Identitat i sentit comú.



Todos tenemos, siquiera implícitamente, una concepción natural o espontánea de lo que somos. Si no me equivoco, lo que caracteriza principalmente a las personas en esa concepción de sentido común es que tenemos una perspectiva del mundo, un punto de vista: somos seres conscientes. Cada uno de nosotros es un centro de gravedad en torno al cual se organizan todas las cosas. Esta perspectiva es, en principio, cognitiva: perceptiva y conceptual. Lo que percibo y conozco del mundo está estructurado en torno a mí. Pero también se trata de una perspectiva práctica: cada persona es un foco de intereses. Lo que primariamente le interesa a una persona son cosas relacionadas consigo misma. Esta preocupación por uno mismo –que compartimos con todos los seres vivos– cobra en el caso de los humanos una profundidad especial debido a nuestra capacidad de recordar el pasado y de anticipar el futuro. La conciencia, y su extensión en la memoria, proporciona una unidad a nuestra vida que va más allá de la que poseen el resto de los objetos. No sólo nos preocupa lo que nos afecta ahora, sino también nuestro futuro y nuestro pasado. Esto hace que la identidad personal a lo largo del tiempo sea siempre, para el sentido común y para la concepción metafísica que intenta ser fiel a él, una cuestión determinada. Como escribió Thomas Reid en 1758: «La identidad, cuando es aplicada a las personas, no tiene ambigüedad, y no admite grados, ni un más o un menos»2. Necesitamos que sea determinada, entre otras cosas, para poder justificar nuestras prácticas morales. Para nuestra moral de sentido común, la persona es la unidad relevante a la hora de juzgar acerca de cosas como la culpa, el bienestar o la redistribución. Es el propio Reid quien escribe, en la continuación del párrafo recién citado: «[La identidad] es el fundamento de todos los derechos y obligaciones, y de toda responsabilidad; y su noción es fija y precisa». La cuestión es si esta visión de sentido común está metafísicamente fundada, o si es, por el contrario y como defiende Derek Parfit, efecto de una ilusión.

Jorge Mínguez, La moral sin personas, Revista de Libros 01/08/2006

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