En què ens hem de posar d'acord?
No es necesario estar ya de acuerdo antes de acordar. Tal no habría de ser el circular requisito. Decir que no hay acuerdo no es una razón para eludirlo. Podría más bien ser la constatación de que hemos de crear las condiciones para procurárnoslo, o para comprobar hasta qué punto efectivamente no es posible. Desde luego, si no se considera conveniente, incluso cabría debatirse acerca de su pertinencia. Pero ello supondría, para empezar, combatir la indiferencia y la pereza. Baste para señalar que el mayor enemigo de un acuerdo es no desearlo. Y, desde luego, este factor es determinante para señalar que no se dan los requisitos mínimos. No es infrecuente en tales circunstancias que quien no contribuye con las suyas encuentre que no las hay. Uno echa en falta lo que no se da, precisamente por lo que no ha puesto. En tal caso, podría jugarse a señalar al otro como causante de esa carencia de indispensable voluntad pero, de proceder así, el argumento resultaría muy rudimentario.
El consenso que se sostiene en la previa eliminación de las
diferencias, esto es en la reducción al mínimo común de lo que ya somos o
pensamos, no resulta de interés. Levantar acta de aquello en lo que ya
coincidimos podría ser iluminador, un aliciente o un despropósito, pero
no añadiría mucho a la situación. Decir en qué ya concordamos para
considerar que a eso se limita acordar ignora el sentido del consenso.
La reiterada constatación de que un acuerdo es una transacción en la que doy para que me den, que consiste en el mero intercambio interesado
para ir ganando paulatinamente posiciones, acostumbra a dejar los
logros en suspenso, hasta una nueva ocasión en la que reabrir el espacio
que propicie un nuevo avance de nuestra posición. Esta concepción de
que se trata de un negocio que ha de ser rentable, no
como resultado de acercar posiciones, sino de doblegar ingeniosamente al
contrario, ignora el alcance más fructífero del mejor consenso.
Hacen bien en desconfiar de él quienes estiman que se trata de eso.
Es razonable que lo encuentren infecundo, desaconsejable y paralizador.
Salvo para embaucar. A su juicio, parecería más adecuado tratar de hacer
valer la propia posición y ganar poder y adeptos para
llevarla adelante. Es más, en caso de contar ya con ellos o de presumir
que podrían lograrse, costaría ver las ventajas de tamaño acuerdo. No
sería necesario. En última instancia, este sería un mal menor para
abordar coyunturas insalvables. “¡qué le vamos a hacer, tendremos que ponernos de acuerdo!”. O, “¡no nos va a hacer falta!”.
El hecho de que cada vez con más frecuencia nos desenvolvamos en el
terreno de lo debatible, de lo discutible, de lo que requiere una
preferencia y una decisión compartidas, dado que con un mayor
conocimiento también se incrementa el ámbito de lo no conocido, no es
suficiente para reducir a ello la pertinencia de los acuerdos. Estos han
de ser fuerzas motrices y motivadoras, instancias de auténtico impulso
social.
Efectivamente, nos encontramos en espacios de discordia y de controversia. Por otra parte, ni pensamos igual ni añoramos hacerlo. Es más, tal es asimismo la base de nuestras relaciones, lo que no impide, antes bien aconseja y propicia, encuentros necesarios y fecundos. En semejante contexto, el acuerdo no es un simple mínimo común, ni la suma que resta de suprimir las diferencias. No las zanja, sino que las tiene bien en cuenta para que, en tanto que acción de verdadera innovación, se sea capaz de engendrar nuevas convicciones, no simplemente resignadas claudicaciones, ni resúmenes del actual estado de cosas.
Si el acuerdo no es innovación social, si no genera una nueva
posibilidad, es decir si no abre nuevas vías y propicia otro modo de ver
y de entender, no solo será precario, como todos los acuerdos lo son,
sino que se encontrará permanentemente cuestionado. Se reducirá a mera
estrategia. Será suficiente una nueva relación de fuerzas para que se
cuestione una y otra vez.
La potencia de innovación del consenso radica en
esta capacidad de incorporar perspectivas inauditas, tal vez ni siquiera
previstas del todo por los interlocutores, que no se limitan a
intercambiar sus piezas o naipes, sino que son capaces de inaugurar
otro juego mejor. La pobre concepción de que es una conjugación de
intereses que se rigen por la compraventa de bienes y de favores, por la
filfa de las concesiones, ignora que la razón y la palabra no son
patrimonio de nadie, de ningún individuo, de ninguna formación, presta
al trueque. La palabra es palabra dada precisamente como acuerdo, lo que
no elude la discordia y la posibilidad incluso de pactar o de constatar
las diferencias irreconciliables.
En definitiva, se trata de generar otra convicción, la que aglutina
voluntades en torno a un proyecto común. Que el acuerdo sea unitario no
significa que sea uniforme. Que sea compartido no implica que se haya
configurado por la adición de partes. Que sea viable no supone que sea
fácil. Ni que sea realista, que resulte ramplón, corto de miras y fruto
de simples permutas y cambalaches.
Por ello, los grandes acuerdos implican una transformación de la mirada, una modificación incluso del alcance los objetivos, que no se quedan prendados por lo más inmediato. Exigen generosidad,
pero no sólo para con el interlocutor. Son más que un cara a cara, más
que un tú a tú. Tienen en cuenta a quienes no están presentes, y
propician otra proximidad y otra incorporación, la de lo que es justo
para cada quien concreto. Y esta singularidad es la que les da alcance y
universalidad. Son promesa. No porque ofertan, sino porque convocan y procuran con su palabra otras posibilidades.
Precisamente por ello, los buenos acuerdos comportan un consenso, sin reducirse a él. Son más el compromiso de trabajar conjuntamente en determinadas direcciones,
según diversos proyectos, de procurar medios y recursos y de ser leales
y fieles a lo que se busca y se persigue. Y no solo para alcanzarlo,
sino para generarlo, para crearlo. El acuerdo no es un retroceso para
perder lo alcanzado a fin de coincidir, sino para propulsar lo logrado
sin limitarlo a nuestras personales intenciones y deseos. Su dificultad
obedece no pocas veces a la sospecha de las intenciones ajenas. Lo
inquietante es cuando se circunscribe al espacio en el que esgrimir
intenciones mutuas, en nombre de la pedestre habilidad de engatusar al
contrincante. De ser así, incluso la novedad no supondría capacidad de
transformación. Si son innovación social es porque configuran otra realidad.
Ángel Gabilondo, De acuerdo, El salto del Ángel, 10/12/2013
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