L'epidemiologia de la por.

Decía Michel de Montaigne que a lo que más temía era al miedo. Y no le faltaba razón. Según el diccionario de la Real Academia Española, el miedo es una perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. En esta definición escueta nos encontramos con los elementos cruciales que caracterizan el miedo: angustia, riesgo, daño. El miedo remite a la idea de que estamos en peligro aunque, como dice la definición, las creencias en las cuales se basa pueden estar justificadas o no. (…)

Las emociones negativas son más impactantes que las positivas. Por razones adaptativas uno necesita saber qué va mal, por eso el miedo es la emoción más creída. Las emociones positivas tienen menos impacto, porque son más difusas, más tibias. Es lo que se llama “ley de asimetría hedónica”: lo negativo te lleva a la alerta. Y esto no tiene porqué ser necesariamente malo: hay miedos racionales que nos permiten protegernos y defendernos de peligros, amenazas y males que nos acechan. El problema es que el miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peores de lo que son (Tito Livio) y se prende como un reguero de pólvora.

Es el fenómeno del “contagio emocional”: los estudios en psicología de las emociones han demostrado que los individuos responden en gran medida a las emociones expresadas por los demás. Por ello, es predecible que un grupo de personas asustadas y temerosas terminen más asustadas como resultado de su interacción. Es decir, en los grupos, una tendencia al miedo engendra su propia amplificación. Y es que lo característico de la llamada “opinión pública” –ese resultado agregado que emerge del conjunto de intercambios comunicativos- es adivinar qué harán los demás (especular), de modo que se produce una tendencia a la circularidad autorreferente que retroalimenta las interacciones colectivas, hasta el punto de hacerlas perder el contacto con la realidad .como es el caso de la economía especulativa frente a la productiva.

Este contagio del miedo tiene que ver con la idea de los llamados “pánicos morales”, esos miedos sociales ante alguna amenaza moral percibida, de disidentes religiosos, extranjeros, inmigrantes, homosexuales, pandillas o drogadictos. La mayoría de las personas sienten el mismo pánico moral no porque tengan una razón independiente para temer la amenaza moral, sino por el miedo expresado por los demás. Esto sucede especialmente si la amenaza puede ilustrarse con un ejemplo fácilmente accesible (disponible) que parezca representar una tendencia general. Son anécdotas aparentemente representativas y ejemplos cautivantes que pasan rápidamente de una persona a otra en lo que se denomina una “cascada”.

Al fenómeno de las cascadas se une el de la “polarización grupal”, que consiste en el hecho de que cuando personas con ideas afines deliberan entre sí, en general terminan por aceptar la versión más extrema de las opiniones con las que comenzaron. Entonces, si varias personas que temen al calentamiento global, a la energía nuclear o al terrorismo, conversan entre sí, es probable que su miedo aumente como resultado de esos debates internos.

Esa “epidemiología del miedo” se vería incrementada en nuestro tiempo por el incremento de la densidad, frecuencia y complejidad de nuestras interacciones con los demás, característica de la globalización –y de los nuevos medios, como Internet-, que aumentaría el grado de las alarmas. Así, la “opinión pública”, los “climas de opinión”, que se contemplan desde determinadas perspectivas como un poder moderador capaz de evitar las peores extralimitaciones colectivas, se convierten a su vez en el espacio privilegiado para el contagio y la propaganda del miedo y la alarma social. Los climas de opinión constituyen la representación colectiva del miedo o alarma social, como un conjunto de expectativas colectivas: son presuposiciones acerca del estado actual de la situación colectiva y sospechas sobre cuál será su posible tendencia futura, a modo de marcos interpretativos de referencia con los que los actores anticipan el estado de la situación en que participan. Huelga recordar aquí la importancia de la determinación de esos marcos interpretativos de la realidad que sitúan el punto de vista y dirigen la atención.

Cuando en estos climas de opinión entran en juego emociones intensas (como el miedo), la gente tiende a concentrarse en el resultado adverso y no en las probabilidades de que el daño ocurra. Se enfatiza el “peor escenario” posible, lo que produce serias distorsiones tanto para los individuos como para las sociedades. Como ha destacado Cass R. Sunstein en varios trabajos, concentrarse en el “peor escenario” supone que:

Cuando un resultado malo es prominente y desencadena emociones fuertes, se requerirá que el Gobierno haga algo al respecto, incluso si la probabilidad de un resultado malo es baja. Los miembros de diversas tendencias políticas, al concentrarse en el “peor caso”, buscan por completo sacar provecho del descuido de la probabilidad.[i]

Existe también una nutrida variedad de estudios empíricos sobre los sesgos en la percepción del riesgo, siendo reseñables los de Daniel Kahneman y Amos Tversky (Pensar rápido, pensar despacio)

En resumen, con respecto a los riesgos de daño, las imágenes vividas y los cuadros concretos del desastre pueden desplazar (y de hecho, los hacen) otros tipos de pensamiento racional, entre ellos el pensamiento crucial de que la probabilidad de desastre es realmente pequeña.

A todo este cuadro de la epidemiología del miedo hay que añadir el efecto de las predisposiciones –a veces de índole cultural- ante determinados peligros y riesgos y el sesgo de la confirmación, esto es, la tendencia a privilegiar la información que corrobora y apoya nuestras hipótesis y creencias originales.

La concentración en los peores escenarios posibles conlleva, en consecuencia, un efecto deformante sobre el juicio humano, produciendo un miedo excesivo hacia acontecimientos improbables y, a la vez, una confianza infundada hacia situaciones que plantean un peligro genuino. El problema puede ser que los individuos y las sociedades tengan miedo de riesgos no existentes o triviales y simultáneamente descuiden los peligros reales.

Txetxu Ausín, El poder de los miedos; ¡Perdón!, de los medios., Claves de razón práctica, Marzo/Abril 2014, nº 233




[i] Este descuido de la probabilidad plantea la cuestión de hasta qué punto se han de divulgar (contar) riesgos de baja probabilidad cuando sabemos, a ciencia cierta, que la gente se fija y obsesiona con el resultado malo, generando angustia y ansiedad pero sin alterar el comportamiento ni mejorar la comprensión. ¿Es realmente importante forzar la divulgación de hechos que, como es de esperar, causarían altos niveles de alarma? (C. R. Sustein, Leyes de miedo, Katz, 2009, pág. 100)

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