El principi de raó suficient i la mirada clínica.
El principio más
excelso y poderoso, la proposición que sustenta toda proposición es, a decir de
Leibniz, el principio de razón
suficiente: “Nihil est sine ratione”,
nada es sin fundamento. Es preciso permanentemente dar cuenta para que algo de verdad sea, para que algo de verdad
valga. Es como si el principio expidiera certificados de legitimidad a todo cuanto pretenda tener el derecho
de ser válido. Y lo hace, señalando que se trata de asegurarlo mediante el cálculo.
Es como si, efectivamente, la razón y el pensar se redujeran a calcular. Y eso
impondría y dominaría toda su labor. No es que simplemente ser tenga en ello su fundamento.
Si de la mano de Heidegger fuéramos
más allá, o, mejor, más acá, podríamos comprender que ser significa fundamento,
que el ser es fundamento y que precisamente por eso carece de fundamento.
Leibniz |
No está claro que se haya dado tal paso. Nos hemos quedado en el porqué y hemos considerado que en ello consiste pensar. No tanto en demorarnos, en perdurar, en transformar, en crear, sino en someternos a la exigencia un tanto ruidosa de asegurar, fundamentar y legitimar todo basándolo en el cálculo, en la perfecta planificación y calculabilidad de cuanto hay, en un dar cuenta, que no es el de la transparencia, sino el del hombre calculador, en reserva, que da la espalda a lo digno de ser pensado.
Y en eso estamos. Todo lo medimos y lo pesamos. Todo lo cuantificamos y lo contamos. Todo lo reducimos a efectos contables, a incidencias que pueden ser contabilizadas. Ya nuestro mirar está tejido de intervenciones que inspeccionan y garantizan nuestras acciones al amparo de las repercusiones, y que las interioriza como propias. Y si es preciso las reducimos a razones bien materiales, en una mala lectura de la materialidad, o económicas, en una asimismo reduccionista consideración de lo que esto supone. Éstas ya serían la potente razón suficiente, principio que sustenta cualquier decisión, su fundamento.
De este modo
garantizaríamos y aseguraríamos las actuaciones. Aunque, al pretenderlo, crece
otro temor, el que nace del olvido de quiénes somos y nos limita a algo observable, manipulable, medible, calculable. Pretendíamos con ello
ponernos a salvo, eludir el miedo, pero nace otro pánico, en ocasiones
misterioso, que no se sacia con ese conocimiento, el que subyace a ignorar
nuestra propia condición, el que se nutre de sentir que se opera en nuestras
vidas, supuestamente para nuestro bien.
Ya siempre venimos a ser pacientes sobre
quienes ha de operarse. El conocimiento no radica en nosotros. Hemos de
dejarnos hacer. En su caso se nos darán las debidas explicaciones. Temblorosos
nos corresponde confiar y esperar, a fin de comprobar qué es de nosotros. Ellos
han devenido médicos expertos en nuestra curación.
Y la propia terminología, cuando no salvífica,
es terapéutica, cuando no higienista y, si se tercia, quirúrgica. También, y de modo
inquietante, lo es socialmente.
Michel
Foucault insiste en El nacimiento de la clínica en que “el vínculo fantástico del saber y del sufrimiento,
lejos de haberse roto, se ha asegurado por una vía más compleja que la simple
permeabilidad de las imaginaciones; la presencia de la enfermedad en el cuerpo,
sus tensiones, sus quemaduras, el mundo sordo en las entrañas, todo el revés
negro del cuerpo que tapizan largos sueños sin ojos son, a la vez, discutidos
en su objetividad por el discurso reductor del médico y fundados como tantos
objetos por su mirada positiva.” Y aquí el cuerpo es también cuerpo social
y todo lenguaje se hace lenguaje médico,
visible, enunciable, viene a ser mirada.
Y, efectivamente, nos sentimos observados, escrutados, analizados y medidos de
modo permanente. Y todo parece sensato, de sano sentido común: es cuestión de
articular lo que se ve y lo que se dice y de hacer lo que hay que hacer. Y si
es preciso, cortar por lo sano.
Pero a estos ojos la
enfermedad del mundo ya no será, como Montaigne
señala, la falta de amistad y de comunicación, sino precisamente la falta de aquel
fundamento, ahora del fundamento que se basa en lo que estima mejor quien habla
y opera. Queda por establecer en qué consiste el vínculo entre la fórmula de
descripción y el gesto de
descubrimiento. Esto significa que hay toda una serie de procesos
singulares mediante los cuales una sociedad, en un momento dado de su historia,
constituye un objeto y una práctica como relevante del dominio de este lenguaje
y de esta mirada medicinales. Y aquí nace un nuevo concepto de salud, que
interviene en nuestras vidas y que nos alcanza. De lleno.
Así que la propia
economía parece comportarse con mirada
médica y con ojo clínico y brota
todo un nuevo lenguaje, en cualquier caso de corte radicalmente clásico. Bien
medidos y bien calculados, clientes, consumidores, en definitiva, pacientes, se propicia un nuevo ámbito
discursivo basado en el cálculo y en la previsión
de lo que más nos conviene, de la medicalización
que requerimos, o de la prevención,
cuando no ya de la quirúrgica intervención.
Lo interesante de estas “medidas necesarias y dolorosas” es la relación entre
la razón suficiente que asegura y legitima la acción en nosotros, con nosotros,
basada en la necesidad de garantizar terapéuticamente una buena coyuntura.
Todos, a nuestro modo, somos ya sujetos
enfermos, la situación es enfermiza y es cuestión de producir estrategias,
bien amparadas en este concepto de razón como cálculo, que hace funcionar como
práctica política la intervención, que se abriga y se basa en el funcionamiento
de una ciencia. No ya ni siquiera médicos, sino chamanes
y curanderos. La razón suficiente
vino a ser en su momento medicina anatomo-clínica, pero en condiciones
sociopolíticas bien concretas.
La complejidad es aún
mayor. No basta el análisis ni el conocimiento. Se percibe la organización de
toda una política de la salud, compatible con la experiencia concreta de la
irreductible individualidad. Pero que no deja de tener asimismo sus visos de un modo
de administración un tanto disciplinario y normativo para proponer
“una nueva salud” y, en su caso, “un nuevo orden”. Tal vez entonces esta
razón se considere razón suficiente. Y a echar cálculos…
Ángel Gabilondo, Razón suficiente, El salto del Ángel, 11/01/2012
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