Modernitat, secularització i individualisme.
Max Weber |
Por secularización cabe entender el proceso que lleva a los individuos a sustraerse de la dominación de símbolos e instituciones sagradas, haciendo que la religión se repliegue del vasto territorio hasta entonces bajo su control en las sociedades tradicionales –la vida de la comunidad en su totalidad– a ese nuevo espacio restringido que era la propia conciencia personal, y ya no bajo la forma de rituales externos sino de la vivencia emocional de lo sobrenatural. La secularización es, entonces, idéntica al proceso de acuartelamiento de lo sagrado en lo que Hegel llamaba el ser consigo mismo del individuo, esto es en el sujeto y su subjetividad, que quedan eximidos de la obediencia hasta entonces debida a los principios que la religión vehiculaba en sus ritos y mitos.
Secularización es, así pues, subjetivización. La subjetivización, la inmanencia de los sentimientos íntimos y la
búsqueda de una autencidad personal son los factores discursivos que cimentan
los valores del individualismo, sistema jurídico-filosófico propio de las
sociedades modernizadas que coloca al individuo psicofísico como fundamento y
fin de todas las leyes y relaciones morales y políticas. La premisa de la
individualización es, desde el Renacimiento, la de que la persona debe dirigir
su conducta al margen de los presupuestos morales heredados de la tradición y
cuya obediencia la comunidad a la que pertenece vigilaría. Para que se diese
ese proceso de subjetivación e individualización, del que dimanará la figura
moderna del ciudadano, era
indispensable que lo sagrado –es decir el determinante último de la existencia
humana– abandonase el que había sido su carácter factible y objetivo, ya que su
realidad no podía resultar de un acuerdo intersubjetivo, cuyo tema era el
cosmos social, sino de una vivencia puramente íntima, cuyo asunto fundamental
iban a ser ahora los estados de ánimo personales.
La creencia se despliega en un nuevo territorio: el de la psicología o
ciencia de la vida interior, aquella
cuyas necesidades y requerimientos pasarán a ser la nueva competencia de la
piedad religiosa. La religión en el plano de lo público se reduce a una pura
retórica o, como mucho, a un humanismo secular, mientras que sólo es reconocida
como significativa y pertinente en su nueva localización: la «experiencia del
corazón». La dicotomía sagrado/profano pasa a equivaler a la de privado/público, o mejor, intimo/público.
La renuncia de la religión a continuar llevando a cabo lo que había sido
su tarea en los sistemas sociales no modernos –aglutinar a los miembros de una
comunidad en torno a determinados valores y pautas para la acción– dejaba en
libertad a los individuos para elegir sus propias reglas morales, puesto que la
vida social había dejado de tener un sentido único y obligatorio. Se rompía con
la identificación comunidad-religión, ya que esta última aparecía restringida a
producir estructuras de plausibilidad fragmentarias y con una eficacia que sólo
podía funcionar a nivel individual o, como mucho, familiar o de comunidades muy
restringidas y encapsuladas, pero nunca del conjunto de miembros de una
sociedad cada vez más globalizada.
Los procesos de secularización que han ido acompañando la incorporación
de las distintas sociedades a la modernidad –estatalización, homogeneización
cultural, industrialización, urbanización, etc.– consistieron, en gran medida,
en el sistemático desmantelamiento de los instrumentos tradicionales de control
social, en favor siempre de una vivencia interior de la trascendencia. En ese
sentido, no es erróneo afirmar que secularización es subjetivización de la
experiencia religiosa, como requisito insoslayable del individualismo, ese
sistema jurídico-filosófico propio de las sociedades modernizadas que coloca al
individuo psicofísico como fundamento y fin de todas las relaciones morales y
políticas y que funda la concepción moderna de ciudadano. La religión se
identifica del todo con la «experiencia del corazón», es decir subsiste sólo
acuartelada en la vivencia íntima. En el plano de lo público, se entiende que
es indispensable que la religión se limite a una retórica o quede restringida a
un conjunto de operaciones simbólico-conmemorativas, es decir no eficaces.
Tal fenómeno se traducía en una destrascendentalización del tiempo y del
espacio, en particular del tiempo y del espacio públicos, en el sentido de
exteriores, respecto de los cuales las viejas instituciones religiosas
recibieron la casi explícita prohibición de intervenir normativizadoramente,
como hasta entonces. Se producía una
distancia crítica entre la autonomía subjetiva de los individuos –objeto de una
auténtica santificación– y la autonomía objetiva de las esferas sociales
institucionalizadas, percibidas ahora como inhumanas, racionales, frías, etc. Todo
ese proceso pasaba por establecer que la inmanencia de Dios sólo podía ser
percibida a través de la experiencia íntima, a la vez que se consideraba
blasfema toda pretensión de que el mundo podía servir como soporte o medio para
la expresión de lo trascendente.
Esa lógica realmente topofóbica del gran proyecto reformador en materia
religiosa se empeñó en desactivar todas aquellas formalizaciones cualitativas
del espacio –edificios religiosos, procesiones, cruces, sonidos de campanas,
etc.– que expresaban los valores culturales que estaban organizando el mundo
social. Se trataba, en cierto modo, de renunciar a las prácticas destinadas a
definir significativamente el suelo, de una neutralización del espacio y del
tiempo que no permitiera encontrar en ellos jerarquías, ni referentes
transmundanos. Esa desterritorialización sistemática consistió, en el plano
simbólico, en desalojar a Dios del tiempo y del espacio, hasta el punto que su
poder ya no sería más un poder geográfico, como tampoco lo sería cronológico.
Dios actúa en y sobre el espacio y el tiempo, pero no está, no puede estar ni en el espacio ni en el tiempo, sino sólo dentro de cada cual. Recuérdese que, por
principio, el espacio y el tiempo pertenecen, en el dualismo cartesiano y en la
teología protestante, al campo categorial de lo exterior, asociado al cuerpo, a
la materia, es decir a aquellas vías por las que lo único sobrehumano que
podría manifestarse serían potencias malignas.
A partir de ese momento, el espacio público, puesto que es mundo y
parafraseando a Lutero, queda bajo el dominio del Demonio, y su
control, o lo que es igual, su territorialización, debe corresponder al Estado
civil, la única salvaguarda que la debilidad humana encuentra frente a Satanás
y frente a sus propias inclinaciones antisociales.
Desde tal perspectiva, la calle, como expresión física de ese nuevo
espacio público que la modernidad funda, pasaba a concebirse como exponente
máximo también de los peligros de la desestructuración, o cuanto menos de toda
fuente trascendente de organización de la vida social. Todas las percepciones
negativas de la calle tienen que ver con ese supuesto de malignidad que afecta
a una ciudades sin Dios, escenario de todo tipo de peligros para el alma, en
los que los viandantes podían ser pensados como sonámbulos sin espíritu, náufragos
interiores a merced de mil peligros, todos ellos asociados precisamente a lo
liminal en el campo ritual, es decir a la actividad «en hueco», a-estructurada,
estocástica, que tenía lugar en su seno. La calle era, en las sociedades
modernas, el teatro de los delirios de masas, de los circuitos irracionales de
muchedumbres desorientadas, de la incomunicación, de la desolación moral, de la
soledad... La vida pública era el escenario de relaciones de poder fundadas
en la inautenticidad y el simulacro, jurisdicción absoluta de la mentira. A partir
del siglo pasado, el espacio público se percibe cada vez más como el territorio
de las indeterminaciones morales, en que nadie puede aspirar a realizar su
propia autenticidad y los demás constituyen un peligro, y dónde sólo en la
esfera privada podía aspirarse a una vivencia de la propia verdad natural.
Ese rechazo del espacio público y el consiguiente repliegue hacia lo
privado y lo íntimo estuvieron en la base misma de la concepción ortogonal de
las ciudades modernas norteamericanas, esquemas abstractos e hiperracionalistas,
un concepto que interpretó el espacio a construir como un desierto, en tanto la
ciudad que se construye en América es,
ciertamente, un páramo sin confines ni marcas, un ámbito de la agresividad o,
como mucho, de la más atroz de las indiferencias hacia la suerte ajena. El
crecimiento de las ciudades norteamericanas siguió el mismo criterio que
orientara a lo largo del siglo XIX la expansión hacia el Oeste, que consistió
no tanto en colonizar la diferencia, en someter lo que les era ajeno –en este
caso, los indios–, sino en sencillamente suprimirlo, derogar su existencia.
En esa misma dirección, la concepción moderna de calle, tal y como se
implanta en Estados Unidos, persigue idéntico fin, que no es otro que ese mismo
de evitar, soslayar y, si es posible, abolir en el plano de lo sensible –que no
de lo real– la existencia de complejidades, de plurales mundos y, en especial,
de desigualdades y asimetrías socio-económicas, y hacerlo a través de una
monotonización del espacio público. Éste pasaba a constituirse en un espacio en
el que las gentes basan su relación en la indiferencia, la reserva y el
alejamiento mutuo, una neutralidad que no es sino la consecuencia de la premisa
protestante ya enunciada de que «ahí fuera» –es decir fuera de la intimidad
personal, de la privacidad hogareña o del refugio comunal–, no puede haber nada
realmente interesante ni de importancia. Toda vida debe ser la crónica de una
defensa o/y huida de un mundo por definición peligroso y contaminante, en una
pugna constante de los vivos por liberarse de las penas diarias y en una lucha
desesperada –y condenada de antemano al fracaso– por conseguir un autocontrol
absoluto. En todos esos frentes, el único instrumento que le es concedido al
nuevo ciudadano moderno es el sentimiento religioso, que puede producir la
sensación de que es posible negar la realidad externa, disiparla, hacer como si
no estuviese ahí. Es preciso reconocer hasta qué punto es deudor de la
cosmovisión protestante todo lenguaje que describa el espacio urbano como
alienante, impersonal, excluyente, frío, inhumano, etc.
Resumamos recordando que fue Max Weber quien
notó por primera vez cómo la mentalidad calvinista acababa propiciando una
insatisfacción crónica cuyo escenario era la vida ordinaria moderna, lo que
hacía de la calle un lugar infernal, a las antípodas de los beneficios
interiores de la gracia, en el que cada individuo debía luchar por mantener su
propia integridad. El hombre moderno era así condenado a experimentar una
situación constante de malestar interno, entendido casi como una calidad
inseparable y consubstancial de la experiencia de la vida ordinaria. El espacio
público dejó de ser un lugar plagado de certezas y de signos que irradiaban
valores y principios comunitarios, hipostatados en divinos, para devenir, de
súbito, una tierra vacía de Dios, una esfera de inseguridades que eran tanto
más temibles cuanto se suponía que era en ellas donde se reflejaban las
posibilidades de salvación o condenación personales, y en la que era imposible
mostrarse tal y como se es en realidad. La afirmación del propio yo no podía
hacerse sino por la vía de la negación y la inhibición del mundo, de tal forma
que la redención y la vida eterna dependían de la capacidad humana en abominar
de toda «idolatría a la criatura» o, lo que es igual, en negar lo inmediato, lo
sensible, lo concreto, en favor de un futuro mejor en otra dimensión a la que
sólo los elegidos podrían acceder.
Con ello no se dejaba de expresar al pie de la letra un principio contenido en
Proverbios 1, 20-21 : «La sabiduría clama por las calles, por las plazas
alza su voz. Llama en la esquina de las calles concurridas, a la entrada de las
puertas de la ciudad pronuncia sus discursos».
Manuel Delgado, Lo urbano y el Maligno, El cor de les aparences, 10/12/2013
Resumen de la conferencia dictada en el ciclo Contested Cities, en Traficantes de Sueños, Lavapiés, Madrid, el 28/11/13
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