Una situació wittgensteniana.
Aquellos aspectos de las cosas que son más importantes para nosotros permanecen ocultos debido a su simplicidad y familiaridad. (No somos capaces de percibir lo que tenemos continuamente ante los ojos.) Los verdaderos fundamentos de la investigación no se hacen evidentes ni mucho menos.
WITTGENSTEIN
Lo
que Wittgenstein escribe aquí, sobre epistemología, podría aplicarse a
aspectos de la propia fisiología y de la psicología, sobre todo en
relación con lo que Sherrington llamó una vez «nuestro sentido secreto,
nuestro sexto sentido», ese flujo sensorial continuo pero inconsciente
de las partes móviles del cuerpo (músculos, tendones, articulaciones),
por el que se controlan y se ajustan continuamente su posición, tono y
movimiento, pero de un modo que para nosotros queda oculto, por ser
automático e inconsciente.
El
resto de nuestros sentidos (los cinco sentidos) están abiertos, son
evidentes pero esto (nuestro sentido oculto) hubo de, digamos,
descubrirlo Sherrington, en la década de 1890. Le llamó propriocepción,
para distinguirlo de la «exterocepción» y de la «interocepción», y,
además, por ser imprescindible para que el individuo tenga un sentido de
sí mismo; porque si sentimos el cuerpo como propio, como propiedad»
nuestra, es por cortesía de la propriocepción. (Sherrington 1906, 1940)
¿Hay
algo que sea más importante para nosotros, a un nivel básico, que el
control, la propiedad y el manejo, de nuestro propio yo físico? y sin
embargo es algo tan automático, tan familiar, que no le dedicamos jamás
un pensamiento.
Jonathan Miller produjo una maravillosa serie de televisión, The Body in Question,
pero el cuerpo, no se pone en cuestión normalmente: nuestro cuerpo es
algo que está fuera de duda, o quizás por debajo de ella... está ahí sin
más, indiscutiblemente. Este carácter indiscutible del cuerpo, su
certeza, es, para Wittgenstein, el principio y la base de todo
conocimiento y de toda certeza. Así, en su último libro (Sobre la certeza), comienza diciendo: «Si sabes que aquí hay una mano,
te otorgaremos todo lo demás». Pero luego, siguiendo el mismo
razonamiento, en la misma página primera: «Lo que podemos preguntar es
si puede tener sentido dudarlo...»; y, poco después: «¿Puedo dudarlo?
¡Faltan bases para la duda!».
En realidad su libro podría titularse Sobre la duda, en vez de Sobre la certeza,
pues se caracteriza por la duda, tanto como por la afirmación. Se
pregunta concretamente (y nosotros por nuestra parte podríamos
preguntarnos, si estos pensamientos no tendrían como estímulo su trabajo
con pacientes en un hospital, durante la guerra), se pregunta,
repetimos, si puede haber situaciones o condiciones que priven al
individuo de la certeza del cuerpo, que le den motivos para dudar del
propio cuerpo, hasta llegar incluso a perder el cuerpo completo en la
duda total. Esta idea parece rondar por su último libro como una
pesadilla.
Christina
era una joven vigorosa de veintisiete años, aficionada al hockey y a la
equitación, segura de sí misma, fuerte, de cuerpo y de mente. Tenía dos
hijos pequeños y trabajaba como programadora en su casa. Era
inteligente y culta, le gustaba el ballet y los poetas laquistas (pero
no, tengo la impresión, Wittgenstein). Llevaba una vida activa y plena,
no había estado enferma prácticamente nunca. De pronto, y la primera
sorprendida fue ella, a raíz de un acceso de dolor abdominal, se
descubrió que tenía piedras en la vesícula y se aconsejó la extirpación
de ésta
Ingresó
en el hospital tres días antes de la fecha de la operación y se la
sometió a un régimen de antibióticos como profilaxis microbiana. Era
simple rutina, una precaución, y no se esperaba complicación alguna.
Christina lo sabía muy bien y, siendo como era una persona razonable, no
se angustiaba demasiado.
Aunque
poco dada a sueños o fantasías, el día antes de la intervención tuvo un
sueño inquietante de una extraña intensidad. Se tambaleaba
aparatosamente, en el sueño, no era capaz de sostenerse en pie, apenas
sentía el suelo, apenas tenía sensibilidad en las manos, notaba
sacudidas constantes en ellas, se le caía todo lo que cogía.
Este
sueño le produjo un gran desasosiego. «Nunca había tenido un sueño
así», dijo. «No puedo quitármelo de la cabeza.»... Un desasosiego tal
que pedimos la opinión del psiquiatra. «Angustia preoperatoria», dijo
éste. «Perfectamente normal, pasa constantemente.»
Pero luego, aquel mismo día, el sueño se hizo realidad.
Christina se encontró con que era incapaz de mantenerse en pie, sus
movimientos eran torpes e involuntarios, se le caían las cosas de las
manos.
Se
avisó de nuevo al psiquiatra, que pareció irritarse por ello, pero que
parecía también, en un principio, dudoso y desconcertado. «Histeria de
angustia», dijo al fin, en tono despectivo. «Son síntomas típicos de
conversión, pasa constantemente.»
Pero
el día de la operación Christina estaba peor aún. No podía mantenerse
en pie... salvo que mirase hacia abajo, hacia los pies. No podía
sostener nada en las manos, y éstas «vagaban»... salvo que mantuviese la
vista fija en ellas. Cuando extendía una mano para coger algo, o
intentaba llevarse los alimentos a la boca, las manos se equivocaban, se
quedaban cortas o se desviaban descabelladamente como si hubiese
desaparecido cierta coordinación o control esencial.
Apenas
podía mantenerse incorporada... el cuerpo «cedía». La expresión era
extrañamente vacua, inerte, la boca abierta hasta la postura vocal había
desaparecido.
-Ha sucedido algo horrible -balbucía con una voz lisa y espectral-. No siento el cuerpo. Me siento rara... desencarnada.
Resultaba
muy extraño oír aquello; era horrible, desconcertante.
«Desencarnada»... ¿estaba loca? pero, ¿cuál era, entonces su estado
físico? El colapso de la condición tónica y muscular, de la cabeza a los
pies; la pérdida de control de las manos, de las que no parecía tener
conciencia; las sacudidas y desviaciones que parecían indicar que no
recibiese información alguna de la periferia, que los mecanismos de
control del tono y el movimiento se hubiesen des integrado
catastróficamente.
-Es un comentario muy extraño -dije a los residentes-. Es casi imposible imaginar qué podría provocar un comentario así.
-Es problema de histeria, doctor Sacks... ¿no dijo eso el psiquiatra?
-Sí,
eso dijo. ¿Pero ha visto usted alguna vez una histeria como ésta?
Plantéeselo fenomenológicamente... considere lo que ve como un fenómeno
auténtico en el que su estado corporal y su estado mental no son
ficciones, sino un todo psicofísico. ¿Qué es lo que podría dar este
cuadro en que tanto la mente como el cuerpo parecen minados ? No es que
pretenda ponerle a prueba -añadí-. Estoy tan desconcertado como usted.
Jamás había visto ni imaginado una cosa así...
Me puse a pensar, se pusieron a pensar, pensamos juntos.
-¿Podría ser un síndrome biparietal? -preguntó uno de ellos.
-Es una situación de «como si» -contesté-: como si
los lóbulos parietales no recibiesen la información habitual de los
sentidos. Hagamos una prueba sensorial... y examinemos también la
función del lóbulo parietal.
Lo
hicimos y empezó a delinearse un cuadro. Parecía haber un déficit
proprioceptivo muy profundo, casi total, desde las puntas de los dedos
de los pies a la cabeza... los lóbulos parietales funcionaban, pero no tenían nada con lo que funcionar.
Christina podía tener histeria, pero tenía bastante más que eso, tenía
algo que ninguno de nosotros había visto ni imaginado nunca. Hicimos una
llamada de emergencia, pero no al psiquiatra, sino al especialista en
medicina física, al fisiatra.
Llegó
enseguida, ante la urgencia de la llamada. Se quedó boquiabierto cuando
vio a Christina, la examinó rápida y concienzudamente, y luego hizo
pruebas eléctricas de la función muscular y nerviosa. «Esto es
absolutamente inaudito.» «Nunca en mi vida he visto ni leído una cosa
así. Ha perdido toda la propriocepción. Tienen razón ustedes, de la
cabeza a los pies. No tiene la menor sensibilidad de músculos, tendones o
articulaciones. Hay una pérdida ligera de otras modalidades
sensoriales: el roce leve, la temperatura y el dolor, y una
participación superficial de las fibras motoras, también. Pero lo que ha
soportado el daño es predominantemente el sentido de la posición, la
propriocepción. »
-¿Cuál es la causa? -preguntamos.
-Los neurólogos son ustedes. Determínenla.
Por
la tarde Christina estaba aun peor. Yacía inmóvil e inerte; hasta la
respiración era superficial. Su situación era grave (pensábamos en un
respirador) además de extraña.
El
cuadro que nos reveló el drenaje espinal indicaba polineuritis aguda,
pero una polineuritis de un tipo absolutamente excepcional: no como el
síndrome de Guillain-Barré, con su complicación motora abrumadora, sino
una neuritis puramente (o casi puramente) sensorial, que afectaba a las
raíces sensitivas de los nervios craneales y espinales a través del
neuroeje.
Se
aplazó la operación; habría sido una locura dadas las circunstancias.
Era mucho más urgente aclarar estas cuestiones: “¿Sobrevivirá? ¿Qué
podemos hacer?"
-¿Cuál
es el veredicto? -preguntó Christina con voz apagada y una sonrisa aun
más apagada, después de que analizamos el fluido espinal.
-Tiene
usted esa inflamación, esa neuritis... -empezamos, y le dijimos todo lo
que sabíamos. Si nos olvidábamos algo, o eludíamos algo, sus preguntas
precisas nos obligaban a aclararlo y a revelarlo.
-¿Qué posibilidades hay de mejora? -exigió.
Nos miramos, la miramos:
-No tenemos ni idea.
El
sentido del cuerpo, le expliqué, lo componen tres cosas: la visión, los
órganos del equilibrio (el sistema vestibular) y la propriocepción...
que es lo que ella había perdido. Normalmente operan los tres juntos. Si
uno falla, los otros pueden suplirlo... hasta cierto punto. Le hablé
concretamente de mi paciente el señor MacGregor, que, incapaz de
utilizar sus órganos del equilibrio, utilizaba en su lugar la vista Y de
pacientes con neurosífilis, tabes dorsalis, que tenían
síntomas similares, pero limitados a las piernas... y expliqué también
cómo habían suplido esta deficiencia recurriendo a la vista. Y expliqué
también que si se pedía aun paciente de este tipo que moviera las
piernas, éste podía muy bien decir:
-Por supuesto, doctor, en cuanto las encuentre.
Christina escuchó atenta, muy atenta, como con una atención desesperada.
-Lo
que yo tengo que hacer entonces -dijo muy despacio- es utilizar la
vista, usar los ojos, en todas las ocasiones en que antes utilizaba,
¿cómo le llamó usted?.. la propriocepción. Ya me he dado cuenta -añadió
pensativa- de que puedo “perder" los brazos. Pienso que están en un
sitio y luego resulta que están en otro. Esta «propriocepción» es como
los ojos del cuerpo, es la forma que tiene el cuerpo de verse a sí
mismo. Y si desaparece, como en mi caso, es como si el cuerpo estuviese ciego. Mi cuerpo no puede «verse» si ha perdido los ojos, ¿no? Así que tengo que vigilarlo... tengo que ser sus ojos. ¿No?
-Sí -dije- eso es. Podría usted ser fisióloga.
-Tendré
que ser algo así como una fisióloga, sí -contestó-, porque mi
fisiología se ha descompuesto y puede que no se recomponga nunca de modo
natural...
Era
una suerte que Christina mostrase tanta fortaleza mental desde el
principio, porque, aunque la inflamación aguda cedió y el fluido espinal
recuperó la condición normal, la lesión de las fibras proprioceptivas
persistió... de modo que no hubo ninguna recuperación neurológica en una
semana, ni en un año. En realidad no ha habido mejora en los ocho años
que han pasado ya... aunque haya conseguido llevar una vida, una vida
especial, mediante adaptaciones y ajustes de todo género, no sólo
neurológicos, sino también emotivos y morales.
Aquella
primera semana Christina no hizo nada, estaba en la cama echada,
pasiva, no comía apenas. Estaba en un estado de conmoción total,
dominada por el horror y la desesperación. ¿Cómo iba a ser su vida si no
se producía ninguna recuperación natural? ¿Qué clase de vida iba a ser
si tenía que realizar todos los movimientos de modo artificial? ¿Qué
clase de vida iba a poder vivir, sobre todo, si se sentía desencarnada?
Luego,
como suele pasar, la vida se afirmó y Christina empezó a moverse. Al
principio no podía hacer nada sin utilizar la vista, y se derrumbaba en
una masa inerte y desvalida en cuanto cerraba los ojos. Al principio
tuvo que controlarse con la vista, mirando detenidamente cada parte del
cuerpo cuando la movía, desplegando un cuidado y una vigilancia casi
dolorosos. Sus movimientos, controlados y regulados conscientemente,
eran al principio torpes, artificiales en sumo grado. Pero luego, y aquí
nos sorprendimos los dos muchísimo, afortunadamente, por el poder de un
automatismo progresivo que crecía a diario, luego sus movimientos
empezaron aparecer más delicadamente modulados, más armónicos, más
naturales (aunque seguían dependiendo totalmente del uso de la vista).
De
un modo progresivo ya, semana a semana, a la retroacción inconsciente
normal de la propriocepción fue sustituyéndola una retroacción
igualmente inconsciente a través de la visión, mediante un automatismo
visual y unos reflejos cada vez más integrados y fluidos. ¿Era posible
también que estuviese sucediendo algo más trascendental? ¿Era posible
que el modelo visual del cuerpo del cerebro, o imagen del cuerpo,
normalmente bastante débil (falta, claro, en los ciegos) y subsidiaria
normalmente del modelo proprioceptivo del cuerpo, era posible, en fin,
que ese modelo, ahora que el modelo proprioceptivo del
cuerpo se había perdido, estuviese adquiriendo, por compensación o
sustitución, una fuerza extraordinaria, excepcional, potenciada? Y a
esto podría añadirse también un incremento compensatorio de la imagen o
modelo vestibular del cuerpo... en una cuantía superior ambas a lo que
habíamos supuesto o esperado.
Hubiese
o no un mayor uso de la retroacción vestibular, había sin duda un mayor
uso de los oídos, retroacción auditiva. Lo normal es que ésta sea
subsidiaria y un poco intrascendente al hablar... El habla se conserva
normal si estamos sordos debido a un resfriado, y algunos sordos
congénitos pueden adquirir un dominio del habla prácticamente perfecto.
Esto se debe a que la modulación del habla es normalmente
proprioceptiva, se halla gobernada por impulsos que afluyen de todos
nuestros órganos vocales. Christina había perdido este aflujo normal,
esta aferencia, y había perdido su postura y tono vocales
proprioceptivos normales, y tenía que recurrir por ello a los oídos,
retroacción auditiva, como sustitutos.
Además
de estas formas nuevas compensatorias de retroacción, Christina empezó a
desarrollar también (fue en principio deliberado, consciente pero fue
haciéndose inconsciente y automático) varias formas de «acción positiva»
nueva y compensatoria (contó en todo esto con la ayuda de un personal
médico de rehabilitación inmensamente comprensivo y capaz).
Así,
en el momento que se produjo la catástrofe, y durante un mes después,
más o menos, Christina permaneció tan inerte como una muñeca de trapo,
no era capaz siquiera de mantenerse sentada erguida. Pero tres meses
después me quedé estupefacto al verla sentada muy correctamente...
demasiado correctamente, esculturalmente, como una bailarina sorprendida
a media pose y pronto comprendí que se trataba, en realidad, de una
pose, adoptada y sostenida de modo consciente o automático, una especie
de posición forzada o premeditada o histriónica, para compensar la
carencia constante de una postura natural auténtica. Como había fallado
la naturaleza, Christina recurría al «artificio», pero el artificio lo
sugería la naturaleza y pronto se convirtió en «segunda naturaleza». Lo
mismo con la voz... al principio se había mantenido casi muda.
También
la voz era algo proyectado, como para un público desde un escenario.
Era una voz artificiosa, teatral, no por histrionismo o perversión en
las motivaciones, sino porque aún no había postura vocal natural.y lo
mismo pasaba con la cara, que aún tendía a mantenerse un tanto lisa e
inexpresiva (aunque sus emociones interiores fuesen de una intensidad
plena y normal), debido a la falta de postura y de tono facial
proprioceptivo, a menos que recurriese a una intensificación artificial
de la expresión (lo mismo que los pacientes con afasia pueden adoptar
inflexiones y énfasis exagerados).
Pero
todas estas medidas eran, como mucho, parciales. Hacían la vida
posible, pero no normal. Christina aprendió a caminar, a coger un
transporte público, a desarrollar las actividades habituales de la vida,
pero sólo ejercitando una gran vigilancia y haciendo las cosas de un
modo que resultaba extraño, y que podía descomponerse si dejaba de
centrar la atención. Así, si comía mientras hablaba, o si su atención
estaba en otra parte, asía el tenedor y el cuchillo con terrible fuerza,
las uñas y las yemas de los dedos se quedaban sin sangre debido a la
presión; pero si aflojaba un poco aquella presión dolorosa, podía muy
bien caérsele el cubierto... no había punto intermedio, no había
modulación alguna.
Así,
aunque no había rastro de recuperación neurológica (recuperación de la
lesión anatómica de las fibras nerviosas) había, con la ayuda de terapia
intensiva y variada (estuvo en el hospital, o en el pabellón de
rehabilitación, casi un año), una recuperación funcional muy
considerable, es decir, la capacidad de funcionar utilizando varios
sustitutos y otras artimañas. Christina pudo al fin dejar el hospital,
irse a casa, volver con sus hijos. Pudo volver a su terminal de
ordenador casera, que pasó a manejar con una eficiencia y una destreza
extraordinarias, dado que había que hacerlo todo a través de la vista y
no del tacto. Había aprendido a arreglárselas para seguir viviendo...
pero, ¿cómo se sentía? ¿Habían eliminado los substitutos aquella
sensación desencarnada de que hablaba al principio?
La
respuesta es que no, en absoluto. Sigue sintiendo, con la pérdida
persistente de propriocepción, el cuerpo como muerto, como algo no real,
no suyo... algo que no puede apropiarse y no es capaz de encontrar
palabras que expresen ese estado, Sólo puede recurrir a analogías
derivadas de otros sentidos: «Tengo la sensación de que mi cuerpo es
ciego y sordo a sí mismo... no tiene sentido de sí mismo». Son palabras
suyas. No encuentra palabras, palabras directas, para describir esta
privación, esta oscuridad (o silencio) sensorial emparentado con la
ceguera ola sordera.
Ella
no tiene palabras y nosotros carecemos de ellas también y la sociedad
carece de palabras, de comprensión, para estados como éste. A los ciegos
se los trata al menos con solicitud: podemos imaginar cuál es su estado
y los tratamos de acuerdo con ello. Pero cuando Christina, torpe y
laboriosamente, sube a un autobús, sólo provoca comentarios furiosos e
incomprensión: «¿Qué le pasa a usted, señora? ¿Está ciega... o
borracha?». ¿Qué puede contestar ella: ¿«No tengo propriocepción»? La
falta de comprensión y de apoyo social es una prueba más que ha de
soportar: inválida, pero con la naturaleza de su invalidez poco clara
(no está, después de todo, claramente ciega o paralítica, no se le
aprecia nada claramente) tienden a tratarla como a una farsante o a una
estúpida. Esto es lo que les sucede a los que tienen trastornos de los
sentidos ocultos (también les pasa a pacientes con insuficiencia
vestibular o a los que se les ha practicado una laberintectomía).
Christina
está condenada a vivir en un mundo indescriptible e inconcebible...
aunque quizás fuese mejor decir un «no mundo» una «nada». A veces se
desmorona... no en público, sino conmigo:
-¡Ay si pudiese sentir! -grita-. Pero he olvidado lo que es eso... Yo era normal, ¿verdad que sí? Me movía como los demás...
-Sí, claro que sí.
-No está tan claro. No puedo creerlo. Quiero pruebas.
Le muestro una película en que aparece con sus hijos, hecha unas semanas antes de la polineuritis.
-¡Sí,
claro, soy yo! -dice Christina y sonríe, y luego grita- ¡Pero no puedo
identificarme ya con esa chica tan agradable! Ella se ha ido, no puedo
recordarla, no puedo imaginarla siquiera. Es como si me
hubiesen arrancado algo, algo que estuviese en el centro de mí... eso es
lo que hacen con las ranas, ¿verdad? Les quitan lo del centro, la
columna vertebral, les quitan la médula... Así es como estoy yo, sin
médula, como una rana... Vengan, suban aquí, vean a Chris, el primer ser
humano desmedulado. No tiene propriocepción, no tiene sentido de sí
misma: ¡Chris la desencarnada, la chica desmedulada!
Y se ríe descontroladamente, con un timbre de histeria. Yo la calmo:
-¡Vamos, vamos!
Pero pienso: «Tiene razón».
Porque, en cierto sentido, ella está
«desmedulada», desencarnada, es una especie de espectro. Ha perdido,
con el sentido de la propriocepción, el anclaje orgánico fundamental de
la identidad... al menos de esa identidad corporal, o «egocuerpo», que
para Freud es la base del yo: «El ego es primero y ante todo un ego
cuerpo». Cuando hay trastornos profundos de la percepción del cuerpo o
imagen del cuerpo se produce indefectiblemente una cierta
despersonalización o desvinculación. Weir Mitchell comprendió esto, y lo
describió insuperablemente, cuando trabajaba con pacientes amputados y
con lesiones nerviosas durante la Guerra
de Secesión estadounidense y decía en un famoso informe, seminovelado
pero aun así el mejor, y fenomenológicamente el más preciso, de que
disponemos, a través de su paciente médico George Dedlow:
Descubrí
horrorizado que a veces tenía menos conciencia de mí mismo, de mi
propia existencia, que antes. Esta sensación era tan insólita que al
principio me desconcertaba profundamente. Sentía continuamente deseos de
preguntarle a alguien si yo era de veras George Dedlow o no lo era;
pero, como tenía clara conciencia de lo absurdo que parecería que
preguntase algo así, me reprimí y no hablé de mi caso y me esforcé aun
más por analizar mis sentimientos. Aquella convicción de que no era ya
yo mismo resultaba a veces abrumadora y muy dolorosa. Era, en la medida
en que puedo describirlo, una deficiencia del sentido egoísta de
individualidad.
Christina
tiene también esta sensación general (esta «deficiencia del sentido
egoísta de individualidad») que ha decrecido con la adaptación, con el
paso del tiempo y tiene también esa sensación de desencarnamiento
específica, de base orgánica, que sigue siendo tan grave y misteriosa
como cuando la sintió por vez primera. Esta sensación la tienen también
los que han sufrido cortes transversales de la médula espinal... pero
éstos están, claro, paralíticos; mientras que Christina, aunque
«desencarnada», anda y se mueve.
Experimenta
un alivio y una recuperación, breves y parciales, cuando recibe
estímulos en la piel, sale fuera cuando puede, le encantan los coches
descapotables, en los que puede sentir el aire en el cuerpo y en la cara
(la sensación superficial, el roce leve, sólo está ligeramente
deteriorado). «Es maravilloso», dice. «Siento el aire en los brazos y en
la cara, y entonces sé, vagamente, que tengo brazos y cara. No es lo que debería de ser, pero es algo... levanta este velo mortal y horrible durante un rato.»
Pero
su situación es, y sigue siendo, una situación «wittgensteiniana». No
sabe que «aquí hay una mano», su pérdida de propriocepción, su
desaferentación, la ha privado de su base existencial, epistémica, y
nada que pueda hacer o pensar alterará este hecho. No puede estar segura
de su cuerpo... ¿qué habría dicho Wittgenstein en esta situación?
Christina
ha triunfado y ha fracasado a la vez de un modo extraordinario. Ha
conseguido alcanzar el obrar pero no el ser. Ha triunfado en una cuantía
casi increíble en todas las adaptaciones que permiten la voluntad, el
valor, la tenacidad, la independencia y la ductilidad de los sentidos y
del sistema nervioso. Ha afrontado, afronta, una situación sin
precedentes, ha luchado contra obstáculos y dificultades inconcebibles, y
ha sobrevivido como un ser humano indomable, impresionante. Es uno de
esos héroes anónimos, o heroínas, de la enfermedad neurológica.
Pero
aun sigue y seguirá siempre enferma y derrotada. Ni todo el temple y el
ingenio del mundo, ni todas las sustituciones o compensaciones que
permite el sistema nervioso pueden modificar lo más mínimo su pérdida
persistente y absoluta de la propriocepción, ese sexto sentido vital sin
el cual el cuerpo permanece como algo irreal, desposeído.
La
pobre Christina está «desmedulada» hoy, en 1985, igual que lo estaba
hace ocho años y así seguirá el resto de su vida. Una vida sin
precedentes. Es, que yo sepa, la primera en su género, el primer ser
humano «desencarnado».
Postdata
Christina
tiene ya compañía. El doctor H.H. Schaumburg, que ha sido el primero
que ha descrito el síndrome, me ha comunicado que están apareciendo gran
número de pacientes en todas partes con neuropatías sensoriales graves.
Los más afectados tienen alteraciones de la imagen del cuerpo como
Christina. La mayoría son maniáticos de la salud, o víctimas de la moda
de las megavitaminas, y han ingerido cantidades enormes de vitamina B6
(piridoxina). Así que hay ya unos centenares de hombres y mujeres
«desencarnados»,... aunque la mayoría, a diferencia de Christina, pueden
mejorar en cuanto dejen de envenenarse con piridoxina.
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