radicals
Al ministro de Educación hablar de pobres le resulta anticuado. Hay
un pasado, felizmente superado, del que solo habría que recordar la
parte triunfadora, en este caso, a los ricos, un término de prestigio.
El ministro José Ignacio Wert hablaba en el Senado de esos jóvenes
españoles que piden becas. Deberían saber, para entender su política de
recortes, que en España hay ricos, pero no pobres. Coincidía este
tratamiento ministerial de la pobreza con la publicación de un informe
de la Fundación La Caixa en el que se nos informa de que en esta España
de contumaz crisis crecen —además de los pobres, que ya sabíamos—
también los ricos. En un año hemos conseguido incrementar el club de los
ricos (poseer más de un millón de dólares en activos financieros,
excluyendo primera vivienda y consumibles) en un 5,4%. Todo crece: los
pobres exponencialmente y los ricos a buen ritmo. ¿Por qué entonces
empeñarse en invisibilizar el término de pobres, mientras coloreamos el
de ricos?
Convocar a los pobres al debate político es de mal gusto. A Marx, por
ejemplo, le sacaba de quicio todo ese personal de parásitos
improductivos. De ellos se ocupaban teóricos aficionados que componían
lo que él llamaba “la sagrada familia”. Pero él, un analista científico,
solo tenía ojos para el proletariado que, como decía el Che, “hacían
andar las ruedas de la historia”. Los pobres no han contado en política y
como eran muchos y suponían un peligro, se les ha aplicado la dura
medicina de la violencia física, cuando ha sido necesaria, y la legal
ahora, que estamos en democracia.
Y, sin embargo, el noble arte de la política nace para ellos. En ese momento fundacional de la política que es La política,
de Aristóteles, se dice que en toda sociedad hay dos partes o partidos,
el de los ricos y el de los pobres. La política consiste en encontrar
reglas comunes de convivencia, asunto nada fácil porque los ricos
quieren imponer las suyas y los pobres, los más interesados en
buscarlas, no tienen fuerza para hacerlas valer. Esa dificultad es lo
que hace de la política un arte tan singular. Son dos miradas distintas
porque los ricos piensan combatir la pobreza creando riqueza, mientras
que los pobres entienden que el objetivo de la política es reducir o
acabar con la pobreza.
No es lo mismo. Si el camino es crear riqueza, elevaremos el ideal de
ser rico al objetivo de todos. Como no hay para todos, habrá ricos y
habrá pobres. Si, por el contrario, el ideal es combatir la pobreza, el
objetivo no es ser rico, sino no pobre. El problema político no sería
entonces la pobreza, sino la riqueza; no la impotencia, sino la
prepotencia; no la escasez, sino el despilfarro. ¿Puede concebirse una
sociedad democrática sin pobres? Muchos piensan que sí y que eso es
posible. Son los que hablan de una renta básica universal, los que
defienden una renta garantizada para los pobres. La masa crítica de
economistas y políticos que están en ello obliga a pensar que es viable
económicamente. Es verdad que nadie se hace gran rico combatiendo la
pobreza, pero si ese es el problema habría que decirlo.
No es que tengamos que escoger entre pragmatismo o utopía, sino entre
ser o no ser de la política. De tanto manosearla la hemos convertido en
lo contrario de lo que la hizo nacer. Vivimos la sorprendente
contradicción de una sociedad abarrotada de gesticulaciones políticas
cada vez más alejadas de los valores que dice defender y que conforman
nuestro tiempo. Pensemos por ejemplo en los derechos humanos, santo y
seña de una sociedad democrática. Lo que subyace a su ambicioso
articulado es la sencilla idea de “felicidad sin poder”, es decir, la
convicción de que también los desposeídos tienen derecho a la felicidad:
que el mínimo bienestar no depende de la cuenta corriente; que los
pobres no son el precio del bienestar de los ricos presente ni tampoco
de las generaciones futuras. Pues bien, las gesticulaciones políticas
que acompañan la crisis pretenden convivir con seis millones de parados
(los mismos, por cierto, que había en Alemania cuando Hitler llegó al
poder) como si su existencia no fuera la prueba del fracaso de sus
políticas. Decir derechos humanos significa comida, techo, sanidad y
educación básicos, para todos.
Se oye decir que los nuestros son tiempos de gran pobreza
intelectual. Si la política no da más de sí será porque no hay ideas en
el mercado. Claro que las hay, pero son desechadas por radicales o
contraproducentes. Decía Óscar Romero, el obispo asesinado de San
Salvador: “Cuando me dedico a los pobres me llaman santo, pero si
denuncio las causas de la pobreza me tachan de radical”. La diferencia
entre la santidad y la radicalidad consiste en relacionar o no la
riqueza de los ricos con la pobreza de los pobres. En esta Europa, tan
laica y liberal, hay sitio para los santos, pero no para los radicales.
Reyes Mate, Santos o radicales, El País, 22/06/2013
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