La classe política, el nostre principal problema.
Nos recuerdan las encuestas que este es nuestro principal problema. La misma expresión “clase política” incluye un desafecto, alude a una distancia, a una falta de coincidencia entre sus intereses y los nuestros. No es nueva esta crítica; lo novedoso tal vez sea que, gracias al poder multiplicador de los medios y las redes, la crítica ha adquirido las dimensiones de un auténtico linchamiento. Además de las causas objetivas que justifican este malestar (que van desde la incompetencia hasta la corrupción), se ha producido una constelación desfavorable hacia la política por muy diversos motivos, a veces incluso contradictorios, como es frecuente en las coincidencias reunidas en torno a la indignación: unos están seducidos por el éxtasis de la democracia directa; otros tienen aspiraciones más modestas en torno a la reforma electoral; los hay que hacen un cálculo de rentabilidad y se preocupan porque tal vez los políticos sean demasiados y ganen en exceso; otros se frotan las manos porque una sociedad con un sistema político débil les beneficia…
Cabe destacar entre las expresiones de nuestro malestar la performance
de rodear el Congreso, un gesto que tiene menos sentido que la vieja
ley británica que prohibía a los representantes morir en el edificio del
Parlamento. ¿No habría que rodear más bien al resto del mundo
—especialmente a los poderes económicos o mediáticos— para que el
Parlamento ejerciera las funciones que esperamos de él en una sociedad
democrática?
Que los políticos y las políticas dejen mucho que desear es una
evidencia en la que no merece la pena perder demasiado tiempo. Tampoco
es algo que debería sorprender a quien conozca cómo funcionan otras
profesiones, ninguna de las cuales se libra de un serio repaso, con
mayor o menor dureza. Ocurre, sin embargo, que esos otros oficios
también manifiestamente mejorables tienen la suerte de estar menos
expuestos al escrutinio público. La pregunta que yo me hago es cómo
pueden encontrarse todavía candidatos para una actividad tan
vilipendiada, dura, competitiva, discontinua, escrutada y poco
comprendida. Estoy convencido de que, en general, los políticos son
mejores que la fama que tienen. Pero el problema, adelantando un poco mi
posición, no es exactamente este. Si así fuera, sería más
fácil de resolver con una simple sustitución. A lo que estamos aludiendo
cuando tomamos nota de la desafección política es a la crítica hacia
cualquiera que esté desempeñando esa tarea (“todos son iguales”,
etcétera) y aquí el problema adquiere una naturaleza más grave.
De entrada, conviene advertir que la actitud crítica hacia la
política es una señal de madurez democrática y no la antesala de su
agotamiento. Que todo el mundo se crea competente para juzgar a sus
representantes, incluso cuando estos tienen que tomar decisiones de
enorme complejidad, es algo que debería tranquilizarnos, aunque solo sea
porque lo contrario sería más preocupante. Una sociedad no es
democráticamente madura hasta que no deja de reverenciar a sus
representantes y administra celosamente su confianza en ellos.
Una buena parte de la desafección política tiene su origen en un
error de percepción. En cualquier democracia asentada hay multitud de
representantes políticos que realizan honradamente su trabajo, pero solo
es noticia la corrupción de algunos. La sensación que nos queda es que
la política es sinónimo de corrupción y no advertimos que el escándalo
es noticia cuando lo normal es que las cosas se hagan moderadamente
bien. Ocurre lo mismo que con los errores médicos: nunca se habla en los
medios de comunicación de las operaciones bien hechas, sino las
fallidas y de ahí a sacar la impresión de que los médicos lo hacen mal
no hay más que un paso. Gracias a los medios de comunicación el poder se
ha hecho más vulnerable a la crítica, pero su lenguaje crispado y el
mensaje de fondo que así transmiten ha extendido una mentalidad
antipolítica. Una cosa es desvelar la mentira, ridiculizar la arrogancia
y dar cauce a las voces diferentes; pero esa insistencia en lo negativo
tiende a ocultar otras dimensiones de la política tan importantes como,
por ejemplo, el valor de los acuerdos o la normalidad poco espectacular
de los comportamientos honrados.
Supuesto lo anterior, y sin dejar de reconocer que la mayor parte de
las críticas están justificadas, propongo invertir el punto de vista y
preguntarnos si tras algunas de sus versiones menos matizadas no hay una
falta de sinceridad de la sociedad respecto de sí misma. En una
democracia representativa están ellos porque no estamos nosotros
o para que no estemos nosotros. Seguramente es cierto que a la política
no van los mejores, pero eso debería preocuparnos más a nosotros que a
ellos.
La crítica ritual hacia los políticos nos permite escapar de ciertas
críticas que, si no fuera por ellos, deberíamos dirigirnos a nosotros
mismos. ¿Tiene sentido mantener al mismo tiempo ciertas críticas hacia
nuestros representantes políticos y exhibir la inocencia de los
representados? Hay una contradicción en pretender que nuestros
representantes sean como nosotros y al mismo tiempo esperar de ellos
cualidades de élite. Es imposible que unas élites tan incompetentes
hayan surgido de una sociedad que, por lo visto, sabe perfectamente lo
que debería hacerse. Aquí se pone de manifiesto que el populismo es un
“igualitarismo invertido”, es decir, un modo de pensar que no se basa en
la creencia de que el pueblo es igual que sus gobernantes, sino de que
es mejor que sus gobernantes. Si los políticos lo hacen tan mal, no
puede ser que los demás lo hayamos hecho todo bien.
Hay una paradoja tras la crítica de la política que podríamos llamar
“la paradoja del último vagón”. Me refiero a aquel chiste acerca de unas
autoridades ferroviarias que, tras descubrir que la mayor parte de los
accidentes afectaban especialmente al último vagón, decidieron
suprimirlo en todos los trenes. De acuerdo, supongamos que la política
no funciona. ¿Cómo se suprime a toda la clase política? ¿Quién la podría
sustituir? ¿Quién mandaría en un espacio social sin formatear
políticamente? ¿A quién beneficiaría un mundo así? La política es una
actividad que se puede mejorar pero, sobre todo, algo inevitable. Los
populismos ignoran u ocultan esta inevitabilidad; extienden la
desconfianza hacia los políticos como si fuera posible que de su
actividad se hicieran cargo quienes no lo son o actuando como si no lo
fueran. Hay quien en el fondo tiene una aspiración de suprimir la
mediación que la representación política supone: consultas sin
deliberación, marcos constitucionales irrevisables, imposición sin
reconocimiento, mandatos imperativos… Una cosa es introducir
procedimientos para contrastar la voluntad popular o para impedir que
los representantes se eternicen —participación, rotación en los cargos,
prohibir la reelección— y otra pretender una superación de la democracia
representativa.
En el desprecio a la clase política se cuelan no pocos lugares
comunes y algunas descalificaciones que revelan una gran ignorancia
acerca de la naturaleza de la política y promueven el desprecio hacia la
política como tal. A estos críticos deberíamos recordarles el principio
de que siempre que se impugna algo estamos en nuestro derecho de exigir
que se nos diga qué o quién ocupará su lugar. Para ser razonable la
crítica debe medir a quién favorece en ocasiones su desproporción.
Estamos hablando de incompetencia y de este modo favorecemos que los
técnicos se apoderen del Gobierno; criticamos su sueldo y justificamos
así que se entregue la política a los ricos; la descalificamos
globalmente y asienten con entusiasmo quienes no le deben nada a la
política porque ya tienen un poder de otro tipo.
¿Hay algo peor que la mala política? Si, su ausencia, la mentalidad
antipolítica, con la que se desvanecerían los deseos de quienes no
tienen otra esperanza que la política porque no son poderosos en otros
ámbitos. En un mundo sin política nos ahorraríamos algunos sueldos y
algunos espectáculos bochornosos, pero perderían la representación de
sus intereses y sus aspiraciones de igualdad quienes no tienen otro
medio de hacerse valer. ¿Que a pesar de la política no les va demasiado
bien? Pensemos cuál sería su destino si ni siquiera pudieran contar con
una articulación política de sus derechos.
Daniel Innerarity, Elogio y desprecio de la clase política, El País, 29/01/2013
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