L'ànima, l'estupidesa més gran.





Si la metafísica es la más elevada forma de estupidez genérica, el alma y el espíritu son las estupideces específicas más elevadas. Sin embargo, el alma, en origen, no era patrimonio de la metafísica, sino pura física: en griego, ánemos significaba «aire» o «viento», y todavía hoy llamamos animal a un ser que respira aire y anemómetro al instrumento que mide el viento. 

La metafísica llegó cuando se pasó a decir, en primer lugar, que un ser vivo es animado y uno muerto inanimado. Y luego que un ser vive cuando tiene alma y muere cuando la pierde. Lo asombrosamente estúpido es creer que la vida está determinada por un objeto metafísico, en vez de sostenida por un proceso físico. O que cuando la vida acaba desaparece un objeto del mundo, en vez de creer que cesa un proceso en el mundo. 

Son solo juegos de palabras, y ni siquiera particularmente ingeniosos, pero, si no estamos en guardia, corremos el riesgo de adoptar dichas tesis y pasar por perfectos estúpidos. Y, de hecho, eso es lo que hacen quienes, de modo general, creen en las historias, en parte fantásticas y en parte terroríficas, divulgadas por las religiones. Quienes, de modo más concreto, imaginan que las almas de los difuntos habitan los reinos del más allá, relatados en un delirio teológico-literario alumbrado por Dante.

Piergiorgio Odifreddi, Diccionario de la estupidez, Malpaso, Barcelona 2018

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