L'Holocaust, conseqüència de la primera globalització.
Jan Gross e Irena Grudzińska Gross concluyen Golden harvest: Events at the periphery of the Holocaust (Oxford
University Press, 2008), su relato del robo de tumbas posterior al
Holocausto, con una historia del pasado muy reciente. Un hombre de
negocios polaco que regresaba de Berlín escapó por los pelos a la muerte
en un accidente automovilístico. La noche siguiente, una niña judía se
le apareció en sueños, lo llamó por su nombre de pila como si de otro
niño o un amigo se tratase, y le pidió que le devolviera su anillo. El
hombre tenía, en efecto, un anillo de oro que había recibido de sus
abuelos, quienes vivían cerca de Bełżec, una de las principales fábricas de la muerte construidas por los alemanes en la Polonia ocupada.
En
ocasiones, con la esperanza de salvarse a sí mismos o a sus familias,
los judíos polacos que viajaban en los transportes de la muerte en 1942
entregaban a los lugareños polacos objetos valiosos que habían logrado
llevar consigo a cambio de agua (o la promesa de agua), cuando los
trenes se detenían poco antes de llegar a su destino. A los judíos les
quitaban el resto de sus posesiones cuando los obligaban a desvestirse
antes de encaminarlos a las cámaras de gas. Trabajadores esclavos judíos
retiraban de los cadáveres los dientes de oro, que los alemanes
conservaban. Esos trabajadores judíos escondían algunos de aquellos
objetos y los intercambiaban después con los guardias del campo, que a
menudo eran ciudadanos soviéticos prisioneros de los alemanes. Ellos, a
su vez, intercambiaban los objetos por comida, alcohol y sexo en los
pueblos polacos cercanos. Algunos objetos de valor se conservaron en las
cámaras de gas cuando los alemanes emprendieron la retirada. Después de
la guerra, los habitantes locales desenterraban los cadáveres en busca
de oro.
El hombre de negocios devolvió el anillo de la mejor manera que pudo: lo entregó, junto con una nota, al museo de Bełżec.
En cierto modo, su gesto y su historia reflejan las realidades de la
Polonia actual. Cada detalle de su narración –el trato comercial con los
alemanes, el viaje de negocios en un coche con chofer, incluso el
trayecto por buenas carreteras– habla de una Polonia que es más próspera
hoy que en ningún otro momento de su historia. Liberada en 1989 del
comunismo que siguió a la ocupación alemana, aliada con Estados Unidos
en la otan desde 1999, vinculada a sus vecinos de la Unión Europea desde
2004, Polonia se beneficia de la globalización de los años posteriores
al comunismo.
Como sugiere Donald Bloxham en su libro The Final Solution: A genocide (Oxford
University Press, 2008), el Holocausto puede considerarse, entre muchas
otras cosas, la catástrofe final que acompañó al colapso de lo que
algunos historiadores llaman la primera globalización, es decir, la
expansión del comercio mundial a finales del siglo xix y principios del
xx. Este colapso tuvo tres etapas: la Primera Guerra Mundial, la Gran
Depresión y la Segunda Guerra Mundial. El error fatal fue la dependencia
del imperio europeo. El proceso de descolonización comenzó en la propia
Europa, cuando los Estados nacionales balcánicos se liberaron, primero,
del Imperio otomano y, más tarde, del dominio de sus patronos
imperiales británicos, alemanes, austriacos o rusos. Los líderes de esos
Estados nacionales pequeños, aislados y agrícolas encontraron una
consonancia natural entre la ideología nacionalista y su desesperada
situación económica: si liberamos del dominio extranjero a nuestros
compatriotas que viven al otro lado del río o de la cordillera, podremos
expandir nuestra estrecha base impositiva con sus tierras de cultivo.
Tras
algunas falsas iniciativas que implicaron guerras entre sí, los Estados
nacionales balcánicos se enfrentaron al Imperio otomano en 1912, en la
Primera Guerra de los Balcanes, expulsaron al poder otomano de Europa y
se repartieron el botín (no sin una Segunda Guerra de los Balcanes en
1913). El conflicto que recordamos como la Primera Guerra Mundial podría
considerarse la Tercera Guerra de los Balcanes, puesto que algunos
elementos del gobierno serbio intentaron apoderarse de territorio
austriaco, como poco antes habían hecho con territorio otomano. Con la
llegada de la Primera Guerra Mundial, el modelo balcánico de fundación
de Estados nacionales se expandió a Turquía (lo que acarreó el asesinato
de más de un millón de armenios). Más adelante, ese modelo fue
aceptado en Europa Central. La Primera Guerra Mundial también hizo
añicos un sistema de comercio e inauguró una era de empobrecimiento
europeo que duraría cerca de medio siglo.
Adolf Hitler fue un soldado austriaco que combatió en esa guerra, aunque por parte del ejército alemán. En The Final Solution, Bloxham
interpreta su respuesta antisemita ante la derrota de Austria y
Alemania –articulada en Mi lucha de 1925– como un intento,
intelectualmente espurio pero políticamente poderoso, de sacar a
Alemania de su destino de Estado nacional derrotado mediante la
restauración de sus metas imperiales. La propia guerra había hecho
relativamente poco daño a la patria alemana, ya que el país nunca fue
ocupado. Pero Alemania, que pagó esa guerra con cerca de 2.5 millones de
muertos, fue derrotada: un hecho que Hitler encontraba inexplicable.
Si era posible identificar una causa del fracaso alemán, sería posible
llevar a cabo el programa para el regreso de Alemania al centro de la
historia mundial.
Hitler
responsabilizó falsamente a los judíos no solo de la derrota de 1918,
sino también del acuerdo de posguerra. En Occidente los judíos eran la
supuesta fuente principal del desalmado capitalismo financiero de
Londres y Nueva York, que permitió el doloroso bloqueo alimentario a
Alemania en 1918 y la hiperinflación de principios de la década de 1920.
En el Este, los judíos eran los supuestos responsables del comunismo
(“judeobolchevismo”) de la Unión Soviética. Los judíos del mundo,
sostenía Hitler, eran responsables de los falsos universalismos del
liberalismo y el socialismo, que impedían a los alemanes alcanzar su
destino especial.
by Luis Pombo |
El
programa de Hitler para el resurgimiento alemán era, en cierto nivel,
una simple recreación de la mezcla balcánica de nacionalismo y agrarismo
que había alabado en Mi lucha. Alemania debía pelear con sus
vecinos por su “espacio vital” en el Este para lograr así la
autosuficiencia agrícola. A diferencia de los Estados balcánicos, por
supuesto, Alemania era una gran potencia capaz de proyectar no solo un
aumento del territorio, sino un nuevo imperio, algo que parecía haber
logrado Ucrania al final de la Primera Guerra Mundial. La obsesión de
Hitler con el antisemitismo dotó a esa perspectiva de un carácter
global, tanto en su simbolismo como en su ambición: invadir el Este
significaría ocupar la parte del mundo donde vivía la mayoría de los
judíos, la destrucción de la Unión Soviética y la conquista del poder a
nivel mundial.
Para realizar el programa de Mi lucha, Hitler
necesitaba obtener el poder en Alemania, destruir Alemania en tanto
república y librar una guerra contra la Urss. Como señala Edouard Husson
en su libro sobre el lugarteniente de Heinrich Himmler, Heydrich et la Solution Finale (Perrin,
2008), la Gran Depresión posibilitó el triunfo de Hitler en las
elecciones y el comienzo de su transformación de Alemania y del mundo.
Después de 1933, en la Alemania de Hitler el Estado ya no era el
monopolista de la violencia, según la conocida definición de Max Weber.
En cambio, se convirtió en un empresario de la violencia y la utilizó en
el extranjero –el terror en la Unión Soviética, los asesinatos de
funcionarios alemanes a manos de judíos– para justificar la violencia
doméstica, que en realidad organizaban las instituciones alemanas.
Hitler recurrió entonces a la supuesta amenaza de inestabilidad interna
para justificar la creación de instituciones cada vez más represivas.[1]
Durante
casi toda la década de 1930, Hitler dio a su política exterior la
fachada de no ser más que la política balcánica clásica: la reunión de
los compatriotas y de su tierra. Así justificó el desmembramiento de
Checos- lovaquia y la anexión de Austria en 1938. Pero, a decir verdad,
como muestra Husson, la estrategia de ocupar estos países y destruir sus
gobiernos fue un experimento para un programa mucho mayor de
colonización racial en el Este.
El
método de Husson consiste en seguir la carrera de Heydrich, director
del servicio interno de inteligencia de las SS y político ideal para
esta nueva clase de Estado.[2] El
propósito de las ss, un organismo del Partido Nazi, era alterar el
carácter del Estado. Las ss penetraban las instituciones centrales, como
la policía, e imponían una perspectiva social de sus funciones legales.
La reconstrucción de Alemania desde dentro llevó años. Heydrich
comprendía, como explica Husson, que el asolamiento de los Estados
vecinos permitiría una transformación mucho más rápida. Si todas las
instituciones políticas quedaban destruidas, y el orden legal anterior
sencillamente arrasado, las organizaciones de Heydrich podrían operar de
manera mucho más eficaz.
La
destrucción de los Estados permitía, en particular, un acercamiento más
radical a lo que los nazis consideraban el “problema” judío, una
política que Heydrich estaba ansioso por declarar propia. En Alemania,
se privó a los judíos de sus derechos civiles y se les presionó para que
emigraran. Tras la ocupación alemana de los Sudetes checoslovacos en
1938, los judíos de la zona huyeron o fueron expulsados. Cuando Austria
se incorporó a Alemania, Adolf Eichmann, subordinado de Heydrich, creó
ahí una oficina de “emigración” que rápidamente privó a los judíos de
sus propiedades mientras ellos huían de la violencia antisemita.
Los
historiadores suelen ver la Segunda Guerra Mundial desde dos
perspectivas: por una parte, como la historia de las campañas de y
contra Alemania en el campo de batalla; por otra, como la destrucción de
los judíos de Europa. Como sugirió Hannah Arendt hace mucho tiempo,
estas dos historias son, en realidad, una sola. Parte del éxito de
Hitler radicó en denigrar instituciones internacionales como la Liga de
las Naciones y en convencer a las demás potencias para que permitieran
su agresión contra Austria y Checoslovaquia. Como subraya Bloxham, la
debilidad de las potencias occidentales significaba que el destino de
los ciudadanos, principalmente de todos los ciudadanos judíos, dependía
de las acciones (y de la existencia) de cada Estado. La Conferencia de
Evian de 1938 demostró que ningún Estado importante estaba dispuesto a
acoger a los judíos de Europa.
Como
observa Husson, parece que Hitler creía que, a falta una buena
disposición por parte de los estadounidenses para aceptar a los judíos
europeos, las potencias de Europa debían enviarlos por barco a
Madagascar. En aquel momento, las autoridades polacas estaban
considerando la isla como un lugar para los judíos, aunque pensaban en
ella como un destino para una emigración voluntaria en vez de
involuntaria. Husson escribe que hasta principios de 1939 Hitler parecía
pensar que Alemania y Polonia podrían cooperar en alguna suerte de
deportación forzada hacia la isla. Polonia se situaba entre Alemania y
la Unión Soviética, y albergaba a tres millones de judíos, más de diez
veces la cifra de judíos en Alemania. Resulta plausible suponer que
Hitler, deseoso de reclutar a Polonia en una cruzada anticomunista
conjunta, imaginaba que ese exilio tendría lugar durante una invasión de
Alemania y Polonia a la Unión Soviética.
Dado
que en la primavera de 1939 Polonia se negó a establecer cualquier
alianza con la Alemania nazi, Hitler se alió temporalmente con la Unión
Soviética en contra de Polonia. El Pacto Molotov-Ribbentrop, de agosto
de 1939, selló el destino de los Estados nacionales estonio, letonio,
lituano y polaco, y resultó particularmente significativo para sus
ciudadanos judíos. La invasión coordinada de Polonia por fuerzas tanto
alemanas como soviéticas en 1939 significó que, en vez de convertirse en
una suerte de socio minoritario de la Alemania nazi, Polonia fue
destruida como entidad política. A diferencia de Austria y
Checoslovaquia, Polonia luchó contra los alemanes, pero fue derrotada.
Polonia le ofreció así a Heydrich una nueva oportunidad, pues la
resistencia armada abrió la posibilidad de comenzar los asesinatos en
masa bajo la cobertura de la guerra.
Los Einsatzgruppen de
Heydrich recibieron la orden de destruir a la población polaca educada.
Polonia tenía que ser borrada del mapa y su sociedad debía ser
decapitada políticamente. La destrucción del Estado polaco y el
asesinato de decenas de miles miembros de la élite del país en 1939 no
eliminaron la vida política en Polonia, ni pusieron fin a la
resistencia. Auschwitz, fundado en 1940 como un campo de concentración
para polacos, también fracasó en este aspecto. Los alemanes asesinaron
por lo menos a un millón de polacos no judíos durante la ocupación, pero
la resistencia polaca se mantuvo e incluso creció.
La
destrucción del Estado polaco tampoco proporcionó una manera obvia de
resolver lo que Hitler y Heydrich consideraban el “problema” judío. Al
principio, Heydrich quería establecer una “reserva judía” en la Polonia
ocupada, pero eso no habría hecho sino trasladar a los judíos de una
parte del Imperio alemán a otra. A principios de 1940, Eichmann,
subordinado de Heydrich, solicitó a los soviéticos –todavía aliados de
los alemanes– que se llevaran a dos millones de judíos polacos. Como era
de prever, los soviéticos se negaron. En el verano de 1940, después de
que Alemania derrotara a Francia, Hitler, el Ministerio de Asuntos
Exteriores de Alemania y Heydrich, recuperaron la idea de una
deportación a Madagascar, colonia francesa. Hitler supuso erróneamente
que Gran Bretaña firmaría la paz y permitiría a los alemanes llevar a
cabo la deportación marítima de los judíos.
La
Solución Final, referida a los judíos de Polonia, tendría lugar en
Polonia, pero al finalizar 1940 aún no estaba claro cuál sería. Como nos
recuerdan Andrea Löw y Markus Roth en Juden in Krakau unter deutscher Besatzung 1939-1945 (Wallstein,
2011), su estupendo estudio de la vida y muerte judías en Cracovia, los
judíos polacos no eran simplemente objetos impersonales de una política
de destrucción alemana en curso. Los judíos de Cracovia, al igual que
los de Polonia en general, se habían organizado bajo la ley polaca en
comunidades locales (kehilla o gmina) que gozaban de derechos colectivos. Fue esta institución la que pervirtieron los alemanes al establecer los Judenräte o
Consejos Judíos, responsables de ejecutar las órdenes alemanas. Pese a
unas cuantas leyes antisemitas, a finales de la década de 1930, los
judíos de Polonia eran ciudadanos de la república, con los mismos
derechos que los demás.
En
cuanto la república estuviera destruida, la legislación antisemita
alemana podría imponerse de inmediato. La expulsión de los judíos de sus
casas por parte de los alemanes, que habría sido una violación
impensable de la propiedad privada en Polonia, demostró que la propiedad
judía estaba ahí para quien quisiera tomarla. Los mismos alemanes se
adueñaron de cuentas bancarias, automóviles e incluso bicicletas. En
espera de una futura deportación, los judíos de Cracovia fueron
retenidos en un gueto, donde padecieron el desgobierno, la explotación,
la miseria y la muerte por hambre y enfermedad. Pero esto no era todavía
un Holocausto.
La
invasión alemana de la Unión Soviética en junio de 1941 tenía como
propósito cumplir los grandes planes imperiales de Hitler. En realidad,
el poderío alemán llegó lo suficientemente lejos como para controlar las
principales áreas de asentamientos judíos de Europa, pero no tanto como
para alcanzar Moscú o destruir la Unión Soviética. Al principio de la
invasión, las fuerzas alemanas conquistaron tierras que ya habían
obtenido los soviéticos durante la misma guerra, y expulsaron a ese
gobierno de ocupación.
Fue
en esa zona de doble destrucción del Estado donde los alemanes
comenzaron, por vez primera, a organizar el asesinato de grandes
cantidades de judíos. Al entrar en Polonia del Este, que había sido
anexionada por la Unión Soviética en 1939, los alemanes alentaron los
ataques locales de polacos contra judíos. El ejemplo más infame de ello,
la matanza de Jedwabne, fue descrito por Jan Gross en un libro
anterior.[3] En
el Báltico, donde la Unión Soviética había destruido tres Estados
independientes en 1940, resultó más sencillo organizar el apoyo local a
las políticas alemanas. Lituania fue especialmente importante, pues era
un Estado destruido por los soviéticos donde además vivía un gran
número de judíos. Al entrar en Lituania en el verano de 1941, los
alemanes estaban destruyendo un orden político soviético que había
destruido al Estado lituano.
En
la Lituania doblemente ocupada, los empresarios alemanes de la
violencia, como Heydrich, tenían muchos más recursos y mucho más espacio
para maniobrar que en Alemania o incluso en Polonia. Los
Einsatzgruppen, que en la Polonia ocupada habían matado principalmente a
polacos, en la Lituania ocupada asesinaron sobre todo a judíos. Un
gobierno lituano provisional, compuesto por la extrema derecha lituana,
introdujo su propia legislación antisemita e implementó sus propias
políticas de asesinato de judíos, explicando a los lituanos que el
gobierno bolchevique había sido culpa de los judíos locales y que
destruirlos restauraría la autoridad lituana.
Esta
era una política alemana que en gran medida realizaron los lituanos,
pero no podría haber funcionado sin la destrucción, ocupación y anexión
previa del Estado lituano a manos de los invasores de la Unión
Soviética. Un número considerable de lituanos que asesinó judíos habían
colaborado con el régimen soviético. Después de que los alemanes
abolieran el gobierno provisional lituano e impusieran un gobierno
directo, la escala de la violencia se incrementó sustancialmente, ya sin
autoridades políticas centrales lituanas, pero con la cooperación de la
policía y los militares.
Como escribe Christoph Dieckmann en su estudio capital Deutsche Besatzungspolitik in Litauen 1941–1944 (Wallstein,
2011), “en la segunda mitad de 1941 el campo lituano se transformó en
un gran cementerio de judíos lituanos”. Según sus cálculos, en noviembre
de 1941 unos ciento cincuenta mil judíos habían sido asesinados en
Lituania. Como señala Husson, parece elocuente que tanto Heydrich como
su superior inmediato, Heinrich Himmler, visitaran los Estados bálticos
en septiembre de 1941, justo antes de una serie de reuniones con Hitler.
Bloxham concuerda en que, para el régimen de Hitler, la colaboración
local temprana en el asesinato en masa de los judíos “indicaba lo que
era posible”. Quedó demostrado que deportar a los judíos era imposible.
Lo que sí resultaba posible era asesinarlos ahí donde vivían. Esto era
un Holocausto.
No
hay duda de que la política de Hitler era eliminar a los judíos de
todos los territorios bajo control alemán. Pero, durante la mayor parte
de su régimen, desde 1933 hasta 1941, no tuvo una manera plausible de
echarlos. Fue solo en el verano de 1941, ocho años después de llegar al
poder, tres años después de su primera expansión territorial y dos años
después de iniciar una guerra, cuando Hitler pudo concebir las formas de
llevar a cabo una Solución Final. El método que resultó factible, el
asesinato en masa, se desarrolló en una zona donde, primero, los
soviéticos habían destruido Estados independientes y donde, después, los
alemanes habían destruido las instituciones soviéticas.
by Luis Pombo |
Más
adelante, el Holocausto se expandió rápidamente y con una fuerza casi
igual a lugares donde el Estado había sido destruido una sola vez: hacia
el Este, a las tierras de la Unión Soviética anterior a la guerra,
donde el poder alemán reemplazó al poder soviético y los judíos fueron
asesinados con balas, y hacia el Oeste, hacia la Polonia ocupada, donde
se utilizó gas en la mayor parte de los exterminios. Se construyeron
instalaciones para el uso del gas, como Bełżec,
y se añadieron cámaras de gas al complejo de campos de Auschwitz. En la
Unión Soviética, se empleó a las personas no alemanas para que llevaran
a cabo el asesinato masivo con balas, y los ciudadanos soviéticos se
mostraron dispuestos a participar; en Polonia, los judíos asesinados en
las cámaras de gas fueron aquellos a quienes ya se había obligado a
vivir en guetos y a quienes, por tanto, se podía matar de manera más
sistemática.
El
Holocausto fue menos exhaustivo cuando las intenciones de Hitler se
encontraron con el estado de derecho, aunque este estuviera debilitado o
pervertido. Al principio, Eslovaquia, aliada de Alemania, deportó a sus
judíos a Auschwitz, pero más tarde revirtió esta política. En Holanda,
que se encontraba bajo el gobierno directo alemán, se asesinó a tres
cuartas partes de la población judía. Bulgaria, Italia, Hungría y
Rumania, Estados independientes aun cuando eran aliados alemanes, no
siguieron en general la política alemana, y el ejército italiano salvó a
un número considerable de judíos. Rumania tuvo su propia política de
asesinato de judíos, que revirtió en 1942. Hungría no envió a sus judíos
a los campos de la muerte alemanes hasta que fue invadida por Alemania.
En
la Alemania nazi, cerca de la mitad de los judíos que estaban vivos en
1933 murieron de muerte natural. Los alemanes casi nunca asesinaron a
judíos que fueran súbditos británicos o ciudadanos estadounidenses, aun
cuando podrían haberlo hecho fácilmente.
La
Alemania nazi era un Estado particular, decidido no tanto a monopolizar
la violencia como a movilizarla. El Holocausto no fue solo el resultado
de la aplicación decidida de la fuerza, sino también de una
manipulación deliberada y ejecutada de las instituciones arrebatadas a
los Estados destruidos, así como de los conflictos sociales exacerbados
por la guerra. Jan Gross se cuida de subrayar que la deportación a las
instalaciones de la muerte fue el “desastre principal” que sufrieron los
judíos de Polonia, y que vino “de manos de los alemanes”. Pero, ¿qué
hay de los cerca de doscientos cincuenta mil judíos polacos que de
alguna manera pudieron escapar a la cámara de gas y buscaron ayuda
entre los polacos, en 1943, 1944 y 1945? Gross, como Jan Grabowski en Judenjagd. Polowanie na Zydow 1942- 1945 (Stowarzyszenie Centrum Badań nad Zagładą, 2011) y Barbara Engelking en Jest taki piękny, słoneczny dzień: Losy Żydów szukających ratunku na wsi polskiej 1942-1945 (Stowar- zyszenie Centrum Badań nad Zagładą,
2011), registra el hecho innegable de que la mayoría de esas personas
fueron asesinadas, quizá más de la mitad por polacos (que seguían la
política y la ley alemanas) en vez de por alemanes.
Juntos,
estos historiadores polacos sostienen dos argumentos esenciales que nos
ayudan a comprender el funcionamiento de la deliberada persecución nazi
tras la destrucción del Estado polaco. El primero es la continuidad del
personal y de la obediencia. En general, los policías polacos
continuaron en funciones, recibiendo ahora órdenes de los alemanes.
Mientras que en 1938 su trabajo incluía prevenir los pogromos en la
Polonia independiente, en 1942 les ordenaron perseguir a los judíos. El
segundo argumento dice que los gobiernos locales podían movilizarse para
capturar a los judíos que habían escapado a las cámaras de gas. Los
polacos de una región concreta eran designados rehenes, sujetos al
castigo si la persecución de los judíos fracasaba. Los líderes locales
eran personalmente responsables de mantener sus distritos libres de
judíos, y se les podía denunciar si no lograban hacerlo. Si la caza de
judíos terminaba con éxito, los líderes locales eran responsables de
distribuir las propiedades que dejaban.[4]
A
los campesinos, como demuestran Engelking y Grabowski, no les
preocupaba cuidar la reputación de la nación polaca (con la que
probablemente no se sentían identificados), pero estaban obsesionados
con la posición que guardaban respecto de sus vecinos.[5] Los
campesinos figuran en todos estos libros como personas competitivas,
celosas y ante todo preocupadas por el tema de la propiedad. Bajo la
ocupación alemana, los campesinos se denunciaron entre sí con
regularidad aduciendo todos los pretextos concebibles. Esta “epidemia de
denuncias”, como la llama Grabowski, hizo que la perspectiva de
rescatar a un judío de la política alemana de destrucción fuera
extremadamente difícil. Los campesinos advertían cuando una familia
vecina recolectaba más comida, cuando mantenía otros horarios o incluso
cuando llevaba a casa el periódico. Esos cambios eran señales de que
estaban ocultando a un judío, y conducían a denuncias con motivos
superpuestos: el deseo de hacerse con la propiedad de los judíos y de
aquellos que los escondían, y el miedo a las represalias colectivas
alemanas.
En
esa situación, señala Engelking, ayudar a los judíos resultaba
sumamente irracional para los campesinos polacos: “en el caso de los
judíos que buscaban ayuda el coste de negársela era nulo, y los costes
de ayudarlos eran inmensos”. Como ella y Grabowski demuestran, muy a
menudo los polacos actuaban como si fueran salvadores, tomaban el dinero
de los judíos, y luego los entregaban a la policía. En su estudio sobre
decenas de casos de rescate y traición, Grabowski descubrió que los
judíos rescatados y no traicionados eran precisamente aquellos que se
acercaron a personas que no pensaban en su beneficio personal. Esto
también es válido, por supuesto, para polacos como Jan Karski y Witold
Pilecki, que entraron de manera voluntaria en el gueto de Varsovia y en
Auschwitz, respectivamente[6].
Como subraya Grabowski, había personas como ellos en el campo –el área
donde ha centrado su investigación– y por toda la Polonia ocupada.
Engelking recuerda a Wacław Szpura, que cocinaba pan tres veces cada noche para los treinta y dos judíos que rescató.
Sin
duda, el antisemitismo oficial nazi creó incentivos en las regiones
donde tuvo lugar este doloroso episodio final del Holocausto. El
antisemitismo popular dificultó que los polacos vieran a sus vecinos
judíos como personas de las cuales debían preocuparse, y aumentó la
posibilidad de que temieran las denuncias de sus otros vecinos.[7] La
obsesión ética de los tres historiadores polacos que revisamos aquí es
la innegable realidad de que a menudo los polacos llevaron a la muerte a
los judíos cuando podrían no haber hecho nada. Sin embargo, tenemos
muchas razones para dudar de que solo los antisemitas mataran judíos.
Para
empezar, la acción no es una guía sencilla para la ideología. A partir
de su cuidadoso estudio de casos individuales en una región, Grabowski
concluye que los polacos que asesinaron a judíos eran más propensos a
unirse al partido comunista que gobernó Polonia después de la guerra.
Esto confirma algo que Gross sugirió hace más de una década: que las
personas que colaboran con una ocupación son más proclives a colaborar
con la siguiente. La frecuencia de una doble colaboración, corolario
natural de una doble ocupación, nos obliga a reprimir nuestra tendencia a
explicar la violencia mediante las convicciones ideológicas. Los
polacos que aparecen en la fotografía de portada de Golden harvest de Gross, unos
hombres que excavan en busca de oro en Treblinka, dieron continuidad,
tras la llegada del comunismo, al robo que había sancionado la política
alemana. El régimen comunista polaco, en una escala mucho mayor, también
dio continuidad a este proceso, nacionalizando los negocios y las
propiedades que eran judías y que el régimen de ocupación nazi les había
robado a los judíos que asesinó.
El
régimen comunista de Polonia, que se mantuvo en el poder durante más de
cuarenta años, fraguó un mito del Holocausto en dos etapas: una que
retrata (falsamente) a los polacos y los judíos como víctimas por igual,
y que permite sugerir después (de forma antisemita) que los judíos
pasivos debían estar agradecidos con los heroicos polacos, que habían
intentado rescatarlos de su indefensión. Esta línea argumentativa fue
adoptada en 1968, cuando el régimen comunista expulsó a varios miles de
sus ciudadanos, entre ellos a Jan Gross e Irena Grudzińska,
bajo la acusación espuria de “sionismo”. La obra de Gross, Grabowski,
Engelking y otros historiadores polacos es, inevitablemente, una
respuesta a los mitos de la época comunista, que todavía resultan
convenientes para algunos nacionalistas polacos de hoy, así como un
intento por restablecer el Holocausto como parte central de la historia
polaca.[8]
A
lo largo de la última década han aparecido muchos estudios pioneros
sobre el Holocausto en lengua polaca. Son reflejo de un intento genuino y
admirable por abordar el verdadero trauma del pasado polaco. No supone
un menosprecio del valor y la inteligencia de los historiadores polacos
señalar que también reflejan la seguridad de una Polonia independiente,
anclada en instituciones internacionales y prósperas dentro de la
economía global. Si comprendemos el Holocausto –entre muchas otras
cosas– como la peor consecuencia del colapso de la primera
globalización, quizá podamos apreciar la discusión civilizada y profunda
en torno al tema como uno de los logros de una segunda globalización,
la nuestra. En un mundo así, se puede devolver un anillo, pero un mundo
así es frágil. ~
Timothy Snyder, Hitler y la lógica del Holocausto, Letras Libres, Enero 2013
Timothy Snyder, Hitler y la lógica del Holocausto, Letras Libres, Enero 2013
© The New York Review of Books
Traducción de Marianela Santoveña
[1] Para una versión económica de este argumento, véase Adam Tooze, The wages of destruction: The making and breaking of the Nazi economy (Nueva York, Viking, 2007).
[2] Para una extraordinaria bibliografía reciente sobre Heydrich, véase Robert Gerwarth, Hitler’s hangman: The life of Heydrich (Yale University Press, 2011).
[3] Jan Gross, Vecinos: el exterminio de la comunidad judía de Jedwabne, Polonia (Memoria crítica) (traducción de Teófilo de Lozoya, Barcelona, Crítica, 2002); véase también Wokół Jedwabnego, dos volúmenes, Paweł Machcewicz y Krzysztof Persak, eds. (Varsovia, Instytut Pamięci Narodowej, 2002).
[4] Estos libros complementan el clásico de Christopher Browning: Aquellos hombres grises. El Batallón 101 y la Solución Final en Polonia (traducción
de Montse Batista, Barcelona, Edhasa, 2001), que retrata con precisión a
la policía alemana como la fuerza conductora en la persecución de los
judíos, pero que no analiza con detalle las instituciones locales.
[5] La sociología de la traición y el rescate en las ciudades era distinta. Véase Gunnar S. Paulsson, Secret city: The hidden Jews of Warsaw, 1940-1945 (New Haven, Yale University Press, 2002).
[6] Sus informes están publicados: Jan Karski, Story of a secret State: My report to the world (Londres, Penguin, 2011); y Witold Pilecki, The Auschwitz volunteer: Beyond bravery (traducción al inglés de Jarek Garliński, Aquila Polonica, 2012).
[7] Brian Porter-Szücs dedica un importante capítulo a este tema en su libro Faith and fatherland: Catholicism, modernity, and Poland (Oxford
University Press, 2011). Un estudio reciente y profundo sobre la
reorientación de la teología católica en lo que respecta a los judíos
puede encontrarse en John Connelly, From enemy to brother: The revolution in Catholic teaching on the Jews (Cambridge, Harvard University Press, 2012).
[8] Un intento explícito por abordar ciertos mitos de la era comunista puede encontrarse en Dariusz Libionka y Laurence Weinbaum, Bohaterowie, hochsztaplerzy, opisywacze: Wokól Zydowskiego Zwiazku Wojskowego (Varsovia, Stowarzyszenie Centrum Badań nad Zagładą Żydów, 2011); véase también: Mikołaj Kunicki, Between the brown and the red: Nationalism, Catholicism, and Communism in twentieth-century Poland (Ohio University Press, 2012).
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