L’humanisme, segons Sloterdijk
Los libros, dijo
una vez el poeta Jean Paul, son
voluminosas cartas a los amigos. Con esta frase llamó él por su nombre de modo
refinado y elegante a lo que es la esencia y función del Humanismo: una
telecomunicación fundadora de amistad por medio de la escritura. Lo que se
llama ‘humanitas’ desde los días de Cicerón,
pertenece en sentido tanto estricto como amplio a las consecuencias de la
alfabetización. Desde que existe la filosofía como género literario, recluta
ella a sus adeptos por este medio, escribiendo de modo contagioso sobre el amor
y la amistad. No se trata sólo de un discurso sobre el amor a la sabiduría,
sino también de conmover a otros y moverlos a este amor. Que pueda en todo caso
la filosofía escrita, tras sus comienzos hace dos mil quinientos años,
mantenerse en estado virulento todavía hoy, lo debe sin duda a los resultados
de su capacidad para hacer amigos a través del texto. Se sigue escribiendo como
una cadena de la suerte a través de las generaciones, y quizás a despecho de
todos los errores en las copias –o aun, quizás, gracias incluso a tales
errores– arrastró a copistas e intérpretes con su encanto amigable. (...)
Se podría entonces
retrotraer el fantasma comunitario que subyace a todo humanismo al modelo de
una sociedad literaria, sociedad en la que los participantes descubren por
medio de lecturas canónicas su común amor hacia remitentes inspirados. En el
corazón del humanismo entendido de este modo descubrimos una fantasía de secta
o club, el sueño de fatal solidaridad de aquellos que han sido elegidos para
poder leer. Para el viejo mundo, es decir hasta las vísperas de los Estados
nacionales modernos, la capacidad de leer significaba de hecho algo así como la
entrada en una élite rodeada de misterio... El conocimiento de la gramática era
tenido antaño en muchos lugares como cosa de nigromancia: de hecho, ya en el
inglés medieval la palabra grammar
había dado lugar al glamour: al que
sabe leer y escribir, le resulta fácil lo imposible. Los humanizados no son por
el momento más que la secta de alfabetizados, que como muchas otras sectas dan
a luz un proyecto expansionista y universalista. Donde el alfabetismo se vuelve
fantástico y arrogante, allí surge la mística gramática o literal, la Cábala,
que prolifera a partir de ese momento, queriendo volver inteligible la
ortografía del Autor del Mundo. Allí, en cambio, donde el humanismo se vuelve
pragmático y programático, como en las ideologías de los estudios clásicos
asociadas a los Estados nacionales en los siglos XIX y XX, el modelo de
sociedad literaria amplía su alcance, convirtiéndose en norma de la sociedad
política. De ahí en adelante los pueblos se organizan como ligas alfabetizadas
de amistad compulsiva, conjuradas en torno a un canon de lectura asociado en
cada caso con un espacio nacional. Además de los autores pan-europeos antiguos
se movilizan ahora también para esto clásicos modernos y nacionales, cuyas
cartas al público son ensalzadas y convertidas en motivos eficientes de la
creación nacional por parte del mercado de libros y las casas de altos estudios.
¿Qué son las naciones modernas sino poderosas ficciones de públicos letrados,
convertidos a partir de los mismos escritos en armónicas alianzas de amistad?
La instrucción militar obligatoria para los varones y la lectura obligatoria de
los clásicos para jóvenes de ambos sexos caracterizan a la burguesía clásica,
definen a aquella época de humanitarismo armado y erudito, hacia el que vuelven
la mirada hoy conservadores de viejo y nuevo cuño, nostálgicos e inermes a la
vez, y absolutamente incapaces de llegar a una comprensión teórica del sentido
de un canon de lectura... Para darse una idea clara de este fenómeno, basta con
recordar el resultado lastimoso de un debate nacional llevado adelante en
Alemania –debate inducido sobre todo por los jóvenes– sobre la supuesta
necesidad de un nuevo canon literario.
Estos humanismos
nacionales de lectura gozosa tuvieron verdaderamente su apogeo entre 1789 y
1945; en su centro residía, consciente de su poder y autosatisfecha, la casta
de antiguos y nuevos filólogos, que se sabían responsables de la misión de
iniciar a los recién llegados en el círculo de los destinatarios de cartas
decisivas y voluminosas. El poder del maestro en esos tiempos, y el papel clave
de los filólogos, tenían ambos su base en un conocimiento privilegiado de los
autores en cuestión, aquellos que pasaban por remitentes de los escritos
fundadores de la comunidad. Según ellos, en esencia, el Humanismo burgués no
era otra cosa que la facultad de imponer a los jóvenes la lectura de los
clásicos y de establecer la validez universal de las lecturas nacionales. De
tal modo que las naciones burguesas eran hasta cierto grado ellas mismas
productos literarios y postales: ficciones de un destino de amistad con
compatriotas remotos y una afinidad empática entre lectores de los mismos
inspirados autores de propiedad común.
Si esta época
parece hoy irremisiblemente periclitada, no es porque seres humanos de un humor
decadente no se sientan ya inclinados a seguir cumpliendo su tarea literaria
nacional; la época del Humanismo nacional-burgués llegó a su fin porque el arte
de escribir cartas inspiradoras de amor a una nación de amigos, aun cuando
adquirió un carácter profesional, no fue ya suficiente para anudar un vínculo
telecomunicativo entre los habitantes de la moderna sociedad de masas. Por el
establecimiento mediático de la cultura de masas en el Primer Mundo en 1918 con
la radio, y tras 1945 con la televisión, y aun más por medio de las
revoluciones de redes actuales, la coexistencia de las personas en las
sociedades del presente se ha vuelto a establecer sobre nuevas bases. Y no hay
que hacer un gran esfuerzo para ver que estas bases son decididamente
post-literarias, post-epistolográficas y, consecuentemente, post-humanísticas.
Si alguien considera que el sufijo ‘post-’ es demasiado dramático, siempre
podemos reemplazarlo por el adverbio ‘marginalmente’, con lo que nuestra tesis
quedaría formulada así: las síntesis políticas y culturales de las modernas
sociedades de masas pueden ser producidas hoy sólo marginalmente a través de
medios literarios, epistolares, humanísticos. En modo alguno quiere esto decir
que la literatura haya llegado a su fin, sino en todo caso que se ha
diferenciado como una subcultura sui
generis, y que ya han pasado los días de su sobrevaloración como portadora
de los genios nacionales. La síntesis nacional ya no pasa predominantemente –ni
siquiera en apariencia– por libros o cartas. Los nuevos medios de la
telecomunicación político-cultural, que tomaron la delantera en el intervalo,
son los que acorralaron al esquema de la amistad escrituraria y lo llevaron a
sus modestas dimensiones actuales. La era del humanismo moderno como modelo
escolar y educativo ya ha pasado porque se ha vuelto insostenible la ilusión de
que masivas estructuras políticas y económicas pueden ser ya organizadas
siguiendo el modelo amigable de la sociedad literaria.
Este desengaño que,
a más tardar desde de la Primera Guerra Mundial, persiste como notificación
para los intelectuales que todavía continúan la tradición humanista, tiene a su
vez una historia propia y dilatada, marcada por crisis y contorsiones. Pues
precisamente hacia el estridente fin de la era nacional-humanista, en los años
de oscuridad sin precedentes que siguieron a 1945, el modelo humanista iba a
vivir todavía un florecimiento tardío; fue éste un renacimiento organizado y
reflexivo, que sirve todavía como modelo para las pequeñas reanimaciones del
humanismo actuales. Aun si no fuera el trasfondo tan oscuro, se debería hablar
aquí de una divagación y un porfiado autoengaño. En el ambiente fundamentalista
de los años posteriores a 1945, por motivos comprensibles, para muchas personas
no era suficiente volver de los horrores de la guerra a una sociedad que se
presentaba a sí misma de nuevo como un público pacificado de lecto-amigos, como
si una juventud goetheana bastara para hacer olvidar a la juventud hitleriana.
A muchos entonces les pareció oportuno volver a colocar junto a las lecturas
latinas también las otras, las bíblicas lecturas básicas de los europeos, y
sentar los fundamentos del ya rebautizado Occidente en el humanismo cristiano.
Este neohumanismo de mirada vacilante entre Weimar y Roma era el sueño de la
salvación del alma europea por medio de una bibliofilia radicalizada, una
exaltación melancólico-esperanzada del poder civilizatorio, humanizador, de las
lecturas clásicas, a condición de que por un instante nos tomemos la libertad
de concebir codo con codo a Cicerón y a Cristo como clásicos.
En tales humanismos
de posguerra, por ilusorios que hayan sido sus orígenes, se revela siempre un
motivo sin el cual sería imposible comprender la tendencia humanista como un
todo, ya sea en los días de los romanos como en la era moderna de los Estados
nacionales burgueses: el Humanismo como palabra y cosa tiene siempre un
opuesto, pues es un compromiso en pos del rescate de los seres humanos de la
Barbarie. Es fácil de entender que precisamente aquellas épocas que han hecho
sus principales experiencias a partir de un potencial de barbarie liberado
excesivamente en las relaciones interhumanas, sean asimismo aquellas en las que
el llamado al Humanismo suele sonar más alto y perentorio. Quien hoy se
pregunta por el futuro del humanitarismo y de los medios de humanización,
quiere saber en el fondo si quedan esperanzas de dominar las tendencias
actuales que apuntan a la caída en el salvajismo del hombre. Y aquí hay que
tomar en consideración el hecho inquietante de que el salvajismo, hoy como
siempre, suele aparecer precisamente en los momentos de mayor despliegue de
poder, ya sea como tosquedad directamente guerrera e imperial, o como
bestialización cotidiana de los seres humanos en los medios de entretenimiento
desinhibitorio. De ambos tipos suministraron los romanos modelos que
perdurarían en la Europa posterior: del uno con su omnipresente militarismo,
del otro por medio de su premonitoria industria del entretenimiento basada en
el juego sangriento. El tema latente del humanismo es entonces el rescate del
ser humano del salvajismo, y su tesis latente dice: la lectura correcta
domestica.
El fenómeno
humanista gana atención hoy sobre todo porque recuerda –aun de modo velado y
confuso– que en la alta cultura, los seres humanos son cautivados
constantemente y al mismo tiempo por dos fuerzas formativas, que por afán
simplificador llamaremos aquí influjos nhibitorio y desinhibitorio. El
convencimiento de que los seres humanos son «animales bajo influjo» pertenece
al credo del humanismo, así como el de que consecuentemente es imprescindible
llegar a descubrir el modo correcto de influir sobre ellos. La etiqueta
Humanismo recuerda –con falsa inocencia– la perpetua batalla en torno al
hombre, que se ratifica como una lucha entre las tendencias bestializantes y
las domesticadoras.
Hacia la época de
Cicerón ambos influjos son todavía poderes fáciles de identificar, pues cada
uno posee su propio medio característico. En lo que toca a los influjos de
bestialización, los romanos tenían establecida, con sus anfiteatros, sus
cacerías, sus juegos y luchas mortales, los espectáculos de sus ejecuciones, la
red mass-mediática más exitosa de todo el orbe. En estadios rugientes en torno
al mar Mediterráneo surgió a sus expensas el desatado ‘homo inhumanus’ como pocas veces se había visto antes y raramente
se vería después. Durante el Imperio, la provisión de fascinaciones bestiales
para las masas romanas se convirtió en una técnica de dominio indispensable y
rutinaria, que se ha mantenido en la memoria hasta el día de hoy gracias a la
fórmula jovial del «pan y circo». Sólo se puede entender el humanismo antiguo
si se lo concibe como toma de partido en un conflicto mediático, es decir, como
resistencia de los libros contra el anfiteatro, y como oposición de las
lecturas humanizadoras, proclives a la resignación, instauradoras de la
memoria, contra la resaca de ebriedad y sensaciones deshumanizadoras,
arrebatadas de impaciencia, de los estadios. Lo que los romanos educados
llamaban ‘humanitas’, sería
impensable sin la demanda de abstinencia de la cultura de masas en los teatros
de la ferocidad. Si el humanista se extravía alguna vez entre la multitud
bramante, es sólo para constatar que también él es un hombre y como tal puede
también él ser contaminado por esa tendencia a la bestialidad. Luego vuelve del
teatro a su casa, avergonzado por su involuntaria participación en sensaciones
infecciosas, y de pronto se ve obligado a aceptar que nada de lo humano le es
ajeno. Pero con ello también queda dicho que la naturaleza humana consiste en
elegir los medios domesticadores para el desarrollo de la propia naturaleza, y
renunciar a los desinhibidores. El sentido de esta elección de medios reside en
perder la costumbre de la propia bestialidad posible, y poner distancia entre
sí y la escalada deshumanizadora de la rugiente jauría del espectáculo.
Estas indicaciones
dejan en claro que con la pregunta-por-el-humanismo se alude a algo más que a
la conjetura bucólica de que el acto de leer educa. Se halla en juego aquí nada
menos que una antropodicea, es decir, una definición del ser humano de cara a
su abertura biológica, y a su ambivalencia moral. Pero por sobre todo, esta
pregunta sobre cómo podrá entonces el ser humano convertirse en un ser humano
real o verdadero, será formulada a partir de ahora de modo ineludible como una
pregunta por los medios, entendiendo por estos a los medios de comunicación y
de comunión, por intermedio de los cuales las personas humanas mismas se
orientan y forman hacia lo que pueden ser y llegan a ser.
Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano. Una respuesta
a la ‘Carta sobre el humanismo’ de Heidegger, (1999)
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