La partícula divina, la metàfora encertada.


Leon Lederman, buscador del bosón y premio Nobel de Física en 1988, quiso llamar a su libro de divulgación La maldita partícula, por lo esquiva que era y las grandes dificultades que estaba produciendo su búsqueda. Sin embargo, el coautor del libro, el escritor Dick Tertesi, junto al editor, obtuvieron finalmente su permiso para que el título fuera La partícula divina. Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta? (The God Particle. If the Universe is the answer, what is the question?). Para Peter Higgs, “el nombre me produce cierto apuro, puesto que, aunque no soy un creyente, me parece que es el tipo de mal uso de la terminología que podría ofender a algunas personas”, según dijo en una entrevista en The Guardian en 2008. 

Lederman era, cuando escribió el libro, director del Fermi Lab, el acelerador cercano a Chicago, en Estados Unidos, parecido al CERN, aunque más pequeño. Y también era diseñador del plan de construcción del SSC, el Supercolisionador Superconductor de Texas, cuya construcción se detuvo, debido al alto coste, en 1993, cuando se habían excavado 23 de los 87 kilómetros de túnel previstos. Probablemente en una máquina de este tipo el bosón hubiera aparecido antes, porque su mayor tamaño, 87 kilómetros frente a los 27 del CERN, y la mayor energía alcanzada hubieran propiciado la aparición de la escurridiza partícula. De hecho, la razón principal para construirlo era precisamente encontrar el bosón. 

Y es que la búsqueda del bosón estaba en “el centro del estado actual de la física”, decía entonces Lederman, que explica en el primer capítulo que aunque le hubiera gustado llamarla la partícula maldita sea, prefiere darle este otro apodo, tanto porque el editor no le dejaría como porque encuentra una cierta afinidad con la torre de Babel y la confusión que generó. Así como entonces, según cuenta el Génesis, Yavé impidió la construcción de la torre creando de una sola lengua muchas diferentes para que quienes la construían no se entendieran, así, la construcción del SSC permitiría recobrar la única lengua que la física hablaba en un principio. Una lengua que los físicos no podían encontrar porque no aparecía una escurridiza partícula que, “cabría decir, había sido puesta ahí para ponernos a prueba y confundirnos”. Por eso, para desentrañar el misterio, los físicos construían entonces esa moderna torre de Babel, el SSC, de manera que se podría leer, en ese mismo capítulo y según un Novísimo Testamento, que “bajó Yavé a ver el acelerador que estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: ‘He aquí un pueblo que está sacando de la confusión lo que yo confundí’. Y el Señor suspiró y dijo: ‘Bajemos, pues, y démosles la Partícula Divina, de modo que puedan ver cuán bello es el universo que he hecho”. 

Sin embargo, parece que el coste de la instalación era excesivo, según quien debía financiarlo, para el hallazgo prometido. Aquella divina búsqueda, pues, quedó en nada y el laboratorio europeo, el CERN, tomó el relevo en la carrera. La importancia de tener máquinas más grandes, con túneles más largos, es muy notable, porque en este negocio el tamaño, y la energía, sí importan. Y mucho. De hecho, en el CERN ya se está pensando fabricar un nuevo anillo, de entre 80 y 100 kilómetros, frente a los 27 actuales, y capaz de pasar de los 14 TeV de energía del actual LHC al entorno de los 100 TeV, ya muy lejos del 0,98 que se alcanzaba en el Tevatron, el viejo laboratorio de Lederman en Chicago. (La unidad de medida de energía es el electronvoltio, eV, y la T que va delante significa tera, un billón). Más energía supone más y mejores colisiones entre partículas y, por tanto, la posibilidad de analizar simulaciones lo más parecidas posibles a hechos sucedidos en los primeros instantes tras el big bang. Pero el tipo de máquina dependerá en realidad de lo que se descubra sobre el bosón en los próximos años. 

En todo caso, el libro de Lederman —aparecido en 1993, publicado en España en 1996 y reeditado en bolsillo el año pasado—, escrito con mucho humor, mucha metáfora acertada, muchos personajes y explicaciones de la física más puntera de ese momento, resulta todavía hoy de lectura apasionante, y, quizá por ello, se convirtió en uno de los mayores éxitos de ventas en la historia de la divulgación de la física. Y, además, aunque ahora lo lamente cada día, “se arrepiente, sabe lo que ha hecho, pero ya no puede desdecirse”, dice Sean Carroll, bautizó el bosón para los restos.

Antonio Calvo Roy, Un ladrillo divino en la torre de Babel, Babelia. El País, 08/03/2014

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