L'educació dels pares.

A mi hijo de cuatro años le gustan las princesitas. Y las muñecas. Si lo llevo a una juguetería, se pasa más tiempo en la sección de niñas que en ninguna otra. Sugiere juguetes para su hermana que termina usando él. Y si le pregunto su color favorito, la respuesta es un contundente “rosado”. 
Siempre he defendido que los niños no se aferren a los clichés de género. Que no pasa nada si les gusta la Barbie o si saltan la liga. Ya me sé todo el rollo de la igualdad. Pero igual, esto me pone muy nervioso. 

En realidad, él no podía ser de otra manera. Porque yo también era así. No hacía deportes. No montaba en bicicleta. Leía mucho. Jugaba con niñas porque ellas hablaban más y corrían menos. Era un niño repelente. Y lo sigo siendo. Por ejemplo, trato de entusiasmar a mi hijo por el fútbol, pero no consigo que me importe a mí. He comprado camisetas, he ido al estadio, me he aprendido los nombres de los jugadores. Y nada. Cuando le dieron el Balón de Oro a Messi, yo solo podía pensar: 

–Qué espanto de esmoquin. ¿Quién le escoge la ropa a este hombre? 

Yo estoy bien, así que no me preocupa lo que mi hijo sea en particular. Solo tengo miedo de que sea diferente. Porque yo la pasé pésimo. 

No hay nada más cruel que un niño. Y no hay nada peor para un niño que ser diferente. Cuando yo era chico vivía en México, y al volver al Perú hablaba raro. Eso me hizo acreedor a todo tipo de bromas, sarcasmos y alguna zurra (aparte de las correspondientes a no jugar al fútbol). La mayor parte del tiempo, los otros chicos hablaban de sexo en jerga de la calle, y yo ni siquiera comprendía qué decían. Aprendí por instinto cuándo tenía que reírme. Y cuándo tenía que enfadarme. Con tal de ser igual que los demás, hasta contaba chistes que yo mismo no entendía. Pero al menos reduje las agresiones hasta límites llevaderos. 

No quiero que mi hijo tenga que pasar por humillaciones si los demás lo encuentran distinto. Así que desarrollé todo un plan de introducción a las actividades físicas. Probamos juntos deportes que pudiese practicar con grupos de niños. La natación resultó bien, pero un día casi ahogo a mi hijo. En fútbol nos fue normal, pero un día él crecerá y yo seguiré jugando como un niño de cuatro años. Y a una bicicleta aún no logro subirme. 

Después de casi romperme la cadera varias veces, logré que al niño le gustase el deporte. Pero la situación básica sigue igual: y ahora, cada vez que gana un partido de fútbol, pide como premio un gatito de peluche. O una pulserita morada. 

Sin embargo, en el proceso he descubierto con alivio algo que no esperaba. Yo soy el mismo inútil de siempre, pero la sociedad es mejor unas décadas después. En el colegio de mi hijo, y en los colegios de sus amiguitos en Barcelona, y entre mis amigos de todas partes, hay gente diferente. Sudamericanos, africanos, chinos, rusos. También hay homosexuales. Algunos de ellos son padres. Al menos en el pequeño mundo de mis hijos, la diferencia ya no es necesariamente un problema. Si todos son diferentes, nadie lo es. 

De todos modos, para estar tranquilo, decidí hablar del tema con mi hijo directamente. Es lo que se supone que se hace en el siglo XXI. Lo encontré coloreando un dibujo de Campanilla y le dije: 

–Oye, ¿no quieres dibujar también unos monstruos alienígenas sangrientos? –No. Esto está bien. Se lo voy a regalar a mi amiga Aitana. –Ya. Tienes más amigas que amigos, ¿no? ¿Por qué? –Porque las niñas son más listas –dijo desde la sabiduría de sus cuatro años. Y tenía razón. 

–¿Pero no te preocupa que los chicos te fastidien por andar siempre con chicas? –Me da igual –dijo sin levantar la vista del dibujo. –¿Y si te fastidian? –Los fastidiaré yo también –explicó con despreocupación. Ojalá hubiera pensado yo así cuando tenía su edad. 

Desde esa conversación tengo claro que nunca conseguiré educar perfectamente a mi hijo. Pero, con suerte, él sí logrará educarme a mí. 

Santiago Roncagliolo, Princesas y futbolistas, El País semanal, 27/01/2013

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