Les trampes del joc capitalista.

El ejército busca una respuesta a la pregunta de cómo se manifi esta el comportamiento egoísta
Todo comienza, como es de rigor en las historias de la «zona gris», con el trance. Nos hallamos en los primeros años de la Guerra Fría. En algún lugar de Estados Unidos, protegido por muros de hormigón armado de un metro de grosor y a prueba de bombas, trabajan personas cuidadosamente entrenadas para una misión muy especial: son los soldados que controlan el espacio aéreo estadounidense. Se dedican a contemplar pantallas de radar.


Los soldados buscan pequeños puntos de luz intermitente que aparecen de vez en cuando en sus pantallas. Registran hasta el menor movimiento, no en vano cualquier señal podría ser un avión ruso cargado de bombas atómicas. Les han inculcado que ninguna misión de las fuerzas armadas estadounidenses es más vital que esta.

Entonces suceden cosas insólitas. Un oficial de la fuerza aérea que ha sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial sin sufrir ni un rasguño logra de alguna manera inexplicable la proeza de romperse una pierna en el corto camino que media entre su pantalla y la máquina de café. Otros militares se duermen por momentos y algunos están demasiado ausentes para contestar a una pregunta. A esto se añade la luz artificial, las puertas y pasillos subterráneos, la creciente mentalidad de búnker, y una y otra vez esos circulitos verdes en la pantalla del radar: todo esto refuerza la sensación de estar sentados en las entrañas de un «organismo hipnótico».

«Es difícil mantenerte despierto», confiesa un miembro del equipo, «cuando fi jas la mirada durante horas en una pantalla de radar dentro de un espacio oscuro, día tras día, semana tras semana, siempre buscando nada más que esa señal que exige tomar una decisión…» Y esto resulta fatal, pues «un minuto de sueño puede significar una ciudad aniquilada», escribe un preocupado visitante del búnker en el año 1955.

Un equipo de científicos —economistas, psicólogos y sociólogos— convocado al efecto por los militares trata de registrar las ausencias en los rostros iluminados de verde de los controladores. Es entonces cuando se dan cuenta de que son los ordenadores, esas máquinas vigilantes, los que hipnotizan a los hombres que los manejan.

Esto plantea a los investigadores un problema prácticamente irresoluble: ¿cómo entrenar a los soldados para que resistan el poder hipnótico de sus propios instrumentos?

Entonces, los hombres de bata blanca instalan unas cámaras controladas mediante tarjetas perforadas que registran la fisonomía de los soldados cada 30 segundos. Cada 20 minutos fotografían sus pantallas, anotan diagramas en sus cuadernos, en los que cada hora dejan constancia de los movimientos y las distancias recorridas por los miembros del equipo. Por esa misma época, en Hollywood se ruedan películas de ciencia ficción y de terror en que sucede exactamente lo mismo.

Los científi cos hablaban de «sesiones de psicodrama». Sin embargo, el objetivo consistía en calcular matemáticamente el alma de los soldados. No solo las personas debían manejar máquinas, sino que había que enseñar a las máquinas a manejar a las personas.10 Para ello, las personas tenían que aprender a comportarse de manera que las máquinas pudieran registrar su comportamiento. Con ello, la ciencia ficción se había hecho realidad, porque por primera vez las máquinas no solo registraban movimientos o la gestión del tiempo, sino también «escalas de valores» y sentimientos de personas.

Resulta que muchos soldados pensaban que sus pantallas de radar eran prismáticos sobredimensionados o una «ventana» sobre el mundo. Ahí es donde se podía introducir la solución: había que convencerles de que lo que estaban viendo en la pantalla era un juego, en el que el contrincante, la Unión Soviética, haría todo lo posible por darles el pego: no se trataba únicamente de registrar una señal, sino de ser capaces de predecir en todo momento los movimientos subsiguientes del punto intermitente, que podía ser el enemigo soviético.

Desde que los rusos disponían de la bomba atómica y un único avión podía transportar la fuerza destructiva de toda una flota aérea, había que aprender a cambiar totalmente el pensamiento estratégico. En la paranoia de la época (que todavía no sabía lo que sabemos hoy retrospectivamente), en que se contaba en todo momento con un ataque por sorpresa de la Unión Soviética, la relación humana con la información debía reducirse a un simple código: sospechar siempre lo peor. No sabes qué se propone el otro —inculcaban a los soldados—, pero sabes que su único objetivo es engañarte.

El brillante monitor verde que hipnotiza no reflejaba la «verdad» ni el mundo tal como era. Mostraba, como se dice en un informe de la época, una «cara de póquer». El soldado que controlaba el radar tenía que verse a sí mismo y la pantalla como dos jugadores de póquer. Todo era un juego de cutthroat, como solían llamar a las partidas de póquer, un juego a vida o muerte. Verse como jugador en una partida de póquer mantenía al soldado despierto a través del sistema hormonal, le estimulaba y aguzaba su inteligencia operativa.

El punto de luz intermitente podía ser un simple avión comercial o un bombardero ruso; el hombre que contempla la pantalla del radar debía comprender que la «cara de póquer» no ejecuta movimientos en el espacio, sino jugadas estratégicas y es capaz de reflejar tanto un farol como la pura verdad.

Para no caer en la trampa había una única hipótesis totalmente segura, que como sabían los economistas había funcionado bien en la economía: ser razonable, actuar «racionalmente», significa que cada uno no piensa más que en sí mismo. Para la inteligencia estratégica, esto quiere decir que si todos actúan de esta manera, hay que suponer que cada uno le oculta algo al otro para ganar el juego de la vida.

Así es exactamente cómo cincuenta años más tarde la antropóloga Caitlin Zaloom, quien estuvo trabajando durante dos años de agente de bolsa para su investigación, calificaría el mundo completamente automatizado de los corredores de bolsa. Estos han de centrar la atención en números que ya no tienen nada de fijos y estables, sino que se licúan en tiempo real en las pantallas, convertidos en señales que cambian constantemente. Cada transacción es una jugada, cada jugador solo piensa en sí mismo, hay faroles y ataques por sorpresa, hay armas de destrucción masiva y armas tácticas de alta precisión. Todas las jugadas de todos los jugadores se registran continuamente y las decisiones han de tomarse con tanta rapidez que solo pueden ejecutarlas los ordenadores.

Y lo peor es que estos modelos de la teoría de juegos de la Guerra Fría son los que utilizan hoy los fondos de cobertura. Departamentos enteros de los bancos de inversión se dedican a descubrir rápidamente los propósitos de los agentes de la competencia a partir de una enorme cantidad de datos con ayuda de ordenadores y de la teoría de juegos, y deciden su propia acción en función de esas hipótesis.

Esto no habría sorprendido, ni mucho menos, a quienes concibieron la nueva alma para el hombre nuevo. Incluso podemos decir que ese era el objetivo. No fueron psicólogos los que elaboraron los nuevos modelos de comportamiento y de mentalidad basados en el «propio interés racional» para los militares, sino economistas, físicos y matemáticos. Los primeros conocían bien los mercados, donde cada uno busca su propio provecho. Sus estrategias para una sociedad que sobrevive en el egoísmo no se limitaban a los soldados en la Guerra Fría: proclamaban su validez universal. Tenían que funcionar dondequiera que hubiera personas tomando decisiones, en el póquer, en los negocios, en las bolsas, en la guerra.

En 1950, el sociólogo estadounidense David Riesman se quejó en su famoso libro La muchedumbre solitaria de que en el mundo moderno cada persona se había convertido en un operador de radar de su propia vida. Sus decisiones ya no venían dictadas desde su interior, sino que eran guiadas desde fuera, estando obligada a captar las señales de otros y a readaptar su comportamiento a las circunstancias. Ahora invirtieron su crítica: todo es lógico si se reconoce que el mundo juega con uno al póquer y todos quieren ganar.

Sonaba muy convincente. Cuando trascendieron las primeras informaciones sobre el nuevo pensamiento incluso causó sensación. En el transcurso de pocos años, la RAND Corporation, la organización a la que pertenecían los científicos que examinaron a los equipos de controladores, se había convertido, al socaire del secreto militar, en la fábrica de ideas más potente de Estados Unidos. Ya no se trataba solo de la Unión Soviética. Se trataba de todo el mundo.

Hay quien ha calificado el nacimiento de este pensamiento de una de «las mayores inflexiones de la historia intelectual de Occidente».16 En todo caso, es una de las más subestimadas, porque únicamente si se acepta como premisa que cada uno actúa exclusivamente en provecho propio es posible traducir toda la complejidad del comportamiento humano al lenguaje de la matemática. De este modo se pueden elaborar fórmulas, calcular jugadas, modelar negociaciones y compromisos e inculcar a las personas una nueva «racionalidad» que dominan automáticamente como si estuvieran en trance, una operación que resulta imposible si se supone que cada persona solo se puede comprender a la luz de las particularidades de su propio carácter.

El factor determinante de la marcha triunfal de este enfoque a escala mundial fue el hecho de que esos cálculos podían hacerse ahora sin mayor dilación y poco después incluso en tiempo real. Con los nuevos ordenadores aparecían herramientas geniales que solo esperaban a que las alimentaran con fórmulas aplicables a los humanos. Las máquinas no entienden de psicología, pero saben muy bien calcular cómo se maximiza el beneficio. Los economistas se pusieron a calcular con ayuda de ordenadores las decisiones óptimas en las situaciones más complejas. También esto se probó primero, al amparo de la generosa financiación de los militares, con la Unión Soviética.

Los ordenadores que analizaban las señales de las pantallas de radar predecían continuamente, como en una bolsa de valores militar, los siguientes movimientos del enemigo soviético, y cada vez lo hacían mejor. ¿Qué está haciendo? ¿Cuál es su plan? ¿Qué oculta? Sin embargo, los rusos eran igual de paranoicos que sus adversarios, de modo que de inmediato la pregunta pasó a ser: ¿qué hará si sabe que yo sé cuál es su plan? Los ordenadores educaban a las personas que trabajaban con ellos. Les enseñaban cómo había que pensar en el mundo moderno; lo demostraban continuamente en la práctica. Se fusionaron hasta tal punto con el pensamiento humano que muy pronto ya no había ningún militar que creyera que se pudiera pensar de otra manera.

«Aprende a actuar razonablemente» significaba: aprende a pensar y actuar de manera que partas siempre exclusivamente del interés propio de cada uno. Y la operación funciona incluso con comportamientos que no parecen egoístas: podemos cavilar durante mucho tiempo por qué un extraño nos regala 10 euros (o los rusos lanzan una iniciativa de desarme), pero solo si entendemos, según la doctrina, que lo que pretende es sacar algún provecho para él mismo, seremos capaces de comprenderle.

Este modelo mental dejó pronto de permanecer circunscrito a las estrategias de rearme y de guerra. No era únicamente un instrumento, sino que se convirtió en una educación subliminal, durante décadas, para el egoísmo. El ordenador demostró lo sorprendentemente lejos que se podía llegar si todos los cálculos se basan en esta motivación. Era una máquina inocente, pero la materia con la que lo alimentaron dejó de ser, como se ha señalado con razón, un sistema de instrucción para convertirse en un «sistema de adoctrinamiento».


¿Quién habría pensado en aquellos gélidos años cincuenta que la idea del ser humano que nació entonces propaga hoy, medio siglo después —cuando hace ya tiempo que desapareció la Unión Soviética—, el miedo y el espanto por el mundo y altera completamente las relaciones sociales? Hoy en día ya no estamos ante las maquinaciones de unos cuantos gestores egoístas de fondos de cobertura o banqueros inversores; estos no son más que un síntoma. Entonces, en el invierno de la carrera de armamentos, y no solamente en las crisis económicas del siglo XXI, se desató un fenómeno cuyo ascenso no comenzó realmente hasta después del final de la Guerra Fría.


Frank Schirrmacher, Ego. Las trampas del juego capitalista, Ariel, Barna 2014

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