En favor de la filosofia: pensar és una energia cara.
Los proemios son declaraciones de intenciones y tenemos por cierto
que siempre son buenas. El de la ley de Educación también. Cuenta que el
aprendizaje “va dirigido a formar personas autónomas, críticas con
pensamiento propio”. No añade “que no sepan quién es Platón, Descartes
ni Kant”, pongamos por caso. Eso que no dice, sin embargo es lo que
sucedería si el asunto no se arregla. Y bien, pudiera bien ocurrir que
alguien se preguntara por qué hay que saberse esos nombres. La razón es
elemental: sucede que son nuestros primeros maestros en eso de ser
personas autónomas, etc, etc. Escribimos con sus palabras y pensamos con
los esquemas de que nos proveyeron.
El pensamiento es la energía más sutil y necesaria de cuantas existen. Una cosa hay que decir además, es una energía cara. Para producir personas capaces de generarla necesitamos todo el completo sistema educativo, que cuesta mucho, y una sociedad que, con confianza, lo pague. En esos largos años en que nos educamos aprendemos una larga cantidad de cosas que tienen de suyo el ser inútiles. Las ciencias no son inmediatamente útiles, aunque puedan tener muy buenos resultados. Quienes las cultivan lo hacen porque les gusta. Aristóteles fue el primero que sepamos que se paró a pensar qué hacia diferente a las habilidades de los saberes. Había gente habilidosa que sabía hacer cosas, edificios, muebles .. y otra que sabía quedarse con la idea. Los primeros solían ser buenos albañiles y los segundos eran algo más. Aquellos griegos, como que estaban edificando mucho y bien, tenían afición a ejemplificar con los arquitectos.
Volvamos a los que sabían ese “algo más”. Estaba claro que no era
útil el “algo más”. La utilidad quedaba para hacer las cosas, pero
pensarlas exigía un cierto talento y entrenamiento en dejar vagar el
pensamiento en libertad. Sigo con Aristóteles porque lo tenía muy claro.
Las teorías, las ciencias, son hijas del ocio, de la falta de presión,
del haber superado el diario buscarse la vida. Así lo cuenta en la Metafísica.
“Las teorías se desarrollaron allí donde primero pudieron los hombres
tener ocio, vagar; por eso las matemáticas aparecieron en Egipto donde
tenía ocio la gente sacerdotal”. El verbo que emplea para decir “vagar o
no trabajar con las manos” es esjolaso, una palabra interesante porque de ella sacaron los romanos schola y nosotros “escuela”. Si no hay tiempo de libertad no hay matemáticas, ni teoría alguna.
Es cosa sabida que el mundo antiguo, que nos enseñó a vivir, porque
seguimos siendo un remedo y herencia del Imperio Romano, no tenía
universidades. Había Maestros afamados que abrieron escuelas donde se
recibían las gentes de condición aristocrática y futuros gobernantes. La
de Posidonio en Rodas llegó a ser la mejor. Pero no había enseñanzas
regladas, exámenes ni títulos. Simplemente un alguien que fuera a tener
un gran papel en el mundo debía, imperiosamente, haber pasado una parte
de su vida practicando ese verbo que Aristóteles escribe, vagando,
haciendo un acúmulo de teoría, lo que significa de conocimientos y por
ende debates no inmediatamente útiles. Ya sabría esa persona sacarles
utilidad cuando, madura, tuviera ocasión para ello.
Bien pensado, aquí seguimos esa estela: durante nuestra primera y
media formación aprendemos una larga serie de cosas que probablemente
usemos muy pocas veces. Nociones de casi todo, de las dichas
matemáticas, de gramática, de geografía, de física, de historia, de
cristalografía o de prehistoria.. que no usaremos probablemente nunca.
Pero nos gusta saber que se quedan ahí, porque son además como escalones
que nos permitirán acceder después a otros saberes más complejos. Nos
vamos entrenando, por así decir.
De entre esas cosas algunas son extrañas y la filosofía la más
extraña. Porque es un saber del que muchas sociedades han prescindido.
Para hacernos clara cuenta de su profundidad debemos estudiar
detenidamente su historia, que es fascinante. Nace con Grecia y nos
acompaña desde entonces, cambiando y modulándose sin descanso, con unas
teorías subiendo sobre otras hasta componer un edificio asombroso al que
conocemos por el nombre de pensamiento. Porque no es cierto que la
filosofía enseñe a pensar. A pensar nos entrena, pero nos enseña sobre
todo, lo pensado, lo que ha sido pensado y su porqué. En un enorme flujo
de ideas y argumentaciones que, en volandas, nos ha traído hasta
nuestro presente. En realidad navegamos sobre él. En la cabeza de
cualquier persona culta bullen pensamientos que alguna vez se sumaron a
ese río enorme. Los tomamos por nuestros, y lo son, pero nos los
proporcionaron quienes nos precedieron. Todos estos pensamientos están,
además, vivos, y mantienen entre ellos los amores y aversiones con que
salieron de sus primeras fábricas. Disputan.
A veces lo peculiar de nuestra tradición nos sorprende: parece un
enorme e insensato derroche de inteligencia. Pero luego nos damos cuenta
de que, con toda esa masa, hemos hecho cosas. No son solamente ideas,
sino instituciones, comportamientos, reglas y costumbres. Parte de
nuestra política se la debemos a Locke, de nuestro sentido del humor a
Voltaire, de nuestra manera de tratar a los demás a Kant, de lo que
entendemos por vivir bien a Epicuro. Eso nos sucede porque ese saber
está intrínsecamente vinculado a lo que somos, nos ha moldeado en
realidad. Para confesarlo todo, hay que decir que somos la primera
humanidad producto de un diseño del cual las ideas filosóficas fueron
las principales autoras. Somos una “humanidad pensada”, el resultado de
la imaginación ética y política de quienes dieron el gran salto que nos
separó del mero sucederse natural. Nuestra concepción se realizó en las
poderosas mentes que dieron camino a la Modernidad. Y sabemos lo que es
la Modernidad porque nos hemos hecho cargo de ese enorme monto reflexivo
en que consistimos.
La historia de las ideas, la historia de la filosofía, es la historia
de lo que somos y de por qué lo somos. Está todo ahí. De Spinoza a
Darwin; de Hegel a Freud. De Tocqueville a Beauvoir. En el pensamiento
casi ningún camino es imposible. La filosofía no sólo forma parte del
núcleo duro de las Humanidades, sino que es la raíz misma de aquello en
que nuestra civilización consiste. Su historia es nuestra historia.
Cuando nos narramos, cuando queremos saber y decir quiénes somos,
debemos invocarnos como progenie de Sócrates, de Platón, de Hume, de
Montesquieu, en fin, de cuantas innovaciones conceptuales,
institucionales y morales nos han traído al momento presente.
Por esa persistente peculiaridad, la filosofía y su historia forman
parte del saber de una persona que haya recibido un cierto monto de
educación, como lo vemos aquí y en nuestro entorno. No siempre las
entendemos al completo, pero sabemos que nos hablan de asuntos profundos
que debemos guardar y transmitir. Venimos de ahí; somos lo que somos
por ese origen. No somos súbditos ni adoradores, aunque obedezcamos y
quizás oremos, sino gentes de las ideas. Ellas son nuestros muros
firmes. Descartes nos puso de pie. Y así, como nos puso, debe ser
contemplado el mundo. Eso lo tenemos que seguir sabiendo y trasmitiendo.
Que Descartes no es lo que sobra cuando queremos prescindir
utilitariamente de algo, sino el filósofo que, fiado solo en la razón,
nos puso en el mundo de pie.
Y no puede llega a ocurrir que ante la mención de su nombre, u otro
cualquiera de los grandes nombres de esa espléndida historia, alguien
rezongue o responda “¿Quién?... ¿mande?”.
Amelia Valcárcel, Descartes, poner el mundo en pie, El País, 07/06/2013
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