Edward O. Wilson: 'La conquista social de la Tierra'.
Desde el momento de su primera entrada en escena, el darwinismo se
presentó al público como una hipótesis científica capaz de explicar el
comportamiento social humano sirviéndose del mecanismo que le era
propio, esto es, de la acción de la selección natural sobre un sustrato
hereditario variable que asegurara la posterior continuidad de los
logros adaptadores adquiridos. Es bien sabido que Darwin era plenamente
consciente de la decidida oposición que esta revolucionaria idea
provocaría en su entorno social y, por ello, encapuchó con toda
intención las consecuencias más conflictivas de su pensamiento en un
solo párrafo incluido en la antepenúltima página de El origen de las especies,
donde se limitó a expresar la confianza en que su teoría «esclarecerá
el origen del hombre y su historia». Sin embargo, esta extremada cautela
no logró evitar que muchos de sus contemporáneos percibieran con toda
claridad las, para ellos, perversas implicaciones de esa propuesta,
iniciándose así un apasionado debate que, con altibajos, se ha
prolongado hasta hoy.
El planteamiento darwinista original, carente de una base genética operativa en que apoyar su discurso, adolecía de una flexibilidad excesiva que daba margen a todo tipo de interpretaciones contradictorias, permitiendo el encubrimiento de las diversas preferencias ideológicas de sus postulantes bajo un ropaje aparentemente científico. En un extremo del espectro se encontraba el «darwinismo social» de Herbert Spencer, que justificaba el ascenso de la burguesía o la subordinación del proletariado como productos inevitables de la acción de la selección natural, concebida como una «lucha por la existencia» en la que los triunfadores impondrían sus intereses a los vencidos. En el extremo opuesto se situaba el pensamiento anarquista de Piotr Kropotkin, que concebía a la selección natural como promotora de la cooperación social y la ayuda mutua que favorecerían la supervivencia de grupos de individuos cuando éstos se enfrentaran a un medio hostil. Es de justicia apuntar que el planteamiento darwinista, expuesto con todo rigor en La ascendencia del hombre, es ajeno a los dos anteriores, proponiendo el mecanismo que más tarde se denominó «selección de grupos» para explicar la coexistencia de actitudes egoístas y altruistas en la sociedad, mediante el recurso a la acción de dos fuerzas selectivas antagónicas. Por una parte, la selección actuaría sobre las diferencias entre los individuos de un mismo grupo, favoreciendo a los más egoístas. Por otra, la selección entre los distintos grupos que componen una población podría beneficiar, en determinadas circunstancias, a aquéllos que integraran un mayor número de altruistas. En palabras de Darwin: «aunque un elevado grado de moralidad confiera a cada individuo poca o ninguna ventaja […] un aumento del grado de moralidad aportaría, con toda certeza, una inmensa ventaja a una tribu [grupo] sobre otra»1 .
A finales del siglo XIX el darwinismo había llegado al límite de su
capacidad explicativa, entrando a continuación en una fase de eclipse
durante la cual no pasó de ser una más de las hipótesis evolucionistas
al uso, hasta que su reformulación en la década de 1940 –el actual
neodarwinismo– la convirtió en la teoría científica generalmente
admitida mediante la integración de los conocimientos de las distintas
disciplinas biológicas, hasta entonces dispersos, en torno al núcleo
teórico constituido por los modelos matemáticos de la genética de
poblaciones. No obstante, las cuestiones referentes a la selección de
grupos como mecanismo responsable de la evolución de los comportamientos
sociales permanecieron en el resbaladizo campo de los modelos verbales,
donde predominaban conceptos esotéricos como el del bien de la especie.
Hubo que esperar hasta 1966, fecha de publicación de la obra de George
C. Williams Adaptation and Natural Selection, para que los
neodarwinistas se plantearan el problema de una manera explícita,
despojando al evolucionismo de nociones insostenibles y, en
consecuencia, rechazaran el concepto de grupo como unidad general de
selección, aunque dejando abierta la puerta a su aplicación en
circunstancias muy especiales, cuando los grupos fueran numerosos, se
formaran y se extinguieran con rapidez, y mantuvieran cierta identidad
espacio-temporal, como pudiera ser el caso de la evolución de la
virulencia del myxoma en poblaciones de conejos. Esta reformulación en
términos ortodoxos del modelo de selección de grupos, que a partir de
aquí denominaré de «selección multinivel», sigue a la letra el antedicho
razonamiento de Darwin, considerando que la selección actúa
directamente sobre un solo carácter, la eficacia biológica o
contribución de descendencia de cada individuo a la generación
siguiente, pero lo hace a través de la intervención de dos unidades
diferentes –individuos y grupos–, de manera que, por una parte, los
comportamientos altruistas o egoístas disminuirían o aumentarían,
respectivamente, la eficacia de sus ejecutantes, mientras que, por otra,
los grupos en que los altruistas fueran mayoría podrían ser,
colectivamente, más eficaces que aquellos otros en que los egoístas
predominaran. En términos más técnicos, la selección operaría
simultáneamente tanto sobre las diferencias en eficacia entre individuos
como sobre las diferencias entre las eficacias promedio de los grupos
y, como ambas características están correlacionadas negativamente, el
resultado final del proceso sería la consecución de un equilibrio
caracterizado por la persistencia de egoístas y altruistas en la
población, aunque en distintas proporciones determinadas por las
condiciones de partida.
La
reacción en contra de la noción tradicional de selección de grupos dio
pie a la aparición de diversas alternativas reduccionistas cuyo
propósito era ofrecer explicaciones evolutivas de la existencia del
altruismo, postulando una sola unidad de selección que ya no era el
individuo ni el grupo sino el gen. Estos nuevos modelos, cuya versión
más popular es el «gen egoísta» de Richard Dawkins, proponen la acción
de la llamada «selección de parientes» sobre una eficacia biológica
denominada «ampliada», que no sólo tiene en cuenta los genes propios del
individuo sino también las copias de éstos compartidas con sus
parientes, en proporción directa a la proximidad del vínculo. La idea
original suele atribuirse a un comentario de J. B. S. Haldane, uno de
los tres creadores del núcleo matemático neodarwinista, en el que
mantenía que estaría dispuesto a arriesgar su vida si con ello salvase a
más de dos hermanos o de ocho primos. En los términos de William
Hamilton, creador del concepto de eficacia ampliada, una acción
altruista que produjera un coste c a su ejecutor y un beneficio b a sus receptores, se vería favorecida por la selección natural siempre que se cumpliera la condición c < rb, siendo r la
proporción de genes compartidos (1/2 en el caso de los hermanos y 1/8
en el de los primos). En otras palabras, la frecuencia de los genes
causantes del altruismo podría aumentar en la población incluso si el
altruista pereciese en el empeño. El mecanismo de selección de parientes
no precisa que éstos estén asociados en grupos, aunque su acción es más
eficaz si es así, y sólo requiere que los individuos altruistas
interaccionen con sus parientes. Este instrumento permite explicar,
entre otros fenómenos, el proceso de evolución de los himenópteros
sociales que Darwin consideraba como «la dificultad más seria con que se
enfrenta mi teoría»2
. En este caso, el peculiar sistema de perpetuación de estos insectos
–haplodiploidía– podría haber predeterminado el altruismo mostrado por
las estériles obreras, puesto que éstas y la reina, única hembra que se
reproduce, comparten dos tercios de sus genes (r = 2/3), mientras que la última y sus hijas sólo tienen en común la mitad (r = 1/2).
Las propuestas del darwinismo social, inspiradoras, en último término,
de las aterradoras purgas étnicas impuestas por los gobiernos de corte
fascista, determinaron que la refundición neodarwinista, gestada en su
práctica totalidad por científicos anglosajones, rechazara toda
referencia directa a los posibles condicionantes evolutivos del
comportamiento humano y adoptara un enfoque que establecía una nítida
distinción entre lo biológico y lo cultural muy respetuosa con los
principios que informaban entonces las ciencias sociales. Si acaso,
algunos aspectos del evolucionismo sugirieron las anticipaciones
literarias de las temibles consecuencias de la manipulación eugenésica y
ambiental, como es el caso de la rígida sociedad estructurada en cinco
castas descrita en la novela Brave New World (Un mundo feliz)
cuyo autor, Aldous Huxley, compuso el argumento utilizando las
indicaciones facilitadas por su hermano Julian, otro de los proponentes
de la síntesis neodarwinista.
Este statu quo se mantuvo hasta 1975, año en que Edward O. Wilson publicó su libro Sociobiology: The New Synthesis. En actitud semejante a la seguida por Darwin en El origen de las especies,
Wilson relegó su interpretación neodarwinista de la evolución del
comportamiento humano a las últimas treinta páginas de un texto de más
de seiscientas. Sin embargo, su tesis provocó la inmediata y combativa
oposición de los movimientos izquierdistas norteamericanos, encabezada
por dos de sus colegas de la universidad de Harvard, el destacado
genético Richard C. Lewontin y el conocido divulgador y paleontólogo
Stephen J. Gould. En consecuencia, el autor fue acusado de reaccionario,
racista, fascista y sexista, sufriendo el acoso directo de los grupos
radicales en muchas de sus apariciones públicas. Con el paso del tiempo,
el debate se ha ido atemperando y un buen número de propuestas
sociobiológicas, semejantes o distintas a la de Wilson, han alcanzado
gran popularidad, quizás porque la idea de que diversas facetas de
nuestro comportamiento puedan tener una base genética ha dejado de ser
socialmente inaceptable, aunque la solidez del apoyo científico
pertinente varíe de unos rasgos a otros.
Hasta 1975, Wilson era un prestigioso entomólogo, la primera autoridad
mundial en insectos sociales, además de autor, junto con Robert
MacArthur, de un texto clásico, The Theory of Island Biogeography
(1967), que marcó la transición de la ecología descriptiva a la
predictiva mediante el uso de modelos matemáticos que han inspirado
buena parte de los posteriores estudios empíricos. Sus extraordinarias
contribuciones a ambos campos han ido sucediéndose hasta la actualidad,
por ejemplo, las apasionantes monografías entomológicas redactadas en
colaboración con Bert Hölldobler, entre ellas The Ants (1990), galardonada con el premio Pulitzer, y la más reciente The Leafcutter Ants: Civilization by Instinct (2011); así como los escritos dedicados a la defensa de la conservación de la biodiversidad, entre otros The Diversity of Life (1992), The Future of Life (2002)3, y The Creation: An Appeal to Save Life on Earth (2006).
Entre los veinticuatro libros que ha publicado desde 1967 hasta la
fecha, también se incluyen relatos autobiográficos como Naturalist (1994), propuestas metodológicas como Consilience: The Unity of Knowledge (1998), e incluso una novela, Anthill (2010)4.
Sin embargo, también ha proseguido con indomable tesón, superando todo
tipo de barreras políticas y académicas, la elaboración del ideario
originalmente expuesto en Sociobiology, primeramente en su obra On Human Nature (1978), que también mereció el premio Pulitzer, a la que siguieron otras dos en colaboración con Charles J. Lumsden, Genes, Mind and Culture: The Coevolutionary Process (1981) y Promethean Fire: Reflections on the Origin of Mind (1983)5
. Tras un largo silencio, motivado sin duda por el cariz
extracientífico que había tomado la oposición a sus ideas, ha vuelto a
retomar el tema a los ochenta y tres años en La conquista social de la Tierra (2012) que aquí se reseña.
Aunque, con cierta dosis de eufemismo, esta obra se presente como un
nuevo intento de dar respuesta a las tres preguntas retóricas –de dónde
venimos, quiénes somos, adónde vamos– caligrafiadas por Paul Gauguin
(1897) en la que tenía por su mejor pintura6,
la realidad, como se ha indicado más arriba, es que Wilson ya había
venido proclamando sus opiniones al respecto desde 1975: somos una
especie social que, partiendo de un origen humilde, ha llegado a dominar
el planeta gracias a la acción de un mecanismo evolutivo en buena
medida semejante al que mucho antes dio lugar a la aparición de los
insectos sociales, el leitmotiv de su quehacer científico. El verdadero
propósito del libro es trasladar al gran público que su autor, antaño
favorecedor del modelo de selección de parientes, es ahora partidario de
explicar los hechos recurriendo a la selección multinivel. Este cambio
de vehículo, como se verá más adelante, tiene un innegable interés
académico, pero en poco o en nada ha modificado el punto de salida, el
recorrido de la carrera ni, menos aún, la posición de la meta final.
Wilson suele actuar de acuerdo con la estrategia de que la mejor
defensa es el ataque y, en consecuencia, comienza su libro proclamando
que la solución a los interrogantes planteados por Gauguin no vendrá de
la religión –«un mecanismo darwiniano de supervivencia»(p. 20)– ni de la
filosofía –«La mayor parte de la historia de la filosofía consiste en
modelos de la mente que han fracasado» (p. 22)–, sino de la ciencia:
«los avances científicos, en especial los que se han producido durante
las dos últimas décadas, son ahora suficientes para que planteemos de
manera coherente las preguntas de dónde venimos y qué somos» (p. 22). No
cabe la menor duda de que al autor le siguen escociendo las antiguas
heridas infligidas por la radical oposición de humanistas y sociólogos a
lo que percibieron como una invasión intolerable de su particular
parcela del conocimiento, aunque haya recobrado el ánimo con la
posterior aceptación de los principios sociobiológicos en campos tan
dispares como la psicología o la economía.
Carlos López Fanjul, Del enjambre a la tribu, Revista de Libros, 15/01/2013
http://www.revistadelibros.com/articulos/del-enjambre-a-la-tribu
Carlos López-Fanjul es catedrático de Genética en la Universidad Complutense. Es coautor, con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, de A la sombra de Darwin: las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y ha coordinado el libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).
1. Charles Darwin, The Descent of Man, Londres, John Murray, 1871, p. 166. ↩
2. Charles Darwin, The Origin of Species, Londres, John Murray, 1859, p. 242. ↩
3. Reseñado por Carlos López-Fanjul en «La biodiversidad amenazada», Revista de Libros, núm. 81 (septiembre de 2003), pp. 29-31. ↩
4. Los dos primeros reseñados por Carlos López-Fanjul en «Una “persona de orden”», Revista de Libros, núm. 7-8 (julio-agosto de 1997), p. 39, y «Veinte años después», Revista de Libros, núm. 34 (octubre de 1999), pp. 18-20. ↩
5. Algunas de las obras citadas de Edward O. Wilson han sido traducidas al castellano: Sociobiología (Barcelona, Omega, 1980), Sobre la naturaleza humana (Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1983), La diversidad de la vida (Barcelona, Crítica, 1983), El naturalista (Barcelona, Debate, 1995), Consilience: la unidad del conocimiento (Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores,1999), El futuro de la vida (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores ,2002) y La creación: salvemos la vida en la Tierra (Madrid, Katz, 2007). ↩
6. Una escena tahitiana conservada en el Museum of Fine Arts de Boston. ↩
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