El cas Snowden i el dret a la privacitat.
Corría el mes de febrero de 1943 cuando el coronel Carter Clarke,
jefe de la Rama Especial del Ejército responsable del Servicio de
Inteligencia de Señales, ordenó establecer un pequeño proyecto para
examinar los cablegramas diplomáticos que la embajada soviética en
Washington y el consulado soviético en Nueva York enviaban a Moscú desde
estaciones de radio clandestinas. Hasta entonces, Clarke había
concentrado sus esfuerzos en quebrar los métodos criptográficos de
alemanes y japoneses sin preocuparse por vigilar a sus aliados rusos,
pero los rumores según los cuales Stalin se disponía a firmar una paz
por separado con Hitler lo llevaron a cambiar de estrategia. La tarea se
reveló más ardua de lo previsto: la Unión Soviética empleaba un sistema
de encriptación en dos fases y sus analistas no lograron desentrañar
sus mensajes hasta 1946, cuando la guerra había terminado. Los cables en
ningún momento se referían a una posible negociación con los nazis,
pero en cambio demostraban que la URSS poseía una formidable red de
espionaje incrustada en las principales agencias del gobierno
estadounidense.
Si bien en 1939 la modesta Rama Especial del
Ejército apenas contaba con una docena de especialistas, para 1945
empleaba ya a 150 trabajadores entre criptógrafos, analistas, lingüistas
y expertos en señales de radio, y se había mudado al antiguo colegio
para señoritas de Arlington Hill, en Virginia, de donde tomó el nombre
con el que sería conocida hasta que en 1952 adopto su actual
denominación: Agencia de Seguridad Nacional (NSA), que en la actualidad
es parte del gigantesco complejo de Fort Meade, en Maryland, y para la
que laboran unos 30 mil empleados.
A diferencia de
la CIA o el FBI, cuyas maniobras han sido retratadas en miles de
novelas y películas, la NSA se ha preocupado por escapar al escrutinio
público, convertida en la más opaca de las agencias de inteligencia de
Estados Unidos. Esta invisibilidad desapareció hace unos días, cuando
Edward J. Snowden, un joven experto en informática, reveló que la NSA no
sólo se dedicaba a capturar y descifrar información de fuentes
extranjeras, potencialmente peligrosas para Estados Unidos, sino que sus
herramientas tecnológicas le permitían tener acceso a todas las
comunicaciones realizadas a través de las grandes empresas de
comunicación, incluyendo Google, Apple, Microsoft, Yahoo!, Verizon,
YouTube, Facebook y Skype.
De inmediato la
discusión pública se ha centrado en discernir si Snowden es un héroe,
capaz de sacrificar su libertad por sus ideas, o un traidor que renunció
a los más elementales principios de lealtad en un arranque de orgullo.
Más allá de sus intenciones, su declaración de que le era imposible
vivir en un mundo constantemente vigilado debería bastar para conducir
la discusión al lugar que en verdad le corresponde: la tensión entre
seguridad y libertad que enfrentan todas las sociedades democráticas.
Lo cierto es que las declaraciones de Snowden no constituyen una
revelación particularmente asombrosa, y más bien confirman algo que no
sólo los fanáticos de la conspiración intuían desde hace mucho: que, con
las armas tecnológicas actualmente disponibles, los gobiernos son
capaces de inmiscuirse en cualquier comunicación llevada a cabo en el
orbe. Los detractores de Snowden, incluidos numerosos miembros de la
administración Obama, se empeñan en señalar que los programas de
espionaje de la NSA no son ilegales y que ésta sólo lleva un inventario
de los intercambios electrónicos sin inmiscuirse en su contenido.
Explicación fútil, pues es claro que si la posee esa base da datos con
nuestros mensajes y llamadas no es para hacer estadísticas, sino para
buscar indicios de actividades ilegales.
Al filtrar
algunos detalles del programa PRISM, Snowden ha exhibido la desfachatez
con la cual las grandes empresas tecnológicas y el gobierno
estadounidense se han aliado para controlar a sus usuarios -sin
conocimiento de éstos. Nadie duda que irrumpir en la vida privada pueda
prevenir diversos delitos -o descubrir actos de espionaje, como los del
círculo de Washington hallado por Clarke y sus criptógrafos-, pero esta
intrusión en la intimidad, sin una orden judicial explícita, constituye
una temible violación a nuestros derechos. Más escandalosa que el odio
de la administración Obama hacia los delatores -Manning, Assange,
Snowden, etc.-, es la encuesta del Washington Post y el Pew
Center según la cual el 56% de los estadounidenses aceptan que la NSA
lleve un inventario de sus comunicaciones. Lo peor que puede ocurrirle a
una democracia es que sus ciudadanos renuncien voluntariamente a su
libertad o su privacidad porque el gobierno los ha convencido de que
sólo así pueden sentirse a salvo. Hoy abundan las analogías simplonas
con 1984, pero en este sentido la comparación no es absurda: la victoria
del Gran Hermano no ocurre cuando un régimen decide vigilar sin tregua a
sus ciudadanos, sino cuando éstos lo consideran normal.
Jorge Volpi, El ojo de Dios, El Boomeran(g), 16/06/2013
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