La majoria exemplar.
"Es sencillísimo”, me asegura el dependiente de la tienda de
electrodomésticos cuando le pregunto si seré capaz de montarlo yo solo
sin asistencia técnica. “La caja contiene las instrucciones, pero en
todo caso le aseguro que hasta un idiota sabría hacerlo”, recalca con un
mohín de impaciencia. Pero luego en casa, rodeado de piezas y cables
que no encajan, dominado por la ansiedad y el mayor de los fastidios, no
sólo pierdo la tarde entera sino que, ante la evidencia de mi fracaso,
realmente me siento peor que un idiota. Por eso doy la bienvenida más
cordial a la revolución introducida por Apple, esos portátiles, tabletas
y teléfonos inteligentes cuyo manejo resulta tan intuitivo que, en un
golpe genial, hasta las instrucciones sobran. La más avanzada,
sofisticada y elegante tecnología puesta al servicio del usuario común.
Un acierto semejante corresponde a Ikea o a Zara: diseños modernos y
bellos, como los que antes estaban reservados a una minoría exclusiva,
pero ahora democratizados a escala global mediante precios económicos al
alcance de todos. Constituyen tres ejemplos de buen gusto generalizado y
los primeros atisbos de lo que podría llegar a ser una selecta mayoría.
Porque, antes, sólo la minoría podía ser selecta y a ella le
pertenecía en propiedad tanto la alta tecnología como la alta costura y
todas las restantes alturas de este ancho mundo. El nombre que la
minoría privilegiada inventó para designar esa inmensa mayoría fue el de
masa. Hay que ver el desdén con que todavía hoy se pronuncia esa
palabra, que en la literatura se dice vulgo, de donde viene el concepto
contemporáneo de vulgaridad. Para el exquisito de nariz arrugada que
contempla la realidad a través de mil mediaciones culturales, como el
gran señor lo hace a través de mil sirvientes interpuestos, la mayoría
conforma una masa informe, indistinta, grosera, destinada por decreto de
la naturaleza a funciones subalternas, siendo la primera de ellas la
docilidad a las elites rectoras, y su peor pecado, la rebelión a los
egregios (massa damnata). Este elitismo, que divide a la
humanidad en dos géneros estancos, ha estado operando desde el origen de
los tiempos hasta que, en el pasado siglo, Occidente, por fin,
desarrolló un fino sentido para la dignidad inmanente y autónoma de
todos los hombres por el hecho de serlo.
Lo dijo el machadiano Juan de Mairena: “Recordad el proverbio de
Castilla: ‘Nadie es más que nadie’. Esto quiere decir cuánto es difícil
aventajarse a todos, porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá
valor más alto que el de ser hombre”. Haciendo abstracción de los
accidentes que nos diferencian, todos somos iguales en lo de verdad
importante. Nada hay por encima de la dignidad irrebasable de ser
hombre. Aunque la variedad de circunstancias biográficas enriquece lo
humano, todos pertenecemos al común de los mortales. Se dice que la
muerte todo lo iguala; pero antes que ella, en vida, ya estamos
igualados en la condición mortal que compartimos. La experiencia
fundamental del vivir y envejecer, que es personalísima y en la que
nadie puede sustituirnos, nos nivela de forma definitiva. Nadie posee la
llave de la vida y por eso todos enmudecemos por igual ante su devenir
enigmático, que no entiende de minorías selectas ni de tutelas de unos
sobre otros.
Sentado lo anterior, se entiende que “masa”, esa voz inventada por
los moradores de las cimas, suene tan malamente hoy, en esta edad
mesetaria. En abril de 1900, cuando las tesis doctorales eran unas
docenas de cuartillas bien compuestas y no un centón de datos, un
veinteañero Manuel Azaña presentó la suya con el título La responsabilidad de las multitudes.
Saliendo al paso de las teorías, entonces en boga, que argüían la
disolución del individuo en los actos multitudinarios, víctima de
fenómenos psíquicos de embriaguez colectiva como hipnotismo, contagio o
sugestión, Azaña recomienda descomponer analíticamente la masa hasta
llegar a sus elementos primeros y, al hacerlo, “hállase como factor
primitivo”, escribe, “el ser racional, libre a pesar de todas las
fuerzas que tienden a contrarrestar las de su voluntad, hombres a
quienes en general ni la sugestión ni la tendencia imitativa, etcétera,
llegan a modificar igualándolos a los brutos”. Por mucho que el
individuo se integre en grupos, donde actúan fuerzas a veces muy
poderosas de anulación de la conciencia moral y de regresión psíquica,
subsiste siempre en él el coto reservado de su responsabilidad
individual de ciudadano. Es decir, que en rigor no existe tal masa sino sólo muchos ciudadanos, mortales y morales, cada uno responsable ante sí mismo y ante los demás.
De modo que el dualismo que durante milenios dividió la humanidad en
dos clases de personas diferentes, debe ahora residenciarse en el
corazón de cada una de esas personas. La raya decisiva no separa ya como
antaño entre el estamento de los hombres ejemplares y el de los hombres
vulgares en el seno de una sociedad dada, sino entre decisiones
ejemplares y decisiones vulgares en el seno de cada uno de los
ciudadanos de dicha sociedad. En lugar de ser dócil a los mejores, la
mayoría debe tender por ella misma a lo mejor y tratar de constituirse
en mayoría selecta. Apple, Ikea y Zara demuestran que, cuando se
democratiza con éxito lo excelente, esa mayoría ciudadana es capaz de
apetecerlo tanto como la minoría, salvo que sea totalmente idiota.
Lo que no parece ser el caso porque, por fortuna, nada más igualitario que la inteligencia, al menos según Descartes. Su Discurso del método (1637), esa obra maestra de la literatura, arranca así: “El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo (le bon sens est la chose du monde la mieux partagée),
pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él que aun los
más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer
más del que ya tienen”. Aunque, humm… admito que esta declaración
cartesiana de igualitarismo intelectual trasciende un cierto aroma de
aristocrática ironía.
Javier Gomá Lanzón, Mayoría selecta, Babelia. El País, 12/01/2013
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