La infidelitat als fets.
Una de las características recurrentes en el pensamiento de derechas es su sacralización de los hechos. Su discurso se apoya en una supuesta defensa del realismo contra las utopías que defienden las propuestas de la izquierda. Con cierta condescendencia se acepta a veces que una sociedad igualitaria, justa y solidaria sería deseable, pero se añade inmediatamente que esa Arcadia feliz no está al alcance de una naturaleza humana egoísta y competitiva. Lo más que podemos lograr, dicen, es una sociedad que facilite que sus miembros más capaces prosperen mientras los menos favorecidos reciban alguna asistencia conmiserativa de los poderes públicos. La igualdad produce mediocridad, y confiar al Estado la gestión de los servicios públicos implica el deterioro de su calidad. Las utopías están muy bien como juegos literarios pero los hechos mandan y los seres humanos somos como somos.
La debilidad de este argumento consiste en que esa naturaleza humana
de la que hablan no existe. Es verdad que el ser humano es egoísta,
competitivo y agresivo, pero también es compasivo, solidario y
pacífico. La naturaleza le ha concedido un costoso privilegio: el de
tener que inventarse a sí mismo. En pleno Renacimiento, Pico de la
Mirandola decía que el hombre es un “escultor de sí mismo” y elogiaba a
este “admirable camaleón”. Lo cual es aplicable a su vida social, tan
variable como él mismo. Hemos asistido en la historia a tantos modelos
políticos y económicos que la ingenuidad consiste en pensar que el
actual es definitivo.
“Lo que es, no es verdadero” decía Ernst Bloch. Por definición, como
participio del verbo hacer, un hecho es lo que está acabado, terminado,
completo. Y tales cosas no existen en una realidad que está en continua
transformación. El supuesto realismo de las posturas conservadoras
implica una concepción del mundo que nada tiene que ver con la
naturaleza humana y mucho con prejuicios ideológicos. El realismo
conservador es abstracto, pese a su pretendida fidelidad a los hechos,
porque congela un momento del curso de la historia y lo convierte en
modelo del futuro. Paradójicamente, las utopías –solo algunas de ellas,
es verdad- son mucho más realistas, en la medida en que suelen anticipar
procesos a los que el tiempo termina dando la razón. Piénsese, por
ejemplo, en las utopías de los ilustrados: en plena vigencia del
absolutismo autores como Rousseau y Kant postulaban la creación de
regímenes democráticos, la autonomía personal y la libertad de
pensamiento, metas que al menos formalmente han sido concedidas por la
historia a algunos habitantes de este mundo.
La función de las utopías –de las buenas utopías- no consiste en
diseñar un resultado futuro sino en indicar una dirección sabiendo que
el punto de llegada no se alcanzará nunca. Sucede algo parecido a lo que
pasa con nuestra búsqueda de la felicidad: solo un insensato puede
pensar que llegará a cumplir todas sus aspiraciones en lo que le queda
de vida, pero eso no le impide buscarlas. Desde este punto de vista, las
utopías peligrosas son aquellas que se consideran cumplidas: cuando se
supone que una sociedad ha llegado a la meta que se había propuesto hay
que echarse a temblar, porque cualquier intento de seguir adelante será
interpretado como una traición a esa utopía.
Todo esto viene a cuento del pretendido realismo con que se está
afrontando la crisis. “No hay otro camino”, se dice, como si las leyes
de la economía fueran semejantes a las leyes naturales y tan
incuestionables como la ley de la gravedad. Nuestros gobernantes se
manifiestan contrarios a tomar las medidas que están tomando pero
sostienen que no tienen más remedio que hacerlo porque la realidad lo
exige. Es verdad que la realidad lo exige, pero lo que resulta
discutible es la aceptación resignada de esa realidad como definitiva.
Las reformas y los recortes están diseñados a la medida de la realidad
económica actual y los esfuerzos se dirigen a fortalecer la economía
capitalista y no a ponerla en cuestión. Son pocos los políticos y
ninguno entre los gobernantes que hayan planteado la necesidad de sacar
consecuencias de la crisis edificando la economía sobre bases distintas
de aquellas que la han provocado. El lenguaje político se dirige más
bien a adecuarse a las exigencias que impone este mundo globalizado, con
la consiguiente desaparición del estado de bienestar y la dictadura de
los poderes financieros, sin plantearse siquiera la necesidad de
repensar las leyes económicas que nosotros mismos hemos establecido.
¿Será la primera vez en la historia que un sistema económico pretende
convertirse en definitivo, según la delirante teoría del “fin de la
historia”?
Por supuesto que el mero recurso a la utopía no solucionará los
problemas que plantea la crisis. Si es engañosa esa supuesta fidelidad a
los hechos, también lo es un pensamiento utópico desconectado de las
exigencias del mundo en que vivimos, la defensa de medidas supuestamente
progresistas cuya única fundamentación radique en nuestros deseos. Se
trata, según dijo alguien cuya mención es hoy políticamente incorrecta,
de transformar el mundo y no limitarse a interpretarlo. No se puede
superar esta situación con meras declamaciones utópicas: son necesarias
medidas económicas y políticas concretas, nada fáciles de decidir y
aplicar, incluso algunas que seguramente implicarán sacrificios para
los ciudadanos (aunque esos sacrificios se limitan actualmente a quienes
menos tienen). Pero tan peligroso como limitarse a exigir paraísos
futuros es renunciar a elegir la dirección a la que queremos
encaminarnos. Y la están decidiendo por nosotros.
Augusto Klappenbach, Desconfío de quienes se atienen a los hechos, Público, 25/12/2013
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