La monarquia del sexe.
Michel Foucault, enfant terrible
de la filosofía francesa, suicida malogrado, profesor universitario,
presunto apolítico, posible militante de izquierdas parapetado de gaullista,
maoísta a ratos, jamás trotskista, homosexual, activo, pasivo, otra
vez: pasivo, visitante asiduo de los garitos sadomasoquistas y las
saunas de ambiente de Nueva York y San Francisco, diplomático y escritor
en ciernes, drogadicto esporádico, defensor de los derechos humanos,
del LSD y de la revuelta sindicalista polaca de 1981, pensador contumaz,
arqueólogo de las estructuras de Poder, con mayúscula, víctima temprana
de los excesos del racionalismo, de la alopecia y de la pandemia del
sida, enemigo intelectual de Jean-Paul Sartre, estudiante de budismo zen y lanza-adoquines apócrifo en Mayo del 68, entre otras muchas cosas, es el autor de una interesante trilogía titulada Historia de la sexualidad. De ella —i. e. de la trilogía— voy a hablarles en este artículo.
Antes,
permítanme una advertencia. O mejor, dos. La primera, que al decir que
Foucault era un arqueólogo de las estructuras de Poder, con mayúscula,
estaba siendo demasiado cauteloso. O poético. En realidad, Foucault
estaba obsesionado con el Poder. No pensaba en otra cosa. Hablase de
psiquiatría o de derecho penal, de cárceles o de Las Meninas, todos sus análisis partían de, fluían hacia y desembocaban en el Poder. Más de un académico, con James Miller,
uno de sus biógrafos, a la cabeza, ha llegado a insinuar que lo único
que incitaba a Foucault a pasarse sus giras por Estados Unidos visitando
garitos sadomasoquistas era su deseo de convertir las relaciones de
poder —esta vez con minúscula— en una fuente de placer. (Sin
comentarios. Ni juicios de valor, por supuesto). La segunda advertencia
es que, pese al título grandilocuente —después de todo, por más que
fuese un enfant terrible, Foucault nunca dejó de ser al mismo tiempo un enfant de la Patrie—, Historia de la sexualidad, pese a sus casi setecientas páginas, no es más que un
prolegómeno en el análisis de este tema. Aquí les dejo un puñado de
razones: (i) Foucault solo llegó a publicar tres de los seis volúmenes
que había previsto, por lo que el grueso de la obra apenas pasa de los
hábitos sexuales de griegos y romanos; (ii) su campo de estudio se
circunscribe a Occidente, ignorando casi por completo el resto del mundo
—recordemos una vez más que Foucault era francés: ah, la Grande Patrie!—;
y (iii) Foucault afirma que la historia de la sexualidad se articula en
torno a dos grandes rupturas, una en el siglo XVII, cuando nacen las
grandes prohibiciones, y una en el siglo XX, cuando se aflojan los
mecanismos de represión. Como saben todos los lectores de Jot Down,
a día de hoy, al menos en Occidente, habría que incluir una tercera
ruptura, auspiciada por el auge del porno. Pero, como diría Michael Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión. Ahora, vayamos a lo importante.
La voluntad del saber
Foucault
comienza su obra aludiendo a la represión sexual que, según los
discursos más extendidos, habría sido puesta en marcha a lo largo del
siglo XVII, coincidiendo con el nacimiento de una sociedad burguesa
capitalista. Se trataría, como es bien sabido, de una época de
interdicciones, de cerrazón amatoria, de sexo exclusivamente
reproductivo, de ausencia de placer, de mojigatería, de puritanismo
extremo. El tema que nos incumbe, el sexo, se habría convertido, o así
nos lo han querido vender, en poco menos que un tabú. Ojo: así nos lo
han querido vender los otros. Para Foucault, en cambio, esta hipótesis represiva, oh, là, là,
no es más que una técnica de poder. Casi que una quimera. En realidad,
la supuesta sociedad mojigata y burguesa que nace a finales del XVII
«habla con prolijidad de su propio silencio, se encarniza en detallar lo
que no dice».
Tras
poner de manifiesto cómo la supuesta reserva en torno al sexo no es, en
cierta medida, más que el fruto de una hipocresía generalizada,
Foucault enumera una serie de instancias en las que no se hace otra cosa
más que hablar de este tema. Como era de esperar, se apunta en primer
lugar a la Pastoral cristiana. Por medio de la confesión, los sacerdotes
quieren saberlo todo sobre el sexo. T-o-d-o. No solo lo que se ha
hecho, sino también, y sobre todo, lo que se ha mirado, lo que se ha
dicho, lo que se ha pensado. (Nada extraño, por otra parte. Tengan en
cuenta que, a falta de Internet, el confesionario era probablemente una
forma excelente de paliar la incurable curiosidad humana). En un exceso
de celo, la Iglesia establecerá con quién se puede tener relaciones
legítimas —i. e. el cónyuge—, cuándo —i. e. tras el matrimonio—, con qué fines —i. e. la procreación— e incluso de qué formas —i. e. nada de posturitas exóticas, ni de juguetitos, ni de desvestirse completamente durante el coito.
Desde
luego, la Pastoral cristiana no va a ser la única que se enzarce en
esta proliferación de discursos sexuales. En primer lugar, le va a hacer
compañía el monarca y la clase gobernante quienes, por primera vez en
la historia, no la de la sexualidad, sino de la otra, la normal, la de Tucídides,
la hegeliana, van a interesarse por los encuentros carnales del vulgo.
Es la época de las preocupaciones demográficas, de la medición de las
tasas de natalidad y mortalidad, y de las catastróficas inquietudes de Malthus, un pastor anglicano que, al más puro estilo Nostradamus,
«predijo» que más de cien millones de británicos morirían de hambre
como consecuencia del desajuste entre el crecimiento poblacional —que
aumentaba en progresión geométrica— y el crecimiento de la producción
alimenticia —que lo hacía únicamente en progresión aritmética—. También
es la época en la que las diferentes ramas del poder estatal, y muy en
especial la rama judicial, se lanzan a la persecución de los
pervertidos. Ahora más que nunca, los depravados, los corrompidos, los
viciosos, tendrán que afrontrar el ostracismo social, la tipificación de
sus conductas y, a veces, el internamiento en centros especiales o
incluso la cárcel.
Por
último, pero no menos importante, Foucault nos habla de la
proliferación de los discursos médicos sobre la sexualidad. Al igual que
en otros ámbitos, el creciente interés por los aspectos
medico-científicos del placer vino acompañado de un engañoso recelo a
discutir tales temas. Un ejemplo paradigmático es el de Auguste Tardieu, quien en su Estudio médico-forense sobre los atentados a la moral habría escrito lo siguiente:
La sombra que envuelve esos hechos, la vergüenza y la repugnancia que inspiran, alejaron siempre la mirada de los observadores… Mucho tiempo he dudado en hacer entrar en este estudio el cuadro nauseabundo.
Tardieu,
como la Pastoral cristiana, como los jueces y legisladores, como los
gobernantes, no desaprovecha ocasión alguna para hablar de eso que se
supone oculto, embozado en el ámbito de lo secreto, de lo privado, de lo
prohibido. El caso de los médicos es especialmente preocupante. A lo
largo del siglo XIX no habrá enfermedad alguna a la que no se le suponga
una etiología/causa al menos parcialmente sexual. Si se tiene tisis, o
tuberculosis, o un resfriado, es porque se están usando los genitales
para actos indebidos. (Ole, precisamente, los cojones de los médicos).
En
resumen, Foucault insinúa —sin recurrir a esta comparación— que entre
los siglos XVII y XIX nos convertimos poco menos que unos voyeurs no del acto sexual, sino de la sexualidad en sí misma:
Inventamos un placer diferente: placer en la verdad del placer, placer en saberla, en exponerla, en descubrirla, en fascinarse al verla, al decirla, al cautivar y capturar a los otros con ella, al confiarla secretamente, al desenmascararla con astucia; placer específico en el discurso verdadero sobre el placer.
Personalmente,
hay dos ideas en las que coincido plenamente con Foucault y una en la
que estoy en total desacuerdo. Empecemos por donde no hay fricción.
Lo
primero en lo que uno no tiene más remedio que darle la razón al
filósofo francés es en relación con el hecho de que vivimos en una
«monarquía del sexo»:
Occidente ha logrado (…) hacernos pasar casi por entero —nosotros, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestra individualidad, nuestra historia— bajo el signo de una lógica de la concupiscencia y el deseo (…) El sexo, razón de todo.
Esto
es innegable, ¿no? Y quien diga lo contrario, miente. Lo que dudo mucho
es de que hagan falta ciento cincuenta páginas para transmitir un
mensaje tan simple. En mi humilde opinión, esto puede hacerse en un par
de frases. Sirva como ejemplo la concisión de David Lynch en la mítica serie de televisión Twin Peaks.
A mediados de la primera temporada, Cooper, un agente del FBI encargado
de investigar el asesinato de Laura Palmer, somete al doctor Jacoby (el
terapeuta de Laura) a un interrogatorio. Cuando Cooper le pregunta al
doctor Jacoby si Laura tenía problemas, este le responde que sí. Y
cuando le pregunta si los problemas de Laura eran de naturaleza sexual,
el doctor Jacoby suelta la mayor verdad de toda la serie: «Agente
Cooper», le dice, «los problemas de toda nuestra sociedad son de
naturaleza sexual». Esto es, chispa más o menos, digo yo, no sé, espero,
lo mismo a que se refiere Foucault cuando habla de la «monarquía del
sexo».
La
segunda conclusión irrefutable es que en nuestro entorno cultural, y
parece que también en el de los siglos XVII en adelante, el sexo hace
las veces de sanctasanctórum de la existencia. O sea, que no es solo
aquello que nos define e individualiza, sino también aquello a lo que,
excepciones al margen, otorgamos un mayor valor, ya sea gozando con su
realización o sufriendo con sus carencias. Foucault escribe lo
siguiente:
El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de la sexualidad es, de ahora en adelante, este: intercambiar la vida toda entera por el sexo mismo, por la verdad y la soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte. Cuando Occidente, hace ya mucho, descubrió el amor, le acordó suficiente precio como para tornar aceptable la muerte; hoy, el sexo aspira a esa equivalencia, la más elevada de todas.
Dejando
de lado que, en ciertos casos, amor y sexo pueden no ser más que dos
caras de una misma moneda, resulta igual de difícil oponerse a la idea
que subyace a estas líneas. Indudablemente, el sexo ocupa un lugar
primordial en nuestras vidas. Consciente o inconscientemente, por él
estamos dispuestos a hacer (casi) cualquier cosa, incluso pasarnos la
castidad por el forro de la sotana. Más de un comentarista cínico ha
ejemplificado este supuesto binomio sexo/muerte, o sexo/sacrificio,
aludiendo a la propia biografía de Foucault, quien precisamente murió de
sida, enfermedad que probablemente contrajo en sus escarceos sexuales
en los clubs sadomasoquistas de San Francisco.
Una estupenda novela, no lo digo yo, aunque también, sino la revista Time, que parodia con maestría esta obsesión por el placer, es La broma infinita, del norteamericano David Foster Wallace.
Parte de la compleja trama gira en torno a una película tan adictiva,
tan grata y placentera, que las personas que la visualizan no logran
despegar los ojos de la pantalla. Se olvidan de comer, de dormir, de
beber. Al final, sucumben a su propia muerte, víctimas de este placer
sin freno. Wallace explora así no solo los peligros del placer—sexual u
otro—, sino la forma en que sus excesos anulan la voluntad y la
capacidad de raciocinio. A los personajes que tienen la mala suerte de
ver una parte de esta película ya no les queda otra alternativa que
seguir mirándola hasta la muerte. Dejar de comer, de dormir y de beber
no son el producto de una elección, sino la consecuencia ineludible —e
irreversible— de haber dado primacía al placer por encima de todas las
cosas.
En
estos dos aspectos, el de que el sexo es a la vez nuestra identidad y
nuestro mayor interés/condicionante, resulta difícil oponerse a
Foucault. Sin embargo, sus argumentos son bastante menos convincentes
cuando insinúa, con la ambigüedad propia del académico que desea
cubrirse las espaldas, que la proliferación de discursos sobre la
sexualidad —i. e. el hecho de que se hable MUCHÍSIMO sobre el
sexo— desmiente en lo más mínimo la existencia de esa época de
interdicciones, de cerrazón amatoria, de sexo exclusivamente
reproductivo, de ausencia de placer, de mojigatería, de puritanismo
extremo. Mal que nos pese, lo cierto es que esos discursos polimorfos y
diversos, sobre todo los que venían revestidos de un falso prestigio
científico, no hicieron más que marginalizar aún más las sexualidades
disconformes. Y aquí ha de entenderse por disconforme todo lo que no sea
meter el pene del hombre en la vagina de la mujer para tener un bebé.
Déjenme darles un par de ejemplos que, a mi modo de ver, son mucho más
relevantes que las referencias de Foucault, quien, en mi opinión, se
centra mucho en la cantidad de discursos, pero no lo suficiente en su
(falta de) calidad.
Veamos primero a Freud. En sus Tres ensayos sobre teoría sexual, Freud enumera una serie de perversiones: homosexualidad, zoofilia, fetichismo, sadomasoquismo, etc. ¿Saben qué más incluye Freud entre su lista de perversiones? El sexo oral. Solo se libran, de chiripa, los besos: «El empleo de la boca como órgano sexual», escribe el austríaco/checo, «se considera una perversión cuando los labios o la lengua de una persona entran en contacto con los genitales de la otra, y no, en cambio, cuando ambas mucosas labiales tocan una con otra». Pese a que Freud explica que, a su modo de ver, el término «perversión» no tiene un carácter peyorativo, sino patológico, lo cierto es que todas estas conductas sexuales —lo repito una vez más: básicamente cualquier cosa distinta a meter el pene del hombre en la vagina de la mujer para tener un bebé— se consideran reprobables. Tanto es así, que el primero de los tres ensayos se titula «Las aberraciones sexuales». (En alemán, Freud utiliza el sustantivo Abirrungen, que en este contexto equivale a desvío o descarrío moral. Quien ingenuamente crea que el uso de estos vocablos no indispone el juicio inconsciente de cualquier lector, por más que el autor se escude en que son términos «no peyorativos», no tiene más que echar un vistazo a los estudios de Berger y Luckmann sobre los efectos constitutivos del lenguaje, o, por qué no, a los estudios del propio Foucault).
¡No
se alarmen! El hecho de que ser gay o hacer una mamadita constituyesen
antaño una indecencia no era, en sí mismo, un motivo para caer en la
desesperación. Afortunadamente, Freud nos tranquiliza con la siguiente
noticia: «la inversión puede ser suprimida por sugestión hipnótica». O
sea, que si es usted de los que suscriben la apología del sexo oral de Josep Lapidario,
ha de saber que a principios del siglo XX podrían haberle considerado
un depravado, un sujeto digno de estudio clínico. Y si hubiese chupado, o
le hubiesen chupado a usted, qué más da, y todavía peor si le gustó
chupar o que le chupasen, más le hubiese valido mantenerlo en secreto.
Claro
que las cosas le habrían ido mucho peor si lo que le pone es montárselo
con personas de su mismo sexo y tiene usted la mala suerte de ir a
buscar ayuda a la consulta del doctor Gregorio Marañón, quien por cierto era un misógino de mucho cuidado. Vean lo que escribió en 1930 en La evolución de la sexualidad y los estados intersexuales
(les adelanto que la primera vez que me topé con esta referencia me
quedé tan boquiabierto, tan incapaz de aceptar que alguien tras cuyo
nombre se bautizan hospitales y otros rincones del callejero madrileño
hubiese escrito, y peor aún: hecho, cosas tan aterradoras, que no
descansé hasta que verifiqué la cita en una primera edición de este
monumento al despropósito humano):
En otro lugar he dicho que «cada cual, en este mundo, no ama lo que quiere, sino lo que puede». El papel de la sociedad, por lo tanto, frente al problema de la homosexualidad, es estudiar los orígenes profundos de la inversión del instinto para tratar de rectificarlos. En modo alguno castigar al homosexual: siempre que no sea escandaloso (…) Varios autores han tratado de combatir la homosexualidad, sustituyendo los testículos del invertido por otros de hombre sano, o por el injerto de testículos de mono en el paciente, según la técnica de Voronoff, con resultados favorables, aunque todavía no exentos de crítica (…) En dos homosexuales, de mi práctica reciente, he sugerido la realización de un injerto, según Voronoff, realizado por mi colaborador el Dr. Ferrero. En el primero, homosexual típico, con proporciones eunucoides, la tendencia irresistible de su libido hacia el hombre se modificó completamente después de la operación y se mantenía normal a los seis meses. En el otro se trataba de una homosexualidad también indudable con signos esqueléticos eunucoides y rasgos de feminidad orgánica hemilaterales. A los tres meses de la operación su libido había aumentado, pero en el mismo sentido homosexual.
(De nuevo: sin comentarios. Solo que, esta vez, con juicio de valor agazapado a mi silencio).
En
fin, espero que empiecen Ustedes a entender por qué estoy en desacuerdo
con la ambigüedad de Foucault. Sin duda, entre los siglos XVII y XX se
habló mucho, ¡muchísimo!, de sexo. Pero la mayor parte de las cosas que
se dijeron fueron inmensas tonterías. De modo que insinuar que la
proliferación de discursos sobre esta temática invalida en lo más mínimo
la existencia de un clima represivo es, se mire por donde se mire,
totalmente inaceptable.
Inicialmente,
el plan de Foucault era continuar la introducción del primer volumen de
su obra por un estudio de la sexualidad en la Pastoral cristiana. Sin
embargo, acabó cambiando de idea y decidió que la mejor forma de
sostener su tesis acerca de la proliferación de los discursos sexuales a
partir del XVII era comenzar analizando las costumbres de la tradición
grecorromana. Primero, como veremos en el próximo artículo, vinieron los
griegos. ¡Eureka!
José Serralvo, Una historia de la sexualidad (I), jot down, 25/02/2014
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