Narrativitat i esperança.
El ser
humano no es más que un títere al antojo de potencias
ingobernables y parcialmente incomprensibles que, por
si fuera poco, goza del extraño privilegio del lenguaje, un
instrumento envenenado que acentúa en su mente eso
que Aristóteles denomina en De Anima una cierta conciencia del tiempo (aisthesis chronou). Esto significa, por
lo pronto, que somos animales capaces no sólo de vegetar, sentir o recordar con distintos grados de sofisticación,
sino, además, de instalar con sentido un discurso comprensible acerca de nosotros mismos al modo de una extraña identidad en el orden del tiempo. Somos, por tanto,
animales impulsivos capaces de habitar en el instante plano y presente de la satisfacción inmediata, pero también
organismos narrativos que, como el yo de Montaigne, oscilan entre el pasado y el futuro. Criaturas, en fin (y con
perdón), que gozan hacia adelante y hacia atrás, que sufren en ambas direcciones en la medida en que son capaces de imaginar lo que puede ser, anticipar lo que aún no
existe y rememorar lo que ya fue. Insoportable, en efecto, no sólo la levedad del ser, sino el bamboleo cognitivo entre lo que perdimos y anhelamos en un horizonte de
experiencia que, por lo demás, desemboca necesariamente en nuestra descomposición orgánica. (...) La esperanza, en efecto (y el temor en sentido inverso), articula el sentido de la propia
existencia no sólo en un bien incierto que está por llegar,
sino también (y sobre todo) en algo que no depende de
nosotros mismos. Algo que jamás podremos brindarnos.
Una espera que necesariamente nos convierte en esclavos
de aquellas cosas que no están en nuestro poder y que,
por tanto, sería insensato desear.
La pregunta griega por
excelencia (...) dice más
o menos así: ¿cómo diseñar una vida que valga la pena
ser vivida en la exposición constante del agente moral a factores que están más allá de su control teórico y práctico? Una pregunta que sabe a tragedia y que empuja al
Sileno a confesar que el secreto de la felicidad es no haber
nacido nunca o abandonar la vida cuanto antes. Una pregunta que, como recuerda Aristóteles citando a Solón,
nos hace sospechar que sólo es posible llamar feliz a un
hombre después de muerto porque la vida humana es,
por definición, impotencia, maleabilidad, arrebato y estremecimiento pasivo. Una exposición constante al antojo de poderes incomprensibles e ingobernables que, pese
a su condición opaca, influyen cotidianamente en nuestras vidas generando espacios de significación práctica y
azares, encuentros, amores, desastre.
Si la historia de la filosofía pudiera reducirse a un solo
problema que condensara todos los niveles de la reflexión
teórica (metafísico, epistemológico, religioso, ético y político), me atrevería a afirmar que ese problema es el que
anima estas páginas: la gestión, mediante las facultades
racionales, de la exposición cotidiana del animal narrativo
a todo cuanto no depende de sí mismo. Esa gestión delimita la historia de los distintos modelos de vida buena que emergen en el pensamiento humano desde la religión
homérica hasta, si me apuran, el bueno de Spinoza, que
comprendió como nadie que toda metafísica está al ser-
vicio del buen vivir y que el buen vivir depende del hallazgo de un bien eterno e imperecedero que garantice
la serenidad de espíritu a una criatura caracterizada por la
oscilación constante entre la esperanza y el miedo.
Iván de los Ríos, Un leproso armado contra el placer de vivir, en El Combate por la felicidad. Séneca vs La Mettrie, errata naturae, Madrid 2018
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