
auténtico, sino una galvanización lo que tuvo lugar. Se impone pensar en
los magníficos cuadros de Ensor en los que los duendes llenan las
calles de las grandes ciudades: horteras disfrazados de carnaval,
máscaras desfiguradas, empolvadas de harina, con coronas de oropel sobre
las frentes, deambulan imprevisibles a lo largo de las callejuelas.
Quizá esos cuadros sean sobre todo una copia del renacimiento caótico y
horripilante en el que tantos ponen sus esperanzas. Pero desde luego
está clarísimo: la pobreza de nuestra experiencia no es sino una parte
de la gran pobreza que ha cobrado rostro de nuevo y tan exacto y
perfilado como el de los mendigos en la Edad Media. ¿Para qué valen los
bienes de la educación si no nos une a ellos la experiencia? Y a dónde
conduce simularla o solaparla es algo que la espantosa malla híbrida de
estilos y cosmovisiones en el siglo pasado nos ha mostrado con tanta
claridad que debemos tener por honroso confesar nuestra pobreza. Sí,
confesémoslo: la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en
experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata
de una especie de nueva barbarie.
¿Barbarie? Así es de hecho. Lo decimos para introducir un concepto
nuevo, positivo de barbarie. ¿A dónde le lleva al bárbaro la pobreza de
experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo;
a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a
diestra ni a siniestra. Entre los grandes creadores siempre ha habido
implacables que lo primero que han hecho es tabula rasa. Porque querían
tener mesa para dibujar, porque fueron constructores. Un constructor fue
Descartes que por de pronto no quiso tener para toda su filosofía nada
más que una única certeza: “Pienso, luego existo”. Y de ella partió.
También Einstein ha sido un constructor al que de repente de todo el
ancho mundo de la física sólo le interesó una mínima discrepancia entre
las ecuaciones de Newton y las experiencias de la astronomía. Y este
mismo empezar desde el principio lo han tenido presente los artistas al
atenerse a las matemáticas y construir, como los cubistas, el mundo con
formas estereométricas. Paul Klee, por ejemplo, se ha apoyado en los
ingenieros. Sus figuras se diría que han sido proyectadas en el tablero y
que obedecen, como un buen auto obedece hasta en la carrocería sobre
todo a las necesidades del motor, sobre todo a lo interno en la
expresión de sus gestos. A lo interno más que a la interioridad: que es
lo que las hace bárbaras.
Hace largo tiempo que las mejores cabezas han empezado aquí y allá a
hacer versos a estas cosas. Total falta de ilusión sobre la época y sin
embargo una confesión sin reticencias en su favor: es característico. Da
lo mismo que el poeta Bertolt Brecht constate que el comunismo no es un
justo reparto de la riqueza sino de la pobreza, o que el precursor de
la arquitectura moderna, Adolf Loos, explique: “Escribo, únicamente para
hombres que poseen una sensibilidad moderna. Para hombres que se
consumen en la añoranza del Renacimiento o del Rococó, para ésos no
escribo”. Un artista tan intrincado como el pintor Paul Klee y otro tan
programático como Loos, ambos rechazan la imagen tradicional, solemne,
noble del hombre, imagen adornada con todas las ofrendas del pasado,
para volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un recién
nacido en los pañales sucios de esta época. Nadie le ha saludado más
risueña, más alegremente que Paul Scheerbart. En sus novelas, que de
lejos parecen como de Jules Verne, se ha interesado Scheerbart (a
diferencia de Verne que hace viajar por el espacio en los más
fantásticos vehículos a pequeños rentistas ingleses o franceses), por
cómo nuestros telescopios, nuestros aviones y cohetes convierten al
hombre de antaño en una criatura nueva digna de atención y respeto. Por
cierto que esas criaturas hablan ya en una lengua enteramente distinta. Y
lo decisivo en ella es un trazo caprichosamente constructivo, esto es
contrapuesto al orgánico. Resulta inconfundible en el lenguaje de las
personas o más bien de las gentes de Scheerbart; ya que rechazan la
semejanza entre los hombres, principio fundamental del humanismo.
Incluso en sus nombres propios: Peka, Labu, Sofanti, así se llaman las
gentes en el libro que tiene como título el nombre de su héroe:
“Lesabendio”. También los rusos gustan dar a sus hijos nombres
“deshumanizados”: los llaman “Octubre” según el mes de la revolución, o
“Pjatiletka” según el plan quinquenal, o “Awischim” según una sociedad
de líneas aéreas. No se trata de una renovación técnica del lenguaje,
sino de su movilización al servicio de la lucha o del trabajo; en
cualquier caso al servicio de la modificación de la realidad y no de su
descripción.
Volvamos a Scheerbart: concede gran importancia a que sus gentes y a
ejemplo suyo sus conciudadanos habiten en alojamientos adecuados a su
clase: en casas de vidrio, desplazables, móviles, tal y como entretanto
las han construido Loos y Le Corbusier. No en vano el vidrio es un
material duro y liso en el que nada se mantiene firme. También es frío y
sobrio. Las cosas de vidrio no tienen aura. El vidrio es el
enemigo número uno del misterio. También es enemigo de la posesión.
André Gide, gran escritor, ha dicho: “cada cosa que quiero poseer, se me
vuelve opaca”. ¿Gentes como Scheerbart sueñan tal vez con edificaciones
de vidrio porque son confesores de una nueva pobreza? Pero quizá diga
más una comparación que la teoría. Si entramos en un cuarto burgués de
los años ochenta la impresión más fuerte será, por muy acogedor que
parezca, la de que nada tenemos que buscar en él. Nada tenemos que
buscar en él, porque no hay en él un solo rincón en el que el morador no
haya dejado su huella: chucherías en los estantes, velillos sobre los
sofás, visillos en las ventanas, rejillas ante la chimenea. Una hermosa
frase de Brecht nos ayudará a seguir, a seguir lejos: “Borra las
huellas”, dice el estribillo en el primer poema del Libro de lectura para los habitantes de la ciudad. Pero en este cuarto burgués se ha hecho costumbre el comportamiento opuesto. Y viceversa, el intérieur
obliga al que lo habita a aceptar un número altísimo de costumbres,
costumbres que desde luego se ajustan más al interior en el que vive que
a él mismo. Esto lo entiende todo aquel que conozca la actitud en que
caían los moradores de esos aposentos afelpados cuando algo se enredaba
en el gobierno doméstico. Incluso su manera de enfadarse (animosidad que
paulatinamente comienza a desaparecer y que podían poner en juego con
todo virtuosismo) era sobre todo la reacción de un hombre al que le
borran “las huellas de sus días sobre esta tierra”. Cosa que han llevado
a cabo Scheerbart con su vidrio y el grupo Bauhaus con su acero:
han creado espacios en los que resulta difícil dejar huellas. “Después
de lo dicho —explica Scheerbart veinte años ha— podemos hablar de una
cultura del vidrio. El nuevo ambiente de vidrio transformará por
completo al hombre. Y sólo nos queda desear que esta nueva cultura no
halle excesivos enemigos”.
Pobreza de la experiencia: no hay que entenderla como si los hombres
añorasen una experiencia nueva. No; añoran liberarse de las
experiencias, añoran un mundo entorno en el que puedan hacer que su
pobreza, la externa y por último también la interna, cobre vigencia tan
clara, tan limpiamente que salga de ella algo decoroso. No siempre son
ignorantes o inexpertos. Con frecuencia es posible decir todo lo
contrario: lo han devorado todo, “la cultura” y “el hombre”, y
están sobresaturados y cansados. Nadie se siente tan concernido como
ellos por las palabras de Scheerbart: “Estáis todos tan cansados, pero
sólo porque no habéis concentrado todos vuestros pensamientos en un plan
enteramente simple y enteramente grandioso”. Al cansancio le sigue el
sueño, y no es raro por tanto que el ensueño indemnice de la tristeza y
del cansancio del día y que muestre realizada esa existencia enteramente
simple, pero enteramente grandiosa para la que faltan fuerzas en la
vigilia. La existencia del ratón Mickey es ese ensueño de los hombres
actuales. Es una existencia llena de prodigios que no sólo superan los
prodigios técnicos, sino que se ríen de ellos. Ya que lo más notable de
ellos es que proceden todos sin maquinaria, improvisados, del cuerpo del
ratón Mickey, del de sus compañeros y sus perseguidores, o de los
muebles más cotidianos, igual que si saliesen de un árbol, de las nubes o
del océano. Naturaleza y técnica, primitivismo y confort van aquí a
una, y ante los ojos de las gentes, fatigadas por las complicaciones sin
fin de cada día y cuya meta vital no emerge sino como lejanísimo punto
de fuga en una perspectiva infinita de medios, aparece redentora una
existencia que en cada giro se basta a sí misma del modo más simple a la
par que más confortable, y en la cual un auto no pesa más que un
sombrero de paja y la fruta en el árbol se redondea tan deprisa como la
barquilla de un globo. Pero mantengamos ahora distancia, retrocedamos.
Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de la
herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la
casa de empeño por cien veces menos de su valor para que nos adelanten
la pequeña moneda de lo actual. La crisis económica está a las
puertas y tras ella, como una sombra, la guerra inminente. Aguantar es
hoy cosa de los pocos poderosos que, Dios lo sabe, son menos humanos que
muchos; en el mayor de los casos son más bárbaros, pero no de la manera
buena. Los demás en cambio tienen que arreglárselas partiendo de cero y
con muy poco. Lo hacen a una con los hombres que desde el fondo
consideran lo nuevo como cosa suya y lo fundamentan en atisbos y
renuncia. En sus edificaciones, en sus imágenes y en sus historias la
humanidad se prepara a sobrevivir, si es preciso, a la cultura. Y lo que
resulta primordial, lo hace riéndose. Tal vez esta risa suene a algo
bárbaro. Bien está. Que cada uno ceda a ratos un poco de humanidad a esa
masa, que un día se la devolverá con intereses, incluso con interés
compuesto.
Walter Benjamin
http://artilleriainmanente.blogspot.com.es/2013/12/walter-benjamin-experiencia-y-pobreza.html?spref=tw
Publicado en Die Welt im Wort (Praga) en 1933. Traducción extraído de Discursos interrumpidos I, Madrid: Editorial Taurus, 1998, pp. 167-173.
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