Imbècil!









Como observa Ortega y Gasset, al hombre razonable (perspicaz) lo atormenta perma­nentemente la sospecha de ser un imbécil y ve abrirse ante sí el abismo de la imbecilidad (estulticia), mientras que el imbécil se siente orgulloso de sí mismo.
De acuerdo, pero ¿cómo se distingue el orgullo del im­bécil de la filautía, el amor propio que Aristóteles consi­deraba un rasgo positivo del hombre valioso? Y, a la in­ versa, ¿estamos seguros de que, de acuerdo con la ley implacable que vengo enunciando, no fue Ortega un perfecto imbécil?. Como decía Belbo a Casaubon, «no hay escapatoria. Todos son estúpidos, excepto él y yo; o mejor, para no ofender, excepto él».
Si pasamos del Foucault del péndulo al de la Historia de la locura, tenemos la impresión de que esta yerra el blanco. Lo que asusta no es la locura, sino la imbecili­dad, sobre todo porque es irredimible y se mantiene como una mancha ciega, una diferencia irrecuperable, sin Aufhebung ni resurrección, como una palada de are­ na en el engranaje de la dialéctica. Además, los locos son pocos y, en general, reconocibles. Los tontos son muchos y están bien mimetizados y dispersos en el me­ dio. (...)

En efecto, la imbecilidad es una cosa seria, no algo que ataña a unos pocos ni, sobre todo, a los otros («Los imbéciles son los otros», diría Sartre). Esto se confirma a poco que se le preste atención, tanto en la economía como en la socie­dad o la filosofía de la historia. 

Es enorme, precisamente propio de imbéciles, el riesgo que se asume cuando se habla de im­becilidad. Efectivamente, es muy difícil calificar a al­guien de imbécil sin que cualquier otro nos endilgue, y con fundamento, nuestra propia imbecilidad. A esta cir­cunstancia nos remite el hecho de que, como ya he indi­cado y veremos más adelante, quienes han escrito sobre la imbecilidad han sido a menudo imbéciles, esto es, los menos conscientes de los riesgos a los que se enfren­taban. 

El ocuparse de la imbecilidad no res­ponde simplemente al gusto maligno de escupir hiel so­bre los semejantes y (por mérito propio y por igualdad de trato) también sobre uno mismo. Es la llamada del abismo y de lo negativo y, al mismo tiempo, de la pura verdad. Porque no hay grandeza humana que no se vea atormentada por la imbecilidad, e incluso las mayores iluminaciones, como veremos a lo largo de este libro, tie­nen en ella su origen.
Como una calavera barroca, el imbécil mira al viandante con una sonrisa egipcia: «Fui lo que eres, se­rás lo que soy». Vuelvo a decirlo: de todo se puede ha­blar sin temor a que entren en juego las cualidades de quien escribe: fealdad, delincuencia, racismo. Pero me­ rece especial atención el hecho de que con la imbecili­dad ocurra exactamente lo contrario. Reflexionar sobre la imbecilidad abre la caja negra que se esconde tras toda catástrofe, una caja extraña, con un muñeco dentro que tiene nuestras facciones, esto es, el imbécil que somos. 

Sin embargo, el verdadero milagro es que mientras que el pecador provoca el llanto, el imbécil mueve a la risa, que es precisamente la titánica grandeza de la imbe­cilidad, la de ser la única desgracia de la que es posible reírse, la única tragedia acerca de la cual es posible ex­presarse únicamente en términos de divertissement

Maurizio Ferraris, La imbecilidad es cosa seria, Alianza Editorial, Madrid 2018

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