La doble renúncia i l'origen de l'Estat del benestar.
El término “Estado social" tiene varias genealogías. Fue con este nombre que Marcello Caetano [1] intentó rebautizar el Estado Novo [2]. Durante el tránsito del siglo XIX al XX fue la designación utilizada por los socialistas para referirse a la forma política del Estado que acompañaría la transición al socialismo. También es este el nombre que consta en la Constitución portuguesa de 1976. En las ciencias sociales, y en función de las filiaciones teóricas, las denominaciones más comunes han sido Estado providencia o Estado del bienestar. Es teniendo en cuenta estas últimas designaciones que hablo del Estado social, un tipo de Estado cuya mejor concreción tuvo lugar en los países europeos más desarrollados después de la Segunda Guerra Mundial. El Estado social es el resultado de un compromiso histórico entre las clases trabajadoras y los dueños del capital. Este compromiso fue la respuesta a una dolorosa historia reciente de guerras destructivas, violentas luchas sociales y graves crisis económicas.
En virtud de este compromiso o pacto, los
capitalistas renuncian a parte de su autonomía en cuanto propietarios de
los factores de producción (aceptan negociar con los trabajadores temas
que antes les pertenecían exclusivamente) y a algunos de sus beneficios
a corto plazo (aceptan pagar más impuestos), mientras que los
trabajadores renuncian a sus reivindicaciones más radicales de
subversión de la economía capitalista (el socialismo y, para lograrlo,
la agitación social sin condiciones contra la injusticia de la
explotación del hombre por el hombre).
Esta doble renuncia es
administrada por el Estado, lo que le confiere cierta autonomía respecto
a los contradictorios intereses en juego. El Estado tutela la
negociación colectiva entre el capital y el trabajo (el diálogo social) y
transforma los recursos financieros que provienen de la tributación del
capital privado y de los rendimientos salariales en "capital social",
es decir, en una amplia gama de políticas públicas y sociales. Las
políticas públicas se traducen en un fuerte intervencionismo estatal en
la producción de bienes y servicios que aumentan a medio plazo la
productividad del trabajo y la rentabilidad del capital (formación
profesional, investigación científica, aeropuertos y puertos,
carreteras, política industrial y de desarrollo regional, parques
industriales, telecomunicaciones, etc.).
Las políticas sociales
son políticas públicas derivadas de los derechos económicos y sociales
de los trabajadores y de los ciudadanos en general (población activa
efectiva, niños, jóvenes, desempleados, ancianos, jubilados,
trabajadoras domésticas, productores autónomos). Se traducen en
inversiones en bienes y servicios consumidos por los ciudadanos
gratuitamente o a precios subsidiados: educación, salud, servicios
sociales, vivienda, transportes urbanos, actividades culturales,
actividades de ocio.
Algunas de las políticas sociales implican
transferencias de pagos de diversa naturaleza financiados por
contribuciones de los trabajadores o por impuestos en el ámbito de la
Seguridad Social (becas, subsidios familiares, renta de inserción
social, pensiones, prestaciones por enfermedad y desempleo). Las
transferencias se producen a través de la solidaridad social
institucionalizada por el Estado, de los más ricos a los más pobres, de
los empleados a los desempleados, de la generación adulta y activa a las
generaciones futuras y a los jubilados, de las personas sanas a las
enfermas.
El conjunto de las políticas públicas y sociales tiene
una triple función. En primer lugar, crea condiciones para el aumento de
la productividad que, por su naturaleza o volumen, no pueden ser
realizadas por las empresas individuales, abriendo así el camino a la
socialización de los costes de la acumulación capitalista, razón por la
cual la reducción de los beneficios a corto plazo redundará, a medio
plazo, en la expansión de los beneficios. En segundo lugar, aumenta los
gastos en capital social buscando internamente bienes y servicios
mediante inversiones y consumos individuales y colectivos. Y en tercero,
garantiza una expectativa de armonía social porque se asienta en la
institucionalización (es decir, normalización, desradicalización) de los
conflictos entre el capital y el trabajo, y porque proporciona una
redistribución de rendimientos a favor de las clases trabajadoras
(salarios indirectos) y de la población necesitada, fomentando el
crecimiento de las clases medias, creando en todos un interés en el
mantenimiento del sistema de relaciones políticas, sociales y económicas
que hace posible esa redistribución.
Como gestor global de
este sistema, el Estado asume una gran complejidad porque debe
garantizar la articulación estable entre los tres principios de
regulación del Estado moderno (proclives a tensiones entre sí): el
Estado, el mercado y la comunidad. La estabilidad exige que el Estado
tenga cierta primacía sin asfixiar al mercado o a la comunidad. Si por
un lado el Estado garantiza la consolidación del sistema capitalista,
por otro obliga a los principales actores del sistema a alterar su
cálculo estratégico: los empresarios son orientados a cambiar el corto
plazo por el medio plazo y los trabajadores a cambiar un futuro
luminoso, pero muy distante e incierto, por un presente y un futuro
próximo con alguna dignidad. El Estado social se basa, así, en la idea
de compatibilidad (y hasta complementariedad) entre desarrollo económico
y protección social, entre acumulación de capital y legitimidad social y
política de quien la garantiza; en suma, entre capitalismo y
democracia.
Este modelo de Estado y de capitalismo comenzó a
ser atacado desde los años setenta hasta su cúspide en los años noventa
por un modelo alternativo, denominado neoliberalismo, que se funda en la
sustitución de la primacía del Estado por la del mercado en la
regulación social. Es un ataque ideológico, aunque disfrazado de una
nueva racionalidad económica. Hay muchas razones para la creciente
agresividad de este ataque, pero todas tienen en común el ser factores
que favorecen la transformación de la ideología en una pretendida
racionalidad.
Veamos algunas de esas razones: el modelo
neoliberal está centrado en el predominio del capital financiero (sobre
el capital productivo) y para él sólo hay corto plazo; o el medio plazo
es, cuando mucho, algunos minutos más; con el tiempo, los trabajadores y
sus aliados transformaron la opción socialista, incierta y distante, en
una opción olvidada, y pasaron a aceptar como victorias pérdidas
menores, que solo son menores porque van siendo seguidas por otras
mayores; el trabajo asalariado se alteró profundamente y se transformó
en un recurso global, sin que se haya creado un mercado globalmente
regulado de trabajo; el “compromiso histórico” gestionado por el Estado
nacional se transforma en un anacronismo cuando el propio Estado pasa a
ser administrado por el capital global.
El Estado social portugués nació en un contraciclo, tras la revolución
del 25 de abril de 1974. En parte por eso nunca pasó de ser un Estado
muy poco ambicioso (en comparación con otros Estados europeos), un
semi-Estado providencia, como lo designé en los años 1990, y nunca dejó
de depender de una fuerte sociedad-providencia. Sin embargo, incluso
así, fue esencial en la creación y consolidación de la democracia
portuguesa de la Tercera República. Este es el sentido de su
consagración constitucional. Y porque entre nosotros la democracia y el
Estado social nacieron juntos, no es posible asegurar la sobrevivencia
de uno sin el otro.
Boaventura de Sousa Santos, Estado social, Estado providencia y Estado del Bienestar, Rebelión, 24/01/2013
Notas
[1] Marcello Caetano
(1906-1980) fue el sucesor de Oliveira Salazar durante la dictadura
portuguesa y último primer ministro del Estado Novo. (N. T.)
[2] Nombre oficial del régimen dictatorial portugués (1933-1974). (N. T.)
Artículo original del 30 de diciembre de 2012.
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