Adolf Eichmann, l'agent predilecte del mal.

La rigurosa autopsia a que somete Hannah Arendt al teniente coronel SS Adolf Eichmann, hombre de confianza de Himmler y uno de los más destacados especialistas del régimen hitleriano en “el problema judío” —mejor dicho, en la exterminación de unos seis millones de judíos europeos—, a raíz de los documentos y testimonios que se exhibieron en el juicio, arroja unas conclusiones escalofriantes y válidas no sólo para el nazismo sino para todas las sociedades envilecidas por el servilismo y la cobardía que genera en la población un régimen totalitario. El espíritu romántico, congénito a Occidente, nunca se ha liberado del prejuicio de ver la fuente de la crueldad humana en personajes diabólicos y de grandeza terrorífica, movidos por el ideal degenerado de hacer sufrir a los demás y sembrar su entorno de devastación y de lágrimas. Nada de esto asoma siquiera en la personalidad de ese mediocre pobre diablo, fracasado en todo lo que emprende, inculto y tonto, que encuentra de pronto, dentro de la burocracia del nazismo, la oportunidad de ascender y disfrutar del poder. Es disciplinado más por negligencia que convicciones, un instinto de supervivencia abole en él la capacidad de pensar si hay en ello algún riesgo, y sabe obedecer y servir a su jefe con docilidad perruna cuando hace falta, poniéndose una venda moral que le permite ignorar las consecuencias de los actos que perpetra cada día (como despachar trenes cargados de hombres, mujeres, niños y ancianos de todas las ciudades europeas a los campos de trabajos forzados y las cámaras de gas). Con énfasis aseguró Eichmann en el juicio que nunca había matado a un judío con sus manos y seguramente no mintió.
Cualquiera que haya padecido una dictadura, incluso la más blanda, ha comprobado que el sostén más sólido de esos regímenes que anulan la libertad, la crítica, la información sin orejeras y hacen escarnio de los derechos humanos y la soberanía individual, son esos individuos sin cualidades, burócratas de oficio y de alma, que hacen mover las palancas de la corrupción y la violencia, de las torturas y los atropellos, de los robos y las desapariciones, mirando sin mirar, oyendo sin oír, actuando sin pensar, convertidos en autómatas vivientes que, de este modo, como le ocurrió a Adolf Eichmann, llegan a escalar las más altas posiciones. Invisibles, eficaces, desde esos escondites que son sus oficinas, esas mediocridades sin cara y sin nombre que pululan en todos los rodajes de una dictadura, son los responsables siempre de los peores sufrimientos y horrores que aquella produce, los agentes de ese mal que, a menudo, en vez de adornarse de la satánica munificencia de un Belcebú se oculta bajo la nimiedad de un oscuro funcionario.
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Kafka ya lo identificó en esos invisibles personajes que juzgan y ejecutan a inocentes como K. por crímenes fantásticos e inexistentes, pero el gran mérito de Hannah Arendt es haber sacado de la literatura a ese hipócrita y darle el protagonismo que merece como secuaz indispensable de los verdugos y haberlo tipificado como el agente predilecto del mal en el universo totalitario.

Eichmann “no era ni un Yago ni un Macbeth”, dice Hannah Arendt, ni tampoco un estúpido. “Fue la pura ausencia de pensar —lo que no es poca cosa— lo que le permitió convertirse en uno de los más grandes criminales de su época. Esto es ‘banal’ y hasta cómico, pues, ni con la mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor hondura diabólica o demoníaca”. Lo terrible de Eichmann es que no era un hombre excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa que todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann.

Algo de esto había dicho años antes Georges Bataille, comentando el prontuario criminal del valeroso compañero de batalla de Juana de Arco al que se le descubrió más tarde que asesinaba niños en serie porque era un pervertido sexual: que, nos guste o no, en el fondo de todos nosotros, no sólo los “malos”, también los “buenos”, se esconde un pequeño Gilles de Rais.

Mario Vargas Llosa, El hombre sin cualidades, El País, 16/06/2013

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