L'atencio al que és imaginari.
La atención a lo real, dice Hannah Arendt, es una forma de virtud.
Pero ¿qué es lo real, a qué nos obliga esa atención? ¿Tiene sentido en
los tiempos que corren contar, por ejemplo, un cuento de fantasmas,
hablar de anillos que dan la invisibilidad, de miembros que siguen
viviendo separados de sus cuerpos, de amantes que, como en la bella
película Sueño de amor eterno, se encuentran en sus sueños? ¿De
qué nos sirve escuchar historias así? Aún más, ¿prestarles atención no
es una forma de evitar nuestro compromiso con una realidad que no deja
de reclamarnos? El mundo se ha vuelto tan doloroso y sus problemas tan
acuciantes que nos parece que esas historias, por muy bellas que puedan
parecer, poco o nada tienen que decirnos.
Tenemos hambre de realidad porque todo se ha vuelto extraño e irreal. Por eso pedimos a los libros que nos hablen del mundo en que vivimos y nos ayuden a entenderlo. Sin embargo, más allá de los problemas concretos que nos acosan, y que tienen que ver con las injusticias y los abusos que se comenten cada día, los hombres y mujeres actuales siguen asistiendo al nacimiento de los niños, se pierden en los laberintos del amor, visitan en sueños lugares incompresibles, conversan en secreto con los muertos, se sienten interrogados por la mirada de los animales. ¿Por qué los libros no deberían hablar de todo esto? "Sabes tanto de mí y no me comprendes, escribe Antonio Porchia. Saber no es comprender. Podríamos saberlo todo y no comprender nada".
El hombre vive en la materia y necesita la ciencia para comprenderla y
la técnica para transformarla; pero vive también entre representaciones
y para comprenderse a sí mismo y a los demás necesita historias que le
pongan en contacto con lo más oculto y postergado de sí mismo. Todo es
doble en nuestro corazón. Vivimos entre la razón y la locura, entre el
principio del placer y el principio de realidad, entre el mundo del
doctor Jekyll y el de mister Hyde, que no tiene por qué ser
necesariamente un malvado. Mister Hyde representa lo excéntrico, lo que
no cabe en el mundo real. La literatura debe hablarnos del doctor Jekyll
y del mundo que le rodea, pero sería incompleta si no lo hiciera a la
vez de mister Hyde, de su deambular en la noche, de sus extravagancias
y, por qué no, de sus ocultas delicadezas. De esos otros que también
somos y de los asuntos peligrosos en que tantas veces andamos metidos.
Alberto Manguel, en su prólogo a El país imaginado, la
novela de Eduardo Berti, recuerda una leyenda china en que una joven que
vive en el pueblo con sus padres se enamora tan locamente de un viajero
que, incapaz de saber si debe de seguirle o no, se desdobla en dos. Una
de ellas continúa viviendo en el pueblo con los suyos, mientras la otra
viaja por el mundo con su amante. Pasan los años y un buen día ésta
siente tanta nostalgia de lo que dejó atrás que decide regresar a su
pueblo. Y cuando lo hace, se encuentra con aquella de la que se separó
al marcharse y vuelven a juntarse y a ser una sola mujer.
Esta fábula bien podría ser una metáfora de lo que nos pasa al vivir,
ya que siempre somos dos, el que vive en el mundo real entregado a sus
ocupaciones, y el que somos por las noches cuando los demás duermen. El
que se queda en casa y el que no deja de buscar a esos hermanos y
hermanas perdidas que viven en sus sueños.
Eduardo Berti habla en El país imaginado de todo esto. Su
novela es en realidad un cuento de fantasmas, pues ese país imaginado al
que se refiere su título no es otro que la muerte. Su protagonista es
una joven que se enamora de otra muchacha con la que se encuentra en un
parque, donde lleva a su pájaro para que aprenda a cantar. La novela
habla del deslumbramiento del amor adolescente, pero es también un
diálogo entre la muchacha y su abuela muerta. El mundo está mal hecho,
le dice la protagonista a su abuela. Y ésta le contesta: El mundo no
está terminado de hacerse, nunca lo hace. Nada es una sola cosa en esta
delicada novela y así no tardaremos en descubrir que ese país imaginado
en que las dos jóvenes se encuentran es a la vez el país de la muerte y
el país del amor. Esa duplicidad es una característica de todos los
países imaginados. Eduardo Berti habla en su libro de una provincia del
sur de China donde existió una escritura que solo usaban las mujeres. La
escritura de los hombres les estaba vedada y ellas inventaron una
lengua suya y secreta, que se transmitía de madres a hijas, o entre las
cuñadas, y de la que se servían para hablar de aquellas que eran a
espaldas de sus maridos y padres. Esa lengua perdida es la lengua de la
literatura, la lengua que utilizan esos otros que somos para hacerse
escuchar.
Los hombres y mujeres a quienes les quitan sus casas, los que no
consiguen trabajo, los que tienen que cuidar a sus enfermos sin la ayuda
de nadie o emigrar a países cuya lengua y costumbres desconocen, son
algo más que un número en las estadísticas oficiales. Todos ellos
guardan en su interior vidas que no logran hacer reales, y la tarea de
la literatura es levantar la cartografía de esas vidas que esperan
despertar alguna vez. Esas vidas nada tienen que ver con la que tantas
veces llevamos en este mundo tan desagradable en el que estamos presos.
Bancos que roban a sus clientes, turbios especuladores de bolsa,
paraísos fiscales que administran los mismos que nos piden austeridad y
resignación, listas de los hombres más ricos del mundo, caciques que
tocan el trombón, ministros de cultura entregados a la tauromaquia,
asesores de la inanidad, vendedores ufanos del bien común son los
personajes de esa ficción absurda que llamamos realidad. ¿Qué pensarían
ustedes de alguien que elegido por sus vecinos para dirigir el museo de
su ciudad se dedicara a vender los cuadros con la nada inocente idea de
que es en las casas particulares donde van a estar mejor cuidados?
¿Merece la pena escuchar una y otra vez la historia de cómo unos pocos
ávidos de riqueza desmantelan el mundo de todos? No, no lo merece.
La realidad está enferma y necesitamos el elixir de esa flor
misteriosa que sólo en los países imaginados florece. Sólo así nos
curaremos de nuestro extravío. Necesitamos soñadoras de provincias,
buscadores de perlas, bodas entre vivos y difuntos, niños que hablen con
los animales, casas con siete tejados, cabezas que canten en un plato,
ballenas blancas, artistas del hambre, lazarillos que nos devuelvan a
los lugares de la abundancia y el deseo. Seres como la mujer alta de uno
de los últimos poemas de Antonio Ferres.
El poeta anciano se pregunta en ese poema si aún tendrá tiempo para
alcanzar uno de aquellos prados de la verdad de los que hablaban los
griegos, e imagina a una mujer alta que le lleva de la mano a un café de
París o "a una ciudad verdadera / que vive en otro tiempo", como si esa
criatura imaginada fuera la única que pudiera dar realidad a sus
sueños. Y escribe: "Quiero avanzar / por los paseos abiertos / en
parques donde juegan niños / que soñarán el Universo. / Quiero que mi
sangre lata / junto a esa muchacha tan alta / que corre los senderos".
¿No querría usted lo mismo, querido lector?
Gustavo Martín Garzo, Los países imaginados, El País, 20/01/2013
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