Kaláshnikov no és el nom d'una marca de vodka.
Mijaíl Timoféyevich Kaláshnikov lleva siete décadas acumulando las más altas condecoraciones de Rusia y la Unión Soviética; banderas rojas y estrellas doradas cuajan su pecho, museos
y estatuas han sido elevados en honor de alguien cuyas manos han
estrechado las de Putin y Stalin. Parece no haber premio suficiente para
el hombre que inventó el rifle de asalto más famoso del mundo ("la
marca rusa que enorgullece a la nación", en palabras de Dimitry
Medvedev). Ahora, dados sus 93 años y reciente paso por el hospital, los
medios rusos andan con su hagiografía en la punta de la pluma, que
resultaría más o menos así:
Joven manitas de provincia, convaleciente de una herida de guerra,
concibe la idea de crear un rifle de asalto capaz de funcionar en
cualquier rincón de su enorme patria. Su bebé se demora en nacer: la Metralleta de Kaláshnikov modelo 1947
llega tarde para matar nazis, pero justo a tiempo de combatir el
imperialismo en los avisperos del nuevo Tercer Mundo. Da igual Vietnam
que Salvador, Afganistán, Namibia o el Cáucaso Norte: el AK-47 y sus
diferentes versiones inundan la tierra con 100 millones de ejemplares
destinados oficialmente a puños oprimidos.
Su éxito se debe a: 1. El carácter global de la guerra fría, donde
las superpotencias armaron centenares de facciones y caudillos por toda
la geografía de la pobreza. 2. La inicial falta de patente:
el kaláshnikov es una creación socialista: la fábrica original de
Izhevsk patentó sus AK en 1999, pero las versiones anteriores se
producen a granel en países como China, Venezuela, Pakistán e incluso
Estados Unidos (cuyos soldados, dice la leyenda, gustan de arrojar sus
M16 cuando pueden obtener un buen AK). El camarada Kaláshnikov no ganó
ni un rublo con su invento, caracterizado por ese savoir faire rústico
pero eficiente que (a veces) le salía bien a la URSS: la limpieza de su
hechura, su tamaño, solidez y precisión a corta distancia, y una
manejabilidad tan intuitiva que "hasta un niño podría usarla":
Fragmento de la película El Señor de la Guerra (Andrew Niccol, 2005), inspirada en la vida del traficante de armas ruso Viktor But. Vídeo: YouTube.com
Lo que nadie se atreve a calcular es el número de víctimas. Preguntado una vez por su conciencia, Mijaíl Timoféyevich respondió con desapego militar: "La inventé para proteger a la madre patria. No tengo remordimientos ni responsabilidad sobre cómo la han utilizado después los políticos".
Su iconicidad brutal, su imagen de marca, varía según la empuñe un
campesino explotado, guerrilleros apuestos, líderes terroristas,
gánsters, traficantes de armas o warlords que, hablando de liberaciones y gestas, incendian países para enriquecerse.
Pero, aunque su significado cambie, el kaláshnikov es hijo de una
esencia concreta: el culto al sacrificio de guerra que practican Rusia y
compañía desde 1945: un paisaje de monumentos graníticos, llamas
eternas y soldados desconocidos que pueblan el imperio caído para
cementar la lealtad al Kremlin y justificar la disciplina militar como
única alternativa al caos. De ahí viene su prestigio materno: el
kaláshnikov es una pieza más de la mitología bélica soviética que el
presidente Putin, en busca de la grandeur perdue, prolonga con
educación militar y discursos y desfiles y homenajes y fotos de sí mismo
con el pecho descubierto a la caza del tigre. También de forma
subconsciente: en 2005, Vladímir Putin (que bordea la cleptomanía) no
pudo resistir la tentación de birlar un kaláshnikov
de cristal relleno de vodka en el Museo Guggenheim de Nueva York (y con
un estilo gansteril de libro: haciéndole un gesto con la cabeza a uno
de sus guardaespaldas) regalándonos una postal de vulgaridad casi
poética.
¿Cómo no caer en el cliché de la Rusia bárbara, cuando su propia
cabeza visible sólo piensa en parecer un matón con el gatillo a punto?
Pese a sus muchos esplendores, Rusia fue siempre un pedazo de pastel
para los demonizadores de países, y lo sigue siendo:
Con ganas de turbar a una periodista morbosa y más bien lela, el escritor Zajar Prilepin, genial autor de Patologías y veterano de Chechenia (sus personajes se queman las manos con el kalash a pleno rendimiento en Grozni), le asestó una respuesta
deliberadamente banal; le dijo: "A los rusos nos encanta la guerra, y
estamos armados y listos para declarársela a cualquier país europeo".
Irónica, banal, sí, pero ¿no jugaba Prilepin con el tópico de pueblo
guerrero que no llegó a Cádiz porque Stalin no quiso? En otra ocasión,
Prilepin afirmó: "En nuestro país, dicen, hagas lo que hagas siempre te sale un kaláshnikov".
Bajo sus medallas, el camarada Kaláshnikov tampoco anda corto de retranca malsana: asegura sentirse "nervioso"
cuando ve a un bin Laden luciendo el AK en su regazo: "Pero qué puedo
hacer, los terroristas no son tontos: ellos también eligen las armas más
fiables (...) Aún estoy dispuesto a estrechar la mano de quien diseñe
un rifle de asalto mejor que el mío".
Argemino Barro, El espíritu Kaláshnikov, El Huffington Post, 24/01/2013
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