L'universal humà.
Mas si ciertas instituciones han podido usurpar lo que para el ser humano es más caro, lo que garantiza el perdurar de su singularidad entre las especies animales, es porque en algunos de sus rasgos responden plenamente a lo universal, perturbado ciertamente en tal embalaje, pero abriéndose camino a través del mismo. Si la Naturaleza de Horacio (evocada por Freud) retorna en la furca misma con la que se intenta expulsarla, se diría que el espíritu (el conjunto unificado de facultades compartido por los seres de razón y de lenguaje) consigue desplegarse a través de los expedientes que intentan sino abolirlo, al menos canalizarlo o cercenarlo.
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Una
mujer de treinta y siete años, italiana del mezzogiorno, que había
realizado estudios humanísticos en una universidad del Norte vive hoy en
una ciudad extranjera, también vapuleada por la crisis, que busca
paliativo en el turismo. Trabaja esta mujer tres días por semana en
un establecimiento que es a la vez tienda y bar, atendiendo con una
consideración que raya la ternura al grupo de parroquianos, jubilados o
próximos a serlo, que confieren calor a un local que, sin ellos, se
vería condenado a ser un eslabón más en el cansino deambular de los
grupos de turistas. Pronto regresará por unas semanas a su localidad
natal para contraer matrimonio, y me lo comunicaba mientras me alargaba
"para acompañar al vino" un cartucho con unos pastelillos salados con
los que uno de los habituales acababa de obsequiarla. La tremenda y
profunda serenidad, la afirmación vital que emanaba de esta mujer, que
poco antes me exponía su pesar por haberse visto obligada a abandonar
sus estudios, su comprensiva sonrisa al escuchar las fantasiosas
discusiones de los huéspedes, los chistes que olvidan a veces haber ya
contado o sus recuerdos sublimados del pasado de la ciudad... Esta
cotidianidad tan trivial como verídica me hizo sentir que el poder
económico e ideológico que envuelve nuestras vidas no consigue
impregnar el fondo, no deja de ser un armazón superficial, una
superestructura.
La situación me retrotrajo a la vivida hace muchos años, en la adolescencia y en pleno Franquismo, cuando llegado al atardecer en autostop a un pueblo almeriense fronterizo con Murcia y decidir pasar allí la noche, compartí largas horas en la taberna vecina a la fonda, con los habituales del lugar. Tuve entonces la certeza de que una dictadura política era impotente a doblegar lo esencial de lo que forja el trato entre los hombres. Sentimiento que se repitió después ( siendo ya estudiante en París) en un pueblecito de una Grecia aun con la sombra del régimen de los coroneles, pesadilla política que de ninguna manera había logrado hacer de los griegos seres apagados. Aprendí entonces a amar una Grecia concreta, como en aquella estancia en el pueblecito de Velez Rubio, tuve enorme cariño por España, un España en la antítesis de la parodia castiza de los que veces han usurpado su nombre y que tantas veces se presta (con toda la estupidez del mundo) a servir de coartada a quienes, polarizados frente a ella, confunden a veces la dignidad de su propia identidad con el repudio del otro.
Hay en las relaciones entre los hombres un "recto hilo", una urdimbre simbólica esencial que mantiene con firmeza la trama de las costumbres, lazos vinculantes, ritos y fiestas que los poderes intentan canalizar con múltiples expedientes, los cuales al final se revelan impotentes. Lo esencialmente festivo en el día que se apresta a vivir esta mujer italiana está sólo encubierto por los ropajes del vínculo convencional y por el proyecto de constitución de una célula familiar. Por ello la crítica frente a estos ropajes sólo tiene sentido con vistas a, con mayor vigor, reivindicar lo que subyace. Por dar sin ambages un ejemplo: el repudio de la canalización de los lazos por la estructura parental ha de apuntar precisamente a una radical reivindicación de la fertilidad y del ciclo de las generaciones, condición no sólo del perdurar de la humanidad, sino del bien vivir compartido.
Me hablaban unos amigos vascos de que el reciente fallecimiento de una anciana fue aun ocasión de una auténtica fiesta de despedida, con los allegados y familiares desplazándose hasta el lugar dónde por reiterada voluntad de la fallecida deberían ser esparcidas sus cenizas. Quizás no es siquiera cierto que la muerte es lo más duro. Lo duro es tanto vivir como morir allí donde, con los ritos y costumbres a los que arriba me refería falta el sentimiento de fraternidad, sin el cual no es posible la posibilidad de fiesta y de afirmación, falta simplemente el bien vivir como falta el buen morir, en estas nuestras sociedades marcadas por la separación horizontal en las generaciones, configurada emblemáticamente en el apagamiento de la vida en esos espacios sin referencia, literalmente desarraigados, que son los contemporáneos tanatorios.
Víctor Gómez Pin, Recto hilo, El Boomeran(g), 18/06/2013
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(1) Otra
cosa es que las degradadas condiciones socio-económicas conviertan a
las entidades sociales defendidas por éste (desde la familia tradicional
a las instituciones de caridad) en consuelo de afligidos. Pero ha de
quedar claro que se trata de una aflicción no inherente a la
organización de los hombres, sino de una aflicción contingente,
resultado de un mal evitable, mal insoportable que ha de mover a la
rebelión, pues si el hombre se revela plenamente cuando mantiene su
entereza ante el mal trágico, no es su destino asumir con pasividad el
mal innecesario.
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