El m'agrada normalitzador.



Sin un cierto control de la privacidad no hay sociedad posible. Este control se ha dado siempre. En las sociedades tradicionales el individuo estaba tan sometido al control del grupo y su asfixiante red de costumbres y ritos que prácticamente no existía; nadie tenía «vida privada». De hecho, la distinción público/privado es más bien moderna. Surge en la Europa reformista como una nueva forma de concebir el cristianismo: la de la relación íntima, privada, con Dios. Con esto no solo se evitaban guerras de religión entre estados, sino también, y paradójicamente, un control social más intenso: el Dios que todo lo ve y juzga se trocaba en la voz de la conciencia individual.
El problema surge cuando la sociedad moderna se va secularizando y el Estado ha de sustituir a Dios en el papel de Gran Hermano, materializando los atributos de la omnipotencia y la omnisciencia en los cuerpos de la policía y la burocracia. Ahora bien, esta vigilancia y administración de la vida de los individuos por parte del poder no es aún suficiente. Es un control meramente externo, y para que se parezca al control que ejerce la religión ha de ser también interno (el autocontrol del creyente) e incumbir a los pensamientos. Es aquí que entran en escena internet, las redes sociales y el Big Data, la nueva versión del «Ojo que todo lo ve».
En la sociedad del «panóptico digital», los individuos nos desnudamos voluntaria y alegremente ante el ojo del poder, e introducimos cada día en la máquina todo los datos que necesitan el Estado y el Mercado. Y lo que es más curioso: colaboramos, con no menos entusiasmo, en la vigilancia y control del poder. Como dice de manera muy gráfica el filósofo Byung-Chul Han, el smartphone que llevamos a todas horas encima funciona como el rosario o confesionario móvil con que nos examinamos constantemente a nosotros mismos y a los demás. Todos vigilamos a todos en esta iglesia global que son las redes sociales (Facebook es un ejemplo muy claro). El «me gusta» normalizador de conductas es el «amen» de la nueva religión digital que nos anima a comunicarlo y consumirlo todo. Así, nos damos con absoluta confianza a redes que sabemos que registran desde las opiniones políticas a las fantasías sexuales. Intuímos que salir de ellas supone la peor de las condenas por herejía o «idiotismo»: la irrelevancia social. Y, así, el control y comercio de nuestra intimidad tiende a ser total. Pero no por falta de legislación. Sino porque cuenta con nuestra absoluta y entusiasta conformidad. No se puede ser más felizmente sumiso.
Víctor Bermúdez, Santo Facebook, el periodico extremadura 28/03/2018

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