Imatge i paraula.

Afortunadamente ya no está de moda polemizar sobre la presunta rivalidad entre la palabra y la imagen (para ver cuál de las dos multiplica por mil el valor de su competidora), como lo estaba en aquellos tiempos en los que algunos intelectuales —a menudo desde la pequeña pantalla— vaticinaban que la televisión acabaría con la civilización occidental (no puede descartarse que haya ocurrido así). Sigue siendo cierto que un solo fotograma, si circula lo suficiente, puede bastar para destruir la carrera de alguien o para amargarle la vida, mientras que un libelo impreso o un documento autógrafo —si no se reducen a un titular, que es el equivalente de la imagen en los medios escritos y hablados— tienen muchas más dificultades para surtir efectos, pero también es verdad que el ritmo enloquecido al que hoy se produce el olvido del presente neutraliza bastante la provocación o el escándalo en todos los terrenos. Actualmente los temores de la palabra son seguramente otros, y si por algo se siente amenazada es más bien por otra palabra (la virtual) —aunque hay quienes dudan de que sea palabra y quienes no creen que sea otra— que, lejos de rechazar los placeres de la imagen, los explota en su beneficio o, en todo caso, se sumerge gustosa en ellos. En cualquier caso, la desaparición de tan aciaga disputa es un gran descanso para el pensamiento, como lo fueron en su momento el armisticio entre imaginistas e iconoclastas, la caducidad de aquellas teorías que sostenían que el arte abstracto —por ser inaccesible al discurso verbal— era un lenguaje de superior espiritualidad y de mayor pureza mística que el figurativo, o el paso a mejor vida de las sangrientas luchas entre semiólogos por alcanzar un código icónico puro cuya significación visual no le debiera nada a la Lingüística. Es un gran descanso porque permite hablar de estas cosas —que son de las más apasionantes que hay— sin necesidad de sentirse traidor a alguna causa o de tener que pedir perdón a alguno de los bandos contendientes (casi siempre a los dos) y, desde luego, sin aceptar por ello una responsabilidad excesiva en la decadencia de Europa.




Caligrama de Guillaume Apollinaire traducido por Marta Pin

Aunque suene a “buenismo” —un vicio que hoy es de los más execrables y perseguidos socialmente, solo superado en peligro por la bondad misma, con su conocido lastre de catastróficas consecuencias políticas, económicas, estéticas y religiosas—, podría decirse que lo interesante no es tanto calibrar comparativamente las potencialidades o debilidades de la imagen y de la palabra como observar su carácter mutuamente irreductible, porque seguramente en ello se muestra la dimensión cuando menos antropológica que hace necesaria esta dualidad. A pesar de los diversos intentos que, de diferentes maneras y en distintos momentos, han pretendido colmar esa escisión, como habría dicho Maurice Merleau-Ponty, hay algo en la experiencia del ver que no se deja asimilar, ni siquiera metafóricamente, a la experiencia de leer. Lo mismo podría decirse, por supuesto, del oír o del tocar, que alguna vez Descartes, noble antecedente de los semiólogos recién mencionados y de los creadores de software, soñó con poder explicar científicamente mediante el modelo de un cálculo “digital” cifrado o de una clave similar al alfabeto, igual que él mismo y su colega Spinoza se propusieron dar razón de cada una de las pasiones del alma siguiendo el método que los geómetras empleaban desde Euclides para encadenar deductivamente sus razonamientos. Los éxitos de la ciencia moderna —de los cuales aún nos seguimos beneficiando— en la tarea de dominar la naturaleza mediante su sustitución por un modelo matemático son tan innegables como los consiguientes progresos de la fisiología y la neurología que, al haberse encarnado en dispositivos tecnológicos muy sofisticados, algunos de los cuales hoy se alojan en nuestros bolsillos, sugieren poderosamente la idea de que el proceso de la sensibilidad puede comprenderse como una “lectura” de datos abstractos que se traducen exhaustivamente en estereotipos o clichés visuales o sonoros. Y, entre otras cosas, la confusión de la imagen con esos clichés (mitad sociales y mitad técnicos) infinitamente reproducibles y multiplicables ha contribuido tanto al prestigio de lo “visual” (por su impacto) como al olvido de lo sensible propiamente dicho —el ritmo de un cuerpo que camina o el temblor de la luz de una vela danzando en el aire—, al menos desde que los artistas de la antigua Grecia liberaron a la figura de la cuadrícula egipcia, no se deja nunca reducir del todo a unidades discretas con las que operar intelectualmente, por las mismas viejas (pero buenas) razones por las que Kant mostró en su día que una intuición sensible, no importa lo mucho que se abstraiga, nunca se puede convertir en un concepto, como comprendemos fácilmente cuando encaramos sistemas de representación distintos de los habituales.

Y es la experiencia sensible la que, en su enigmática resistencia a ese tipo de “traducciones”, constituye una genuina invitación, permanente e inagotable, a la palabra. Pero de la invitación a la palabra a la palabra misma hay un trecho que no se puede obviar, puesto que esta última nos introduce en un orden enteramente distinto e igualmente irreductible a lo visual o a lo sonoro. También la palabra, sin duda, ha sido sometida a un proceso considerable de abstracción por las ciencias de la naturaleza (que necesitan signos unívocos), por la Lingüística (que la descompone en morfemas y fonemas) y por las exigencias hipertrofiadas de la comunicación informativa (que demanda consignas y contraseñas), pero nada de ello basta para ocultarnos que su fuerza distintiva reside precisamente en su debilidad —la que hace que la lectura nunca pueda ser una resolución inmediata de la ambigüedad de la significación—, en su incapacidad para reducirse al sentido único y cristalizar en esas mascarillas esclerotizadas que solemos llamar “imágenes”. Porque la palabra tiene también su propia “figuralidad” —la de las desviaciones del sentido recto— y su esquematismo particular que, si bien promete y prefigura una sensibilidad posible, jamás se confunde con —ni se reduce a— una sensación actual. Porque quizá la amenaza no consiste tanto en que la imagen pueda terminar con la palabra o en que pueda ocurrir al revés (nunca podríamos valernos en este mundo si no existieran las dos), sino en que se intente borrar su distinción trascendental haciendo de la palabra una imagen fija y de la imagen una señal de tráfico, ya que esa distinción guarda el secreto de una experiencia —la nuestra— que es ineludiblemente bifronte.

José Luis Pardo, Leer no es ver, Babelia. El País, 01/03/2014

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