La potència destructiva de la intel.ligència.

No pocas veces los seres humanos parecemos empeñados en destruir lo que históricamente, y con no poco esfuerzo, conseguimos. Nuestra voraz capacidad de dañarnos, de demoler lo que tanto nos ha costado construir, deja en evidencia hasta qué punto somos competentes, no sólo para recrear,  sino también simplemente para acabar, incluso si es preciso con lo mejor de nosotros mismos. Y no está claro que se trate de alguna suerte de desmontaje o deconstrucción, con miras a la búsqueda de otras recomposiciones. No está mal analizar los subsuelos. La permanente puesta en cuestión de los cimientos es asimismo necesaria. Y es cierto que conviene llevar determinado arrojo hasta el final. De lo contrario, todo es zarandeo, sin más. Y en cualquier caso, si las raíces no son adecuadas no está mal socavarlas.

Sin embargo, resulta menos justificado el empeño, el empecinamiento, la insistencia con la que nos comportamos con absoluta desconsideración para con el legado recibido, con indiferencia para con el esfuerzo ajeno, y de tantos, ignorando quiénes somos, en la arrogante percepción de que nada ni nadie hasta nosotros ni ha sabido de qué se trata, ni se ha ocupado de ello. Ya nada nos vale, ya nada nos sirve. A lo que acompaña una visión un tanto rancia y a veces frívola de lo que constituye el sentido de algo. Tal vez, en efecto, asistimos a la época de un cierto desmoronamiento, de una cierta extinción, y no sólo de los entornos. Hay demasiadas razones para estimar que eso no es del todo así, aunque no menos para reconocer que algo similar y determinante ocurre. O quizás sencillamente comprobamos hasta qué punto, puestos a replantearlo todo, la cuestión es desde dónde, si no somos capaces de establecer a lo que no estamos dispuestos a renunciar. Además, no siempre es conveniente, y es que a veces asimismo no es justo.
A propósito de lo que no está bien, hay quienes persisten en alcanzar lo peor. Y efectivamente hay razones para reconocer que saltan las costuras, ceden los postigos, se tambalean los suelos, por el abuso, el descuido y la desconsideración. Sin embargo, lo llamativo es que, al amparo de un modo de proceder y de una concepción de la existencia y de los demás, que no es sólo indiferencia, sino menosprecio de los otros, cuanto hay parece merecer ser devastado.

Si “todo da igual”, si “ya nada importa”, si “cada quién tiene su precio”, si “en el fondo, de presentarse la ocasión, haríamos lo mismo”, al abrigo de tales sentencias la complicidad y la tendencia a arrasar se asemejaría a la de no asumir. Si no lo está ya, hundamos todo. Empecemos de nuevo. Lo cuidado, lo cultivado, lo elaborado, lo definido, lo perfilado… serían cosa de otros tiempos, ingenuidades: es la hora de hacer sin tanto miramiento. De hacer, sin duda. Pero, a pesar de que pueda resultar excesivo, siempre hemos de actuar comedidamente. Y la delicadeza y la firmeza no son incompatibles. Dejar todo de lado, ignorarlo para intervenir es garantizar la reproducción de aquello que tratamos de evitar y de erradicar. La intensidad, la constancia y la coherencia son fortaleza. Más que el arrebato.

La catástrofe y esta supuesta reinauguración universal justificarían cualquier atropello. También los ya cometidos, los ya desvelados. Marcar un punto final tendría algo de pureza inicial. Pero convendría no olvidar lo que oculta, lo que ampara, lo que justifica. La insensibilidad para con lo ocurrido adoptaría la forma de una impunidad, disfrazada de inocencia. El apocalipsis no sería sino un nuevo comienzo

Semejante urgencia constituiría la máxima expresión de inculta o interesada desatención. El hundimiento se produciría no tanto ni sólo por una acción o intervención, sino por una ignorancia, que preconizaría el desplazamiento o la marginación de lo logrado. Se estimaría que el pasado ya no nos pasa y que está amortizado. Es tiempo de dejarse de tanto detalle y pormenor. Son tales las necesidades, que ello bastaría para obviar cualquier logro, para derrumbar lo erigido, lo levantado con enorme dedicación y esfuerzo. Y, curiosamente, lo dilapidaríamos en nombre de otra energía, de otra dedicación, la de entregarnos a aquello cuyo resultado sería asimismo el final de lo conquistado, de lo alcanzado. 

Nos encontramos en tamaña encrucijada. Y desde luego no resulta fácil dilucidar lo que ha de hacerse. Sorprende el desparpajo y cierta desmesura que sostiene comportamientos improcedentes e impresentables que se conducen como si correspondieran a planteamientos de mejora, cuando en realidad más bien sólo alcanzan la desarticulación de lo ya vigente al amparo de que no es eficaz. Pero la vigencia significa exactamente competencia para nuestro presente, hasta el punto de constituirlo. Y no es cosa de disfrazar de audacia la desconsideración.

Una y otra vez nos entregamos a la tarea de desmembración. El derrumbe adopta la forma de diferentes persecuciones. Stefan Zweig nos recuerda en El mundo de ayer. Memorias de un europeo hasta qué punto la fragilidad y la incertidumbre de cuanto nos rodea requiere tanto firmeza como cuidado y celo permanentes para hacerlo valer en lo que es. Y en ello también juega su papel la falta de educación, cultura o conocimiento, el olvido de la ciencia y del arte. Trata de mostrar hasta qué punto determinada civilización fue engullida por un mundo de instintos depredadores.
La codicia y la ambición minan, como un despropósito, a cuantos se acercan. Se comportan como un poder y un saber que configuran otras realidades  que se imponen arrollándolo todo. Se infiltran en las vidas, impregnan y contagian aquello que conforma nuestro presente. La arrogancia de estas alcanza asimismo a quienes más débiles son conducidos a nuevas servidumbres. La desconsideración hacia sí mismo y hacia los demás que comportan secuestra la existencia. Se despliegan como una enfermedad que, sin embargo, construye mundos. Y lamentablemente bien efectivos. No hemos de minusvalorar la potencia destructiva de la inteligencia.

En cada uno de nosotros puede llegar a anidar esa capacidad de destrucción, sostenida en intereses espurios o en buenas intenciones, y en cada ocasión hemos de afrontar aquello que también nos constituye. Sin embargo, argüir que obedece a alguna suerte de naturaleza es desconsiderar la potencia de la decisión, la fuerza de la libertad, y el empeño de la voluntad. La destrucción no pocas veces tiene sus estrategias u obedece a determinadas prioridades. Y no está ni escrito ni decidido que no seamos capaces de hacer y de hacernos daño. Ahora bien, nuestra firme determinación, la radical toma de posición y el trabajo articulado y conjunto de la responsabilidad están llamados a afrontar y a combatir esta destrucción enmascarada de purificación.

Ángel Gabilondo, La destrucción, El salto del Ángel, 25/01/2013
 http://blogs.elpais.com/el-salto-del-angel/2013/01/la-destrucci%C3%B3n.html

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