La sabatilla d'Unamuno.
Foto: Efe Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca, sale del recinto universitario el 12 de octubre de 1936, tras un enfrentamiento verbal con Millán Astray. |
Puesto que este intelectual desangró su inteligencia entre la tragedia y
la agonía, hay que iniciar su vida por el final. Miguel de Unamuno
murió el 31 de diciembre de 1936, en plena Guerra Civil, con el país en
llamas. Después de su famoso enfrentamiento con el espadón Millán Astray
en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre,
fiesta de la raza, Unamuno fue expulsado de su cargo de rector y quedó
secuestrado en su propio domicilio. En la puerta había un falangista de
guardia que no dejaba entrar a nadie. Cuenta el periodista Luis Calvo
que un día consiguió romper esa barrera y se encontró con Unamuno dando
puñetazos en la mesa fuera de sí. Soltaba imprecaciones contra los
falangistas que lo tenían amordazado y no paraba de gritar que una noche
se iba a ir a pie por una carretera de segundo orden que él conocía muy
bien hasta Portugal y desde allí embarcaría a América para decir a todo
el mundo que los nacionales estaban fusilando en Salamanca a muchos de
sus colegas y cometían más animaladas que los rojos.
Otro falangista amigo suyo, Bartolomé Aragón Gómez, solía acudir a su
casa para darle conversación alrededor de la mesa camilla disimulando
así su arresto domiciliario. Una tarde mientras la criada Aurelia estaba
planchando, Unamuno vaciaba su cólera contra los desmanes de Mola,
Millán Astray y Martínez Anido, aunque no contra Franco, al que había
visitado inútilmente para salvar de la muerte a algunos de sus
conocidos. Al final de su larga invectiva guardó silencio e inclinó la
cabeza. El amigo pensó que se había dormido, pero en ese momento la
habitación comenzó a oler a chamusquina. Una babucha de don Miguel
estaba ardiendo con el fuego del brasero de cisco. Había muerto.
En ese tiempo, como la zapatilla de Unamuno, también ardía España entera
y en medio de la tragedia nacional había que imaginar a este rebelde
ibérico con la cabeza perdida cabalgando su propia locura por campos
polvorientos de Salamanca hacia ninguna parte. Ese fue su destino. Había
pasado la vida luchando contra esto y aquello, pero en el fondo no se
había peleado más que contra sí mismo, sin otra obsesión, nada menos,
que la de ser inmortal frente a la divinidad. “Que luchen como yo lucho y
entre todos algún pelo de secreto le arrancaremos a Dios”.
Unamuno amaba las paradojas como fuente inédita del conocimiento. ¿Qué
es una paradoja? Lanzas una verdad consabida o un lugar común al aire,
le pegas un escopetazo, la pieza cae sobre el sembrado, al principio
creías que era una perdiz, pero siempre es una sorpresa lo que te trae
en la boca el perdiguero. Siendo un vástago de una familia muy prolífica
de pasteleros de Vergara, Unamuno era un bilbaíno hirsuto, un
cascarrabias lírico, con talante puritano y misógino, chapado a la
antigua. “El hombre que se dedica a conquistar mujeres acaba por
entontecerse porque tiene que valerse de un arte de tontería”, decía.
Por su parte también engendró una numerosa prole que tuvo que alimentar
fabricando a destajo artículos, ensayos y novelas con una agonía que
nada tenía que ver con la del cristianismo sino con la propia angustia
de tener que tapar muchas bocas estirando el sueldo a duras penas hasta
final de mes. Vivía sin tregua. Era un proselitista que pretendía
excitar la rebeldía en los jóvenes, lo contrario de Ortega que solo
buscaba en ellos la inteligencia clara.
El escultor Cristino Mallo conoció a Unamuno en Salamanca cuando
estaba allí de profesor en la escuela de Artes y Oficios. “Era de rigor
rendirle una visita a don Miguel con todo el respeto del mundo y no como
ahora que cualquier idiota se te acerca a la tertulia a molestar.
Recuerdo que una vez llegó el pintor Solana a hacerle un retrato por
encargo del ministerio y yo le acompañé a que tomara unos apuntes y lo
hizo sobre una caja de puros. Al salir de la casa de Unamuno dijo
Solana: ‘Hay que ver lo inteligente que es este hombre. Lo único que me
molesta es la cara color caldero de cobre que tiene’. Dio en el clavo,
Unamuno era muy colorado y con el pelo blanco aun resaltaba más”. Su
primera vocación había sido la de pintor, tenía mucha destreza para el
dibujo, en cambio nunca acertaba con el color, la misma dificultad que
Solana encontró con la piel de su cara. Debido a eso dejó la pintura y
se hizo intelectual de guardia a tiempo completo. Vestía como un pastor
protestante, el jersey negro hasta la nuez, el cuello de la camisa
blanca como alzacuellos, y su rostro aproado con la barba hirsuta lo
convertía en la propia lanza.
Envuelto entre el pensamiento combativo y la politiquería ratonera
de concejal, diputado y aspirante a presidente de la república es
difícil encontrar, algo, alguien, institución, ideología, régimen,
causa, programa, creencia, que después de haberlas abrazado Unamuno no
se hubiera enfrentado a ellas con las armas de su personalidad
conflictiva. Dejando de lado su brillante historial académico, la
cátedra de griego, los cargos de rector de la Universidad de Salamanca,
lo más interesante de Unamuno es el río convulso de su espíritu, que
arrastraba pepitas de oro en medio del barro. Esas aguas bravas
inundaron los periódicos de la época, El Imparcial, El Sol, La Nación de
Buenos Aires, todas las revistas literarias y se remansaban en
tertulias de Ateneo, en las del café Novelty de Salamanca, hasta
vaciarse. Era un paseante obsesivo que solía atormentar a su acompañante
con largos soliloquios, que al día siguiente eran artículos o bocetos
de ensayos e incluso sonetos.
Al principio fue socialista y se enfrentó a los nacionalistas.
Decía: “Cuando entro en el casino la tertulia de devotos de Sabino Arana
deja de hablar euskera, porque saben que yo me doy cuenta de que lo
hablan mal”. En el flanco político pronto tomó al rey Alfonso XIII como
muñeco de barracón de feria a batir y al dictador Primo de Ribera como
objetivo de su lanza de Quijote; en el flanco religioso trataba de meter
los dogmas de la Iglesia con calzador en la horma del orden moral y
convirtió la duda nebulosa de Kierkegaard a una guía azarosa de la fe y
mientras los anatemas de los obispos lo fortalecían, el destierro en
Fuerteventura acabó por hacerlo muy popular. En la isla remansó su
lirismo hasta que harto de viento y soledad se fugó en el barco para
recalar en París. Allí se disolvió en tertulias en el café La Rotonde
con otros exiliados, Blasco Ibáñez, Corpus Barga, o banquetes en el
Pen-club con Saint-John Perse, Pirandello, Joyce. Del exilio de París
pasó a Hendaya. Cuando cayó la monarquía fue recibido en Madrid en medio
de un vendaval de popularidad. Tuvo un voto para ser presidente de la
República, pero pronto comenzó a zaherir la nueva política, arremetió
contra el Frente Popular y saludó el Alzamiento como la salvación de
España desvanecido en elogios a la limpia espada de Franco.
Las imágenes de ese tiempo de entreguerras siempre nos devuelven
la figura de Unamuno en la presidencia de los propios homenajes o
envejeciendo rodeado de hijos y nietos. Había nacido en 1864, en la
calle de la Ronda de Bilbao y su primera memoria fueron las bombas del
asedio de la ciudad por las tropas carlistas. Su muerte se produjo en
Salamanca bajo el incendio de una Guerra Civil. Principio y fin. Como
escribió Antonio Machado: Unamuno murió en plena guerra. ¿Contra quién?
Contra sí mismo. Así reza su epitafio: “Méteme, Padre eterno, en tu
pecho, misterioso hogar. Dormiré allí, pues vengo deshecho del puro
bregar”.
Manuel Vicent, Siempre en guerra contra sí mismo, Babelia. El País, 08/03/2014
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