José Luis Pardo: 'L’origen del pensament crític'.

José Luis Pardo
  J 
En la expresión “formación del pensamiento crítico”, que se suele relacionar con la enseñanza de la filosofía, hay, al menos en apariencia, una paradoja: la idea de “formar” a alguien implica, a poco que reparemos en ello, una relación asimétrica de autoridad entre el “formador” y el “formado”, de tal manera que resulta bastante sorprendente la idea de que alguien cuya función es, en principio, de obediencia en el aprendizaje, tenga al mismo tiempo que aprender a desobedecer o, al menos, a cuestionar la autoridad misma a la que obedece, y que tenga que hacerlo además por obediencia a esa misma autoridad. 

La cosa podría recordar a aquella situación que se produjo durante la llamada “guerra de Vietnam”, en la década de los 60 del siglo pasado, en la cual el ejército estadounidense, que tutelaba a los soldados de Vietnam del sur, ordenaba a sus comandantes que actuasen de modo independiente, es decir, les daba la orden de que no obedeciera sus órdenes (¡y se enfadaba si no le obedecían!). En otras palabras, la cuestión es: ¿cómo puede alguien que está aprendiendo —y que, como aprendiz, tiene que obedecer a quien le transmite el saber— cumplir su papel (es decir, someterse a la autoridad de quien le enseña) y además poner en cuestión esa misma autoridad? Intentaremos desenredar esta madeja, para empezar, distinguiendo entre “formación” e “instrucción”, entre “educación” y “enseñanza”, conceptos que, tras su aparente sinonimia, ocultan diferencias importantes. Por “formación” o “educación” habremos de entender el proceso de socialización y aculturación al que son sometidos los miembros de cualquier comunidad para que asimilen las pautas de comportamiento del colectivo al que pertenecen. Es bien sabido que el verbo “educar” viene de la raíz indoeuropea “deuk”, de donde procede el latín ducere , y que significa “conducir” o “guiar”. Entre otras cosas, esta es la razón de que llamemos ducha a un caudal de agua conducido en una determinada dirección. Y también de ahí viene el apelativo “Duce”, que utilizaba el líder fascista Benito Mussolini, y que equivale más o menos a “Jefe”o “Caudillo” (Führer , en alemán, Leader en inglés), es decir, el que guía o conduce los destinos del pueblo. Este mismo sentido de “conducir” o “guiar” tiene en su origen el término “pedagogo”, del griego “paidos” (niño) y “agogós”, el que conduce (o sea, el que guía a los niños: en principio, el que les lleva a la escuela, el que les acompaña por el camino para que no se pierdan, como le sucedió a Pinocho). Educarse o formarse significa, pues, como alguien ha dicho, aprender a ser de los nuestros, aprender a comportarnos como es habitual hacerlo en nuestra comunidad de origen (aprender a vestirse, a comer, a hablar o a buscar pareja de la precisa y determinada manera en la que es costumbre hacerlo en el grupo en el que hemos nacido).

Y aunque la idea de “guiar” o “conducir” a alguien en una determinada dirección comporta una dosis de coacción (pues significa inequívocamente obligar a alguien en ir en un sentido y sancionar negativamente las alternativas y las desviaciones), se trata de una coacción que, usualmente, cuenta con la complicidad de los así guiados o conducidos: no solamente quienes nos guían quieren que seamos de los suyos, sino que nosotros solemos esforzarnos también por ser reconocidos como pertenecientes a ese grupo, ya que la pertenencia es una de las necesidades psicológicas básicas: procuramos agradara aquellos a cuya comunidad queremos pertenecer (y también causar repulsión a  aquellos de quienes queremos a toda costa diferenciarnos), y para ello nos afanamos en vestir de cierto modo, comer de cierto modo, escuchar ciertas músicas o adoptar ciertas formas de cortejo, y en este momento no hace falta distinguir entre las diversas fases de la “educación”, es decir, a veces tratamos de agradar a nuestros padres (y nos avergonzamos ante ellos cuando somos pillados en una falta que amenaza nuestra pertenencia a la comunidad familiar[“¿Cómo has podido comportarte de ese modo?”, a veces se trata de nuestro grupo de iguales, y para obtener su aprobación nos hacemos un tatuaje, nos ponemos un piercing en el labio o llevamos unos pantalones medio caídos, a veces se trata de afirmar nuestra pertenencia a una empresa o a un grupo profesional o político, o a un grupo de aficionados a un club deportivo, o a una identidad nacional portando símbolos, insignias y banderas; la forma más extrema de esta pertenencia es, sin duda, el uniforme militar, que nos asimila en un conflicto bélico a los “nuestros” y nos opone a nuestros “enemigos”, aunque hoy día y entre nosotros la forma más potente de “educación” o “formación” es la que se lleva a cabo a través de los llamados “medios de comunicación de masas” (incluida la red informática), que organiza grupos de afinidades y diferencias según pautas de consumo y “logos” identificativos (por eso se habla de “líderes de comunicación” o de “líderes de opinión” para señalar a las figuras que encarnan estos “grupos de consumidores” y que hoy son los verdaderos Duces o
Caudillos en la formación de las masas).

Quede claro, pues, que aunque esta formación tiene un componente coercitivo —se trata de obligarnos a pertenecer a un grupo, de “conducirnos” o“dirigirnos” y hasta de adoctrinarnos para que nos asimilemos a esa comunidad—, como decíamos cuenta en general, no sólo con nuestra colaboración, sino con nuestro entusiasmo y nuestro esfuerzo. Y eso ocurre, repitámoslo, porque la necesidad de pertenencia es un poderoso impulso psicológico. ¿Por qué? Porque la pertenencia a un grupo (no solamente la pertenencia “física”, sino sobre todo la pertenencia social y cultural, afectiva y emocional, el compartir creencias y valores) es para todos los seres humanos una suerte de refugio protector contra las inclemencias de un mundo lleno de dificultades y de contingencias, de adversidades, de sufrimiento y de muerte.“Los nuestros” constituyen un resguardo que nos ofrece, contra esas adversidades, toda la protección y todo el consuelo que los seres humanos podemos esperar (aunque nunca pueda ser, por suerte o por desgracia, una protección total o definitiva), y por tanto resulta totalmente “natural” nuestro deseo de pertenecer a ese orden simbólico de acogida que experimentamos como un destino. Añadiré sobre esto solamente que, como es fácil imaginar, esta “educación” se lleva a cabo en su mayor parte por medios implícitos, acríticos y pre-reflexivos que se basan en la autoridad colectiva de la tradición representada por el grupo identificado con ese conjunto de hábitos y sus “conductores”. Por eso, mucho antes de residir en la “conciencia” de los individuos participantes o de encarnarse en ciertos “productos culturales” más o menos privilegiados, la educación se aloja en los mecanismos pre-conscientes del comportamiento de sus usuarios constituyendo una envoltura de prejuicios que, además de orientar constantemente la conducta en general (la puramente instrumental tanto como la valorativa y la intelectiva), atienden al cumplimiento de los fines de “defensa”, “consuelo” y “protección” antes aludidos.

Nada se opone a llamar “conocimiento” a este orden de pertenencia, aunque quizá sería mejor llamarlo “pre-conocimiento”, pues de hecho constituye lo que antes que nada (y sin siquiera reflexionar sobre ello) tiene que saber quien quiera moverse significativamente en el marco de una comunidad cultural determinada. Se diría, desde luego, que en este contexto no puede germinar nada parecido al “pensamiento crítico”: primero, porque quienes viven inmersos en ese orden lo toman simplemente como la naturaleza y como su naturaleza, es decir, algo necesario que no puede modificarse (hemos aprendido a vestirnos al mismo tiempo que aprendíamos a vestirnos de una determinada manera, que experimentamos pues como la manera natural de vestirse, y así con las maneras de comer, de hablar o de emparejarse), y segundo, porque sería ridículo, además de absurdo, que una estructura que está diseñada para dar cobijo y seguridad se perturbase a sí misma generando dudas e inquietudes que irían en contra de sus objetivos. En el seno de esta estructura caben preguntas, pero no son verdaderas preguntas —es decir, no indagan acerca de la constitución objetiva de las cosas, sino que únicamente expresan una necesidad subjetiva de confianza—: no transmiten el deseo de alguien que quiere saber, sino, como las preguntas infantiles, la inquietud de alguien que quiere asegurarse de que sus expectativas de futuro no serán traicionadas, de alguien que quiere oír de nuevo una respuesta que ya conoce, pero que le reafirma contra la incertidumbre.

Porque basta una pregunta de verdad —repito: cuando no se pregunta para saber si el otro sabe ni para escuchar una respuesta tranquilizadora, sino para indagar acerca de la verdad de algo— para que toda esta estructura “educativa” se venga abajo o quede, cuando menos, puesta entre paréntesis, puesta en cuestión, suspendida en cuanto a su validez. Esto es básicamente lo que ocurría con las preguntas, aparentemente simples, que Sócrates formulaba en la Atenas del siglo IV antes de nuestra era (“¿Qué es la virtud?”, “¿Qué es la justicia?” “¿Qué es la belleza?”). A veces se dice que estas preguntas aparecieron, así como la figura de Sócrates, porque la sociedad ateniense estaba atravesando una profunda crisis de valores —los viejos valores heroicos, de la época homérica, ya no valían para un tiempo de paz y prosperidad democrática—, y por eso de pronto dejó de estar claro qué eran la virtud, la justicia o la verdad, y se necesitaba del filósofo para hallar las nuevas respuestas adecuadas a los tiempos. Nada más lejos de la realidad. En primer lugar, nunca hubo una época que no viviese una desgarradora crisis de valores, y los únicos lugares en donde todo el mundo está seguro de lo que es la justicia, la virtud ola belleza son las dictaduras y las tiranías, en donde siempre existe, por razones obvias, la misma unanimidad que había en el Kremlin. Pero, en segundo lugar, y esto es lo principal, no es la crisis de valores la que provoca las preguntas de Sócrates (porque a eso es a lo que viene el filósofo, a preguntar, no a traer respuestas), sino las preguntas de Sócrates las que hacen entrar en crisis la pretendida seguridad que los atenienses tenían acerca de sus valores. Lo cual explica, de paso, que Sócrates no se hiciera demasiado simpático a la mayoría de sus conciudadanos, como demostró el modo en que acabó su vida. No fue, pues, una determinada crisis cultural lo que ocasionó el nacimiento de la filosofía, sino que fue este nacimiento el que puso en crisis la cultura, el que hizo que algunos hombres fueran capaces de adquirir la suficiente distancia con respecto a su propia cultura como para verla como lo que es, es decir, como algo absolutamente “no-natural”, y por tanto susceptible de ser sometido a crítica.

José Luis Pardo, “La formación del pensamiento crítico”, en VVAA,  El pensament crític, Fundaciò Collserola-Arcadia, Barcelona, 2012, pp. 77-93)

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